Mis vivencias musicales demuestran que siempre he llevado a España tejida en el corazón.
En estos días cumplí dos años en España. Nunca lo soñé y nunca lo planifiqué. La feroz dictadura que agobia a mi país me arrancó de cuajo del terruño y me sembró en esta hermosa tierra que me ha acogido y a quien estoy aprendiendo a amar, mucho después que aprendí a amar su música.
Cuatro años atrás, en momentos de nostalgia y bajo el cielo caraqueño, escribí unas líneas que nunca publiqué. Allí narraba mis vivencias musicales de toda la vida, la inmensa mayoría de ellas ligadas a España y, a medida que recordaba y escribía, me daba cuenta de que siempre tuve a España en el alma a través de la música. Hoy, mientras escribo estas líneas bajo el cielo madrileño, percibo que fue una premonición.
Me tomaré la libertad de reproducir lo que entonces escribí con unos cuantos añadidos.
Tenía menos de diez años cuando llegó a casa el disco El último cuplé. Debo admitir que me aprendí de memoria todas las canciones del disco y aún hoy imagino a Sarita Montiel en la plaza de toros lanzando su relicario al ruedo o fumando mientras espera al hombre que ella quiere. Luego me atrapó «La violetera» y hace poco me llevé una grata sorpresa cuando un amigo me mostró la estatua que Madrid le dedicó a este personaje.
En esa misma época la imaginación me situó «En un pueblito español» de la mano y la voz de Joselito, con quien también cabalgué en su caballo que llevaba «Doce cascabeles» por la carretera. No me perdí ninguna de sus películas y de ellas apenas recuerdo sus canciones.
Mi hermano mayor compró en una oportunidad un disco de Juan Legido y los Churumbeles y todavía hoy no puedo evitar que mis manos palmeen al son de «El beso» o el «No te puedo querer».
De joven soñé los sueños de Serrat. Aprendí de su homenaje a Machado que «se hace camino al andar» y hoy sigo andando, como el poeta, por nuevos caminos lejos del hogar.
¿Cómo evitar acompañar los recuerdos y los amores de juventud con las canciones de Sabina, de Iglesias, de Perales?
Raphael marcó una etapa muy importante y guardo muchos recuerdos asociados con sus canciones. Tuve la dicha de asistir a uno de sus conciertos en Caracas, en compañía de mi esposa, y sus canciones cobraron una nueva vida impregnada de la energía impresionante que brota de su garganta y de su humanidad.
Uno de los regalos de boda que recibimos fue una invitación a un tablao flamenco. Quedé prendado por el arte de su cante, toque y baile en vivo y reviví aquella experiencia en nuestra primera visita a la península. Me he dado cuenta de que el cante jondo me llega muy hondo.
Un capítulo especial merece el pasodoble. Confieso que nunca he sido un bailador, pero cuando se me atraviesa uno de ellos, se activa un resorte mágico que me impulsa a la pista de baile. Recuerdo que el maestro Billo Frometa comenzaba todos sus bailes con un pasodoble, sabiendo que pocos se quedarían sentados. También evoco el efecto de este género en las corridas de toros que disfruté mientras los matadores criollos y españoles se jugaban la vida en el ruedo. Alfredo Sadel, considerado como el intérprete popular y lírico más importante en la historia musical venezolana, fue un insigne intérprete del género. De hecho, su primera grabación fue un pasodoble, «Diamante negro», de su inspiración, que vendió la cantidad de ¡20,000! copias, una cifra excepcional en la década de los 50. Sus interpretaciones de «Granada», «Toledo», «Silverio Pérez» y muchas otras son piezas clásicas que no me canso de escuchar.
Me llené de orgullo al enterarme, muy joven, de que la canción «Píntame angelitos negros» tuvo un resonante éxito en España, tan lejana pero tan cercana, en la interpretación del cantor cubano Antonio Machín y las innumerables versiones que siguieron. He constatado que pocas personas de mi generación en España conocen que la canción, que recuerdan con mucho cariño, está basada en un poema del gran poeta venezolano Andrés Eloy Blanco.
Años después, también me enorgullecí al saber que el gran éxito mundial de Los del Rio, «La Macarena», fue inspirada en Caracas por una hermosa compatriota bailarina de flamenco, Diana Patricia.
«Tenderete» me transforma en canario todos los sábados cuando percibo como propias las isas, las folías, las malagueñas y todos los ritmos de las siete islas. Me emociona escuchar tantas canciones venezolanas en las voces de cantores y conjuntos canarios, prueba inequívoca del fuerte vínculo que une a nuestros pueblos. Me conmueven muy especialmente las interpretaciones del joropo venezolano «Alma llanera», suerte de segundo himno nacional, y del pasodoble «Islas Canarias», símbolo musical de las islas.
Me estremece la potencia lírica de Domingo, de Carreras, de Krauss, entonando piezas universales o las canciones de ellos y de nosotros.
Me eriza la piel el regalo que Herrero y Armenteros le hicieron a mi patria, hija legítima de España, aunque hoy algunos pretendan negarlo. Su canción, «Venezuela», es una de las pocas cosas que emociona por igual a cualquier compatriota, no importa su línea de pensamiento.
Mis ojos se humedecen cada vez que escucho el sentido homenaje de Alberto Cortez a «El abuelo» emigrante. Algún día no muy lejano estoy seguro de que algún nieto de origen venezolano escribirá una canción igual de hermosa, hablando del abuelo que sueña con cualquier paisaje de la patria que lleva en el alma y no volverá a ver.
Fui testigo del nacimiento de la Orquesta Cruz Diez en Madrid, formada por miembros de El sistema, hermoso proyecto humano y musical nacido en democracia, que hoy riega las agrupaciones musicales del mundo entero con sus hijos emigrantes. Suelo reconocer en las calles y en los subterráneos de Madrid el ritmo inconfundible de compatriotas que alegran la cotidianidad con sus instrumentos musicales y sus voces llenas de nostalgia y de esperanza.
Siento que la magia de la música contribuye, a través de sus hilos, a la unión de nuestros pueblos. Música de acá y de allá, que va y viene, y nos advierte que somos, como ella, de acá y de allá.