Dedico este trabajo a Marco Antonio Urióstegui Figueroa (1962-2020), entrañable amigo e intelectual de excelencia, que nos dejó en esta pandemia. Fue él quien me instó a escribir este texto, regalándome sus opiniones y material sobre el tema. La muerte es el final físico, el resto son evocaciones que guardamos en el corazón. Esta es una de ellas.

«No quiero casarme para fregar el piso ni pasar la vida amamantando críos, tampoco perder la vida cocinando para un borracho que me golpea cuando quiere y me ultraja todas las noches». Estas palabras parecen venir de una declaración feminista ante la situación actual de muchas mujeres en el mundo, pero en el siglo XVII la historia era más siniestra: en esa época, estas revelaciones se pagaban con la hoguera en una lánguida tortura que duraba hasta el final, utilizando ramas verdes que se consumían lentamente para que la condenada pudiera sentir, hasta el último suspiro, el castigo del pecado. También era una falta grave, principalmente para las mujeres, escribir y leer libros que no estuvieran aprobados por la Santa Inquisición.

Sor Juana Inés de la Cruz es uno de los personajes fascinantes en la historia mexicana. Fue una pensadora, dramaturga y poeta, conocida como «La décima musa», con ideas y pensamientos muy avanzados para ese período que siguen vigentes hasta el día de hoy. Gracias a su inteligencia y simpatía, se ganó la protección de diversos virreyes, pero también le costó el repudio de autoridades misóginas de la Iglesia. Ocupó, junto con el poeta español Bernardo de Balbuena y el poeta y dramaturgo del Siglo de Oro, Luis de Góngora, un destacado lugar en la literatura novohispana. También son conocidos sus ensayos sobre la condición femenina en defensa del derecho de las mujeres para acceder a la educación y a la creación literaria. Sin embargo, como sucede con las rebeldes femeninas, su figura se guardó en el baúl del olvido hasta gran parte del siglo XIX. Pero ¿quién fue sor Juana Inés de la Cruz?

Juana de Asbaje o Juana Ramírez, nació en 1648, en la población mexicana de Nepantla, en el distrito de Tepetlixpa. Fue una niña prodigio y una mujer de extraordinario talento, que empezó a generar controversia desde bien pequeña. Con apenas tres años aprendió a leer y a escribir, algo inédito, sobre todo ¡para una mujer!, pero gracias a su hermana mayor y a su maestra, a escondidas de sus progenitores, logró entrar al mundo de las letras. Se cuenta que, aun siendo niña, pidió que la vistieran de hombre y la registraran en la Universidad. Iniciativa que no fue aceptada por nadie. «Es demasiado», le dijo su hermana.

Su odio y desprecio por los varones proviene de la infancia, cuando su padre, el capitán Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, abandona el hogar sin haberse casado con su madre, Isabel Ramírez y desaparece para casarse con otra. Prontamente, su madre se hace amante del capitán Diego Ruiz Lozano, con quien procreó otros tres hijos. Las dos imágenes paternas de su infancia, tenían el rostro del abandono, la violencia y el abuso. Su progenitora, que ya tenía bastantes problemas, buscó la mejor opción para apaciguar los anhelos de su hija, enviándola con su abuelo al campo. Allí, Juana encontró el tesoro que buscaba: una enorme biblioteca que poseía el anciano. La hacienda rural le sirvió a la joven Juana Inés para aprender náhuatl, la lengua de los esclavos que allí trabajaban. Su afán por cultivarse se lo tomaba muy a pecho. Cuando estudiaba alguna lección, se cortaba un mechón de su cabello si no la había aprendido bien, pues consideraba que no era correcto «tener cubierta la cabeza de hermosura si carecía de ideas». Entre 1657 y 1659, cuando tenía ocho años de edad, ganó un libro al componer una loa en honor del Santísimo Sacramento. Pero con el tiempo, la infancia campestre era insuficiente para Juana Inés, ya conocida por su inteligencia y agudeza. Entonces la mandaron a Ciudad de México a casa de unos parientes acaudalados que la recibieron como allegada y donde conoció la soledad. No se sabe con exactitud si fue a los ocho años o hasta los trece o quince que se asentó en la capital de la Nueva España, pues poco se conoce de la infancia o de sus orígenes, más allá de lo que diversos biógrafos pueden asignar como «un cálculo aproximado».

En la capital aprende latín y entra a la Corte de México del virrey Sebastián de Toledo, marqués de Mancera. La virreina, Leonor de Carreto, una mujer de agraciada madurez, se apasionó con la atractiva y talentosa Juana de Asbaje, convirtiéndose en una de sus principales mecenas. En la Corte eran habituales las tertulias con teólogos, filósofos, matemáticos, historiadores, la predilección de Juana que, sumados a la protección que le brindaban los virreyes, marcaron decisivamente su producción literaria. Se hizo conocida por su inteligencia y talento, tanto que el virrey convocó a 40 sabios de distintas vertientes del conocimiento para que verificaran si era cierto lo que decía su esposa Leonor. La joven superó el examen de manera brillante, dejando perplejos a los eruditos. Como dama de compañía de Leonor, escribía sonetos, poemas y elegías fúnebres que eran bien recibidas en la sede real, también se le conocía como «la muy querida de la virreina». Se percibía en el ambiente el enamoramiento no correspondido hacia la deslumbrante adolescente, aunque al parecer, nunca sostuvieron una relación físico sexual.

A finales de 1666, el confesor de los virreyes, padre Núñez de Miranda, vislumbró un escándalo a través de las confidencias que la condesa le hacía durante el sacramento y convence a Juana Inés de entrar en una orden religiosa, valiéndose de su desprecio hacia el matrimonio. Eran reducidas las alternativas: casamiento, desprestigio, prostitución o ser monja. Se hizo religiosa no por vocación divina, sino para alimentar su conocimiento y poder escribir sin la persecución de la Inquisición.

Ingresó a las Carmelitas Descalzas en 1667, una orden de extrema rigidez, que no le daba tiempo para estudiar ni escribir, además estaba prohibido. El trabajo diario no le permitía dedicarse a lo que tanto deseaba. Resultado, se enfermó gravemente y, gracias a la predilección de la virreina Leonor Carreto, en 1669, ingresó a la Orden de San Jerónimo, donde la disciplina era más relajada, podía recibir visitas, además tenía una celda de dos pisos y sirvientas, para lo cual se pagaron formidables sumas de dinero a la Iglesia. Hizo estudios contables y formó una biblioteca de 4,000 volúmenes, convirtiéndose en una autoridad en el país. En este convento pasará el resto de su vida, 27 años, en que sobresalió, más que en ejercicio religioso, en la escritura y en la administración del convento, resaltando su fervor poético y su atrevimiento teológico.

La Iglesia católica la sometió a presiones para que abandonara toda inquietud ajena a la vida monástica. El amparo que le brindaban los virreyes, irritaba de sobremanera a Francisco Aguiar y Seixas, arzobispo de México, jerarca máximo y autoridad en la Nueva España, conocido por el desprecio que tenía por las mujeres. Sor Juana despide a su confesor, el padre Antonio Núñez de Miranda, por intolerante y feroz opositor de sus trabajos literarios, desatando la guerra con la jerarquía eclesiástica. ¡Cómo es posible que una mujer piense, escriba, publique y no se confiese! Es acusada en secreto, de insolente, atea, impía, arrogante, hereje y muchos otros calificativos que le hubiesen valido la hoguera si no estuviera bajo la protección real. Se comenta que el arzobispo Aguiar y Seixas, tenía recurrentes fantasías sexuales con sor Juana Inés, lo cual le generaba una enorme culpabilidad al sentirse poseído por Satanás, entonces besaba la cruz y se flagelaba, dándose azotes con un látigo de puntas afiladas que sólo usaba cuando la tentación era incontrolable.

En 1674, sor Juana Inés sufre otro golpe cuando el virrey Mancera y su esposa son relevados de su cargo y en el trayecto a Veracruz, muere Leonor de Carreto a quien sor Juana dedicó varias elegías como «De la beldad de Laura varios enamorados», refiriéndose a la virreina. Sor Juana siempre supo que era mejor estar dentro de la organización eclesiástica y contar con apoyos políticos poderosos, que la protegieran de los caprichos de arzobispos y confesores inescrupulosos. Esta vez se sintió desamparada ante las acusaciones del clero, que seguía insistiendo en erradicar los valores femeninos de la conciencia religiosa. Blasfemia, sacrilegio, hechicería, brujería y la lectura de libros prohibidos, eran delitos que estaban bajo la jurisdicción del Santo Oficio y que, según los especialistas de esta institución, sabían a herejía.

Seis años escribió camuflando sus letras de los inquisidores, hasta que, en 1680, para suerte de sor Juana, llegaron los nuevos virreyes españoles a México. Tomás Antonio Manuel Lorenzo de la Cerda y Enríquez de Ribera, III marqués de la Laguna de Camero Viejo (1638-1692), el 28o. virrey de Nueva España, junto con su esposa María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga (1649 - 1729). Para la bienvenida de sus majestades, el cabildo encomendó dos arcos triunfales, uno de los cuales, el de la Catedral, se le encargó a sor Juana Inés de la Cruz, llamado Neptuno alegórico, donde ella compara al nuevo virrey con Neptuno y a su esposa, María Luisa, con Anfitrite, la diosa del mar. La virreina, de treinta años, tres menor que sor Juana, quedó fascinada con los intensos y vivaces ojos negros que contrastaban con la suavidad de sus versos y la calidad de sus rimas. Se enamoró perdidamente de la monja, pero esta vez, el sentimiento fue recíproco. Sor Juana le dedicó más de cincuenta poemas a María Luisa exponiendo su amor por Lysi, como la apodaba para ocultar su identidad. La condesa buscaba cualquier pretexto para ir personalmente al convento a regalarle libros y fue ella misma la que publicó gran parte de su obra en España.

El romance fue un secreto cubierto de códigos clandestinos. Incluso, en uno de sus escritos, sor Juana da a entender que no quiere consumar su amor, pues obedece a sus votos de castidad, además la jerarquía de la aristócrata no le permitía mantener una relación con una plebeya, pero la inclinación de sor Juana por las mujeres se hizo más evidente en la relación con la condesa y, al parecer, su virginidad la perdió con ella. El libro Arrebatos Carnales del escritor mexicano Francisco Martín Moreno, está narrado por la virreina que precisa: «Tocó mi entrepierna, descubrió audazmente mis humedades… y en pocos momentos, nos desplomamos sin separar las bocas». Y como escribiría el poeta Charles Baudelaire: «Que procedas del cielo o del infierno, ¡qué importa! ¡Oh, Belleza!».

Durante el gobierno del marqués de la Laguna fue la época dorada de la producción de sor Juana. Escribió versos sacros y profanos, villancicos, autos sacramentales (El divino Narciso, El cetro de José y El mártir del sacramento) y dos comedias (Los empeños de una casa y Amor es más laberinto), que resultaron en 180 volúmenes de obras selectas. Su amada Lysi, esposa del marqués, contaba con todas las ventajas aduaneras para traer libros de la Europa progresista, en que venían un gran número de obras prohibidas, incluso en España. Pero este idilio comenzó a tener su final en 1686, cuando don Tomás dejó de ser el virrey de la Nueva España; sin embargo, María Luisa, gracias a sus buenos oficios, logró que permanecieran dos años más, sin representación oficial. Dos años que fueron de dolor y arrebato voluptuoso para las enamoradas, hasta que llegó la fecha de la partida definitiva. Se absorbieron recíprocamente y recopilaron la obra de sor Juana para publicarlas en España. Fue el final de un romance incomprendido y el principio de una persecución de la Iglesia cuya finalidad era una sola: reducirla al silencio y que no escribiera ni publicara más, ni escritos teológicos ni poesía mundana.

A principios de 1695, estalló una epidemia de tifus que causó devastación en toda la capital, especialmente en el Convento de San Jerónimo, donde morían la mayor parte de las religiosas. Sor Juana Inés cae contagiada mientras colaboraba con las monjas enfermas y, a las cuatro de la mañana del 17 de abril de 1695, a los cuarenta y seis años, fallece esta gran artista mexicana, erudita, autodidacta, que desafió los privilegios de los hombres y se transformó en una de las escritoras más prolíficas del siglo XVII. Casi 300 años después de su muerte, en unas excavaciones ordinarias en el centro de la Ciudad de México, encontraron sus restos.

El Premio Nobel mexicano, Octavio Paz, decía que sor Juana Inés de la Cruz se hizo monja para pensar. Felizmente su obra, que abarcó géneros tan variados como poesía, teatro, estudios filosóficos y musicales, continúa, tres siglos después, extraordinariamente viva entre nosotros y su legado sigue siendo reconocido a nivel mundial. Según la escritora norteamericana, Dorothy Schons, sor Juana es una de las primeras víctimas del feminismo, Octavio Paz agrega que no fue por su saber, sino que fue perseguida por ser mujer.

Notas

Musacchio, H. Diccionario Enciclopédico de México.
Paz, O. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe.
Moreno, F. M. Arrebatos carnales.