De niña, alguna vez como tú, embelesada miraba las mariposas, sus colores, sus alas que me hablaban de libertad. Alguna vez quise ser mariposa y recorrer todos los caminos para descubrir la belleza y bondad que resplandecía en ellos. También tuve entre mis brazos un hermoso gato amarillo, con largos bigotes. Yo lo cogía y metía en mi cama por las noches a escondidas de mi madre; sé que no estaba bien hecho, pero yo quería estar cerquita de mi gato. Un día, mi gato, que todos los días salía a pasear por la calle, no regresó. Me escondí detrás de un sillón a llorar la muerte de mi gato, porque tristemente mi gato murió. Yo sentí como si todas las alas de las mariposas hubiesen desaparecido de la faz de la Tierra. Empecé a conocer el dolor.
Pasaron los años, salí de mi escondite de detrás del sillón, entré a la escuela y fui muy feliz, porque descubrí la bondad de la vida también en el rostro de mi maestra, que todos los días me enseñaba a descubrir el mundo, a amar la vida por encima de todo y a querer a todo ser vivo que mirara en el sendero. Ella, además de mis padres, me enseñaron la palabra bondad.
En mi niñez lloré mucho también, se rompió mi rodilla varias veces cuando jugaba y caía; a veces, no sacaba las notas deseadas o peleaba con mis hermanos, pero siempre encontré la sonrisa de mi madre acurrucándome en mis pruebas.
Yo volví a perseguir mariposas, a cazar insectos por el monte, para luego mirar y curiosear sus colores y sus formas. Pero… una tragedia asomaba a nuestra vida, a nuestra familia. Yo tenía dos papás, mi papá y uno de mis hermanos mayores, él ayudaba a papá en sus obligaciones paternas, económicas y en nuestra guía y educación. A pesar de que mi hermano a veces me castigaba, sentándome en una silla por quince minutos cuando no le hacía caso a mamá, yo lo amaba, lo amaba mucho… pero él también murió. Tenía solo 26 años, pero murió ahogado en el mar. De nuevo volvió el dolor, sentí como si todas las mariposas hubiesen muerto también.
Luego el tiempo pasó, aunque la herida de su muerte nunca sanó, yo recuerdo las cosas bellas de él, sus ojos azules, su sonrisa y su inteligencia, pero sobre todo su bondad.
Ustedes, niños sirios, viven momentos difíciles que no se pueden explicar. A su edad, uno no puede creer en la maldad. Ante su tragedia, yo guardo silencio respetuoso. Sé que pasan grandes sufrimientos, como también yo, de una manera diferente, alguna vez los sufrí, pero ante todo y sobre todo les pido, nunca dejen de creer en ustedes ni dejen de sorprenderse ante las cosas sublimes de la vida, como las alas de las mariposas en búsqueda siempre de libertad. Aunque crean que todo está perdido, piensen que aun en la más profunda oscuridad podemos encontrar aunque sea un hilo de luz.
Desde Costa Rica les envío mis mejores deseos para que en Siria reine de nuevo la paz.