En el pasado duelo de La Liga entre Cádiz y Valencia, hubo un incidente entre un jugador del equipo andaluz, Juan Cala, y otro del valenciano, este un jugador francés de color, Diakhaby, en el que el primero desquició al segundo con un insulto racista. El partido se paró con todo el cuadro levantino dejando el campo y volviendo sin el jugador insultado, que se negaba a jugar y fue substituido. Entonces iban 1 a 1. El presunto infractor, pudo continuar sin ningún problema y acabó el partido, que su equipo ganó por 2 a 1 con un gol en los últimos minutos.
No es el primer caso de racismo en el fútbol en los últimos años. Ni de lejos. Y hay muchas quejas sobre la tibieza de las acciones tomadas como represalia en estos casos, ya que ningún partido se ha suspendido o aplazado por ello ni tampoco se recuerdan tarjetas rojas. De hecho, el único caso de suspensión o aplazamiento de un partido por insultos se produjo en Vallecas en 2019 por los insultos de la grada del Rayo, tradicionalmente obreros y de izquierda, al jugador ucraniano Zozulia, del Albacete, por su supuesta filiación a la extrema derecha y al neonazismo. Los aficionados vallecanos, que bloquearon la llegada del ucraniano al equipo hace varios años, lo acusaban en sus cánticos de ser nazi.
El racismo está muy instalado en un mundo del fútbol en el que a menudo florecen ciertas tendencias retrógradas en los propios futbolistas, que tan solo son un reflejo del nivel cultural de nuestra sociedad. Lo cierto es que, en el deporte profesional, los deportistas están expuestos a encontrarse con otros profesionales de todo el mundo y debería ser muy natural coexistir o competir contra gente de otras etnias o razas, pero, bajo presión y en caliente, salen actitudes escondidas, quizá las auténticas personalidades de los individuos. Quizá solo sea una forma más de atacar, dañar y cabrear al rival, como el célebre insulto a las madres, y no sea realmente un racismo como creencia, sino que esa diferencia del color de piel es otra herramienta para ganar la batalla moral cuando hay piques.
Pero, la verdad es que sí existe la sensación de que, a nivel institucional, se sigue minusvalorando un problema que puede ser más importante de lo que los dirigentes se creen, puesto que parecen pensar que no hay ningún tipo de racismo real en la sociedad, pero la verdad es que, lo haya o no, mucha gente ya reclama actuar duramente contra él, en lugar de permitirlo y enviar el mensaje de que no es malo insultar a otro por tener un aspecto diferente, si se hace en un momento puntual. Es el tipo de mensaje que puede suponer el germen del racismo, si es que este no existe ya. Y es que, se da la cruel ironía de que, bajo el paraguas de la tolerancia, las actitudes, ideologías y creencias más intolerantes están creciendo y ganando adeptos en los últimos tiempos. En muchos países. Y eso lleva a nuestras sociedades a oscuros tiempos pasados.