La tarde deja de ser dorada. Empieza a llover. Las gotas de agua son finas, parecen rocío. La gente comenzó a correr. Saltan, como si ya se hubieran formado los charcos que aparecerán después. En el cielo, las nubes se ven como borregos grises que no disimulan sus intenciones de mojar la tierra, de azotarla. Lo harán, pero no todavía.
La naturaleza siempre ha sido sabia y generosa también. No tuve que correr, tampoco quise. Me siento debajo del sauco. Sus ramas me resguardan, las hojas actúan como un paraguas protector. Me sorprende lo mucho que ha crecido, que siga aquí. Es de lo poco que aún queda. Lo conocí cuando era un pequeño arbusto y ahora mide diez o doce metros de altura. Sus frutillas redondas, oscuras y sabrosas siempre me recordarán aquellos años en que nos conocimos.
Tal vez son las circunstancias del clima o tanta condición de distancia social o la muerte repentina de quien fuera mi mejor amiga en la infancia lo que me dejó en la boca ese regusto amargo, esa sensación pastosa en la garganta; tal vez fue reunirme con la que fuera el tercer elemento de un triángulo amistoso que se formó en los años de secundaria y luego se desintegró sin que mediara otra razón que el rumbo de la vida. La invité a tomar un café. Ella eligió una cafetería en las inmediaciones de nuestra vieja escuela. La reunión duró menos de media hora. Las conversaciones que duraban la tarde entera fueron sustituidas por palabras escuetas, contestaciones de monosílabos, «fue covid», dijo. «¿Quién te avisó?» «Su hija, no he podido dar el pésame, no me recibe las llamadas. Se las recibe a poca gente». «Gracias por venir». «Adiós». Se fue.
Me quedo sentada unos cuantos minutos, mirando la silla vacía y tratando de entender, de completar tantas palabras rotas, para rellenar los años de lejanía e interpretar lo que no fue dicho y que no se llegó a pronunciar esa tarde. Agradezco el ahorro de frases hechas y lugares comunes que no se intercambiaron, aunque extrañé un abrazo. Me tuve que consolar con un apretón de manos que con sinceridad fue lo más cálido que recibí. Pido y pago la cuenta.
Camino a la puerta de nuestro instituto. En el suelo, se ve una sombra que revela el lugar en el que estuvo un eucalipto. Era un árbol largo, de porte recto con un tronco de color marrón. Era tan alto, lo recuerdo tan fuerte y ya no está. Nada más quedó la mancha del lugar en el que creció tan macizo, tan generoso, siempre tiraba semillas encapsuladas con las que jugábamos a cualquier cosa. «Parecen gorritos», me decías. Ya no hay esos cilindros puntiagudos tan aromáticos ni esas hojas ovaladas tan olorosas que tapizaban la banqueta de la calle del colegio.
Paquita, la señora que nos cuidaba en la ruta cinco del camión escolar, nos sentaba esta misma banca de cemento que rodeaba al sauco. ¿Te acuerdas? Me parecía tan grande. Nos quedaban los pies colgando y movíamos piernas de adelante para atrás mientras esperábamos a que sonara la campana de los grandes. Nos formábamos por estaturas y Don Lupe, el chofer, nos ayudaba a trepar los escalones tan altos del autobús, antes de salir rumbo a nuestras casas y entregarnos mareados por el olor a diésel y las vueltas alrededor de la ciudad.
En aquellos años, era frecuente que me encontrara bolitas de sauco o semillas de eucalipto en los bolsillos del suéter azul del uniforme de deportes. Estoy segura de que, al llegar a tu casa, tú también te topabas con esos tesoros que nos servirían para confeccionar brebajes maravillosos o pócimas fantásticas cuando jugábamos en el recreo. No recuerdo, pero creo que nunca las pusimos en ningún perol ni pronunciamos palabras mágicas delante de algún caldero. No, no lo hicimos. Lo planeamos, eso sí.
Hace fresco. El frío de la calle va despertando. Desde mi asiento de cemento veo que la gente se tapa con folders de cartón, con bolsas de plástico. Unos cuantos traen sombrillas. Pocos, en realidad. Nos sorprendió la lluvia, no son épocas de chubascos. No obstante, el agua decidió hacer su voluntad y quiso desplomarse del cielo al suelo. Observo la delgadez de las gotas que van cayendo, casi sin hacer ruido. Esta lluvia ni siquiera es un murmullo, es queda y silenciosa. No se escucha, se siente.
Cierro los ojos y, en los escalones del recuerdo, solo habitan dudas. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos, lo recuerdas? Yo no. Pudo haber sido aquella tarde de diciembre, pudo ser otra. Elevo los hombros, lleno los pulmones de aire helado, subo el cuello del abrigo. No. No logro traer ese momento aquí, conmigo. No. No lo consigo. Frunzo el ceño. Aprieto los labios. Me tallo la frente. Es inútil, no logro recordar.
En cambio, de la primera vez que te vi, me acuerdo muy bien. Fue aquí, junto a este sauco, pero entonces era un setillo lleno de bolitas. Me miraba la punta de los zapatos. Estaba sentada en la banca de cemento, sí en esta misma en la que estoy ahora. Mi grupo fue el primero en salir del salón. La señorita Mercedes había encendido el micrófono y ya pronunciaba los nombres de los niños a los que ya habían llegado a recoger. Los de camión teníamos que esperar en un lugar designado para cada ruta. Nadie me hacía compañía. No conocía a nadie. Era el primer día de clases. Sentía en la garganta la ausencia de los compañeros del jardín de niños, de la Miss Carmelita, de mis antiguos amigos. La falta de David y sus flechas de apache y de Víctor y sus canicas de colores me pesaban tanto en los hombros que solo podía jorobar la postura.
Y llegaste. Te sentaste a mi lado, me diste la mano y me preguntaste si quería ser tu amiga. Sí, sí quería. Ese recuerdo es como la luz de una ventana que siempre está encendida. Puedo ver tu cara sonriente, las mejillas rosadas, el vestido azul bebe con cuello blanco, el pelo lacio y recortado a la altura de las orejas. El fleco estaba derechito. Mamá siempre dijo que parecías un gallito de papel. Sí, un gallito de papel. Limpísima. Ni un pelo fuera de lugar. Me diste la mano. La puedo ver, deditos cortos, gorditos, con hoyitos en los nudillos. Fue un principio muy fácil.
Después no o sí, no sé. A veces, las amistades se van o las dejas ir. ¿Quién sabe? Un día las tienes tomadas de la mano y en un abrir y cerrar de ojos que pueden transformarse en años, ya no están. La ausencia lastima, dices en un rato le hablo, cualquier día la invito a tomar un café. Y, no. No sucede. No sé por qué no. Seguro que si busco hay tantas y tan buenas razones.
En definitiva, no pasó. Pero, el segundero avanzó y el minutero acumuló tantos días que le crecieron años. ¿Cómo era todo sin las capas con las que te va revistiendo la vida? No estoy segura de verlo con claridad, me supongo que, con el tiempo, la fantasía juega un papel importante. Máscaras. Seguro, tú también tenías las tuyas. ¿A que sí? Me veo contigo. Me veo ahora. El recuerdo parece agua, se me filtra entre los dedos. Piezas de rompecabezas distintos, detalles de momentos diferentes: un vestido de XV años, la forma de la uña del dedo gordo de tu pie, el sabor de zanahorias con chile piquín. No sé cómo logramos ser tan amigas. A mí me gustaba correr y no me gustaban las muñecas. Me enseñaste a jugar a los bebés, me enseñaste a cambiarle el pañal a mis hijas. Jamás logré bailar con el ritmo que tú lo hacías.
Aquellos años niños son un mundo de olvidos. Cuadernos, tachaduras, borrones, papel cuadriculado, un pizarrón que se borró hace mucho tiempo. Claro que, si me esfuerzo, siento que el polvo del gis me pica la garganta. Las imágenes aparecen y desaparecen, con la abundancia de la lluvia, con la suavidad de este rocío, con la profundidad de estos charcos, con la contundencia de un cajón de madera que no pude ver. Ausente. No pude estar ahí. Tampoco fui invitada. Como la mancha del eucalipto que ya no es.
El tiempo siempre tiene más prisa y le ganó a las intenciones reales de volverte a ver. Prioridades burocráticas, pájaros en fuga, ganas sí, aunque triunfa el nos vemos luego. La mansedumbre con la que las manecillas del reloj nos engañan. El segundero nos deja la mejilla ardiendo con la contundencia de la bofetada que nos propina. Se acabó. Se acabó.
El corazón se quedó quieto. Los pulmones estáticos no se volverán a inflar. El pulso se paró. Tu reloj se detuvo. Me enteré cuando todo estaba consumado. Una campanita sonó en mi teléfono celular. Por desgracia, mi mamá murió. El mensaje iluminó la pantalla de mi teléfono celular. Me quedé de piedra.
En la plaza, llueve. La tarde tiene la intención jubilosa de estar conmigo y con todos esos recuerdos. Cotidianidad compartida. Resistente. Una serie de escenas para meditar. Secretos sin importancia que significaron la vida entera. Juegos de té, fantasmas, discusiones, pasos con zapatos de suela de goma, chistes. La gente corre, desaparece en cada esquina. El rumor del agua desdibuja las siluetas de los corredores. Silencio. Mudez del sauco que era arbusto y creció viendo a otras niñas que se hicieron amigas, que le arrancaron sus frutillas, que se dieron la mano y caminaron juntas. Y, se soltaron.
¿Está el rumor de las hojas de un eucalipto del que solo queda una mancha en el piso? Siento un nudo que enlaza en la garganta. El rocío no lava ni arrebata, acuna. La respiración entra y sale, el aire va y viene. No hay miradas. No hay palabras. Pongo las manos en la cara. Jalo una de las bolitas del sauco. La meto a la boca. El sabor estalla en la lengua. Las mejillas se humedecen. ¡Qué no se vaya a secar esta lluvia!
Mientras la tarde cae, en esa hora larga que viene cargada de más minutos y segundos que las de los demás días, en ese momento en el que el cielo se abre y me siento dueña del minuto y la palabra que hizo falta, no hay frase hecha que pueda pronunciar. El agua deshace un periódico amarillento que alguien dejó caer, las palabras que no dije se van por el arroyo que corre a la alcantarilla.
Aquí, bajo el sauco, los recuerdos cruzan la mirada. No puedo asegurar que recuerdo lo que de verdad importa ni jurar que el olvido no se llevará nuestros días de amigas ni prometer que la prisa dejará de adueñarse del ritmo de la vida ni que me haré cargo de algún pendiente ni que volveré a buscar a nuestra amiga. No puedo. Quisiera, no puedo.