Tragedias, dramas, comedias y hasta guerras se han protagonizado entre acreedores y deudores. En torno a estos complicados asuntos encontramos, en la literatura, algunas de las obras más celebradas de autores como Balzac, Moliere, Dickens, Quevedo, Lope y, desde luego, Shakespeare. Una muy conocida es El Mercader de Venecia en la que Shylock, el prestamista, pretende cobrarse con una libra de carne, de corazón, la deuda impagable de un comerciante que naufraga. En el caso de México, la «moratoria» que Juárez declaró en 1861 nos llevó a la guerra con la Francia de «Napoleón el Pequeño». Este impuso luego al «Emperador» Maximiliano de Habsburgo, episodio que culminó felizmente con la ejecución del austriaco quien, al igual que su mujer loca, nunca acabó de saber dónde estaba (sobre esta dramática historia leer Noticias del Imperio, de Fernando del Paso).
Hay, como bien sabemos, múltiples y diversos tipos de deudas: individuales y grupales, personales y colectivas; pequeñas y enormes, internas y externas; nacionales e internacionales; hay incluso «deudas hereditarias», postmortem. El estatus socioeconómico de personas, empresas y naciones se evalúa en muchos casos por su situación patrimonial («cuánto tienes, tanto vales») Activos, pasivos, antecedentes, récords, archivos y deudas son elementos a considerar para soltar o recuperar créditos y dineros, tarea que al nivel de naciones en nuestros días llevan a cabo las llamadas «Calificadoras Financieras».
Es larga y antigua la historia de bancos y banqueros, de deudores cumplidos, morosos, insolventes, quebrados, fraudulentos; de acreedores voraces. Es difícil imaginar cómo sería el mundo sin dinero, sin crédito, sin moneda de papel o metálica… sin deudas. Desde el oro y la plata hasta la piedra, el barro, el cacao, los medios de intercambio han sido parte de la adquisición, producción y comercio de todo tipo de bienes y servicios en todas las épocas y civilizaciones. Gordon Childe asegura que, desde la prehistoria, el comercio nunca reconoció fronteras. Y el dinero, además de un medio de intercambio, llegó a ser él mismo una mercancía, la «mercancía por excelencia».
Si las deudas externas, lo mismo de naciones ricas (p. ej., de EE. UU.) que pobres, son técnica, económica y políticamente impagables ¿por qué y para qué se siguen incrementando por el crecimiento exponencial de los intereses? La explicación más sencilla y directa es que, para los países pobres, el pago de los intereses de la deuda es en realidad una exacción, un impuesto o tributo que los neocolonizadores imponen a los colonizados (todavía, a estas alturas de la historia), a través de mecanismos financieros diseñados con ese fin. En cuanto a los países ricos, si son ellos sus propios deudores y acreedores, y quienes además controlan las instituciones financieras internacionales ¿a quién y para qué pagar?
Un copioso arsenal de obras económicas y políticas sobre crédito, banca, préstamos y deudas llena las bibliotecas. Y en nuestros tiempos digitales ¿quién y cómo se ocupa de esos asuntos, referidos todos, al fin de la jornada, a la acumulación originaria y a la reproducción de capitales, mayores y menores, independientemente de regímenes políticos y modelos económicos? El tema es tan actual y tan vasto que podríamos llenar este espacio con cifras y datos que una legión de «expertos» financieros producen diariamente. Sin embargo, lo que tiene sentido es evaluar y proponer algunos modos de abordar esta compleja problemática, justamente puesta de relieve con motivo de la crisis sanitaria y económica de la COVID-19.
Para hacer efectivos los medios de presión directa e indirecta sobre un gran número de países deudores hace 77 años, en 1944, en Bretton Woods (Estados Unidos) se creó el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Desde entonces, las dos instituciones desarrollaron una amplia red de filiales, como La Sociedad Financiera Internacional (SFI); la Agencia Multilateral de Garantía de Inversiones (AMGI); el Centro Internacional de Arreglos de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI); a las cuales habría que agregar el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Sería un largo periplo recorrer la historia y los personajes que han estado al frente del BM y el FMI, como McNamara (1968) o Holfowitz (2005), exsecretarios de Defensa y del Tesoro de los EE. UU. Pero es útil actualizar algunos datos que muestran con claridad a quiénes representan y cuáles son los intereses en juego. Por ejemplo, en un amplio artículo reciente el cadtm refiere las peripecias de los cambios de directivos. Para no ir demasiado lejos y atrás, podemos mencionar la secuencia de los últimos cuatro «personajes» al frente del Banco Mundial: Paul Wolfowitz (2005-2007); Robert Zoelick (2007-2012); Jim Yong Kim, también estadounidense, 12o presidente del Banco Mundial (2012-2019); David Malpass (13o, 2019). Pero antes que ellos, con influencia decisiva en la definición y operación de las instituciones financieras internacionales, públicas y privadas, algunos «notables» fundaron en 1997 un grupo de presión neoconservador denominado PNAC (Project for a New American Century o Proyecto para un nuevo siglo americano), del cual también formaron parte Donald Rumsfeld (secretario de Estado de Defensa en 2001), Dick Cheney (patrón de Halliburton en esa época y vicepresidente de Estados Unidos en 2001), Jeb Bush (hermano de George W. Bush), Richard Perle y Robert Kagan.
¿Cómo ha afectado la actual crisis en materia de créditos y deudas a los países del Norte y a los del Sur? Ante la muy reconocida polarización de riqueza y pobreza a nivel mundial, ¿cómo se enfrenta ante el BM, el FMI y el BID el extraordinario incremento del pago de intereses? ¿Quién tiene dinero propio o prestado o crédito para producir, comprar y vender alimentos, manufacturas, tecnologías y ahora vacunas para hacer frente a los nuevos gastos originados por la pandemia? ¿Qué países se irán primero o después a la bancarrota?
El hecho indiscutible ante una emergencia sanitaria y económica que no acaba de pasar es que, una vez más, «los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán», según reza un coro infantil. Sin capacidad de decisión y de acción efectiva, los organismos de la ONU responsables en materia de salud se han visto ampliamente rebasados; y los económicos y financieros, como bien sabemos, actúan en realidad al margen del sistema. No hay capacidad técnica ni financiera, ni voluntad de los países más fuertes, para acometer e impulsar un plan de acción global. No hay un gobierno mundial. Y todo indica que no lo habrá en un lapso de tiempo impredecible. ¿Qué hacer?
Por lo pronto, en lo inmediato, al incrementarse exponencialmente por el anatocismo (la acción de cobrar intereses sobre los intereses de mora derivados del no pago de un préstamo, también conocido como capitalización de los intereses, define Wikipedia) las llamadas «deudas externas» de los países más desiguales, marginales y excluidos del mundo —si bien muchos de ellos no pueden aspirar siquiera a ser considerados como “sujetos de crédito”— parecieran no dejar ninguna alternativa para cambiar las condiciones de vida de sus habitantes; las ahora llamadas «masas inútiles». Sin alimentos, sin vacunas, a este paso y ante todas las evidencias previsibles, los bancos y los gobiernos acreedores pronto podrían no tener ya a quien cobrarle. Y, no obstante, la experiencia nos muestra que los más poderosos con vocación imperial cobran sus deudas extrayendo o explotando directamente los recursos naturales de los deudores (petróleo, gas, minerales, agua, bosques maderables).
Eric Toussaint, autoridad mundial en la materia, quien ha investigado extensamente sobre la «impagabilidad» de las deudas externas de la gran mayoría de países del Sur, ha escrito:
Los Estados pueden decretar de manera unilateral la suspensión del pago de la deuda, respaldándose en el derecho internacional y especialmente en tres argumentos: 1. el estado de necesidad, 2. el cambio fundamental de circunstancias y 3. la fuerza mayor.
Las razones y los argumentos son múltiples, pero la lógica de ambas partes, acreedores y deudores, es implacable: «Me pagas o me cobro con tus recursos naturales», dice el fuerte. «No tengo para pagarte, resistiré», dice el débil. Así, mientras aumentan los intereses, esto que parece un juego absurdo y hasta cómico no lo es ya que tiende a ser trágico. Al dar a conocer el Informe sobre Financiamiento para el Desarrollo Sostenible 2021, la subsecretaria general de la ONU, Amina Mohammed, afirmó que la economía global ha experimentado la peor recesión en 90 años, con los segmentos más vulnerables de las sociedades afectados de manera desproporcionada:
Se estima que se han perdido 114 millones de puestos de trabajo y alrededor de 120 millones de personas han vuelto a sumirse en la pobreza extrema… La respuesta sumamente desigual a la pandemia ha ampliado las ya enormes disparidades e inequidades tanto dentro de cada país como entre los distintitos pueblos y naciones. La cifra histórica de 16 billones de dólares en fondos de estímulo y recuperación que los países han puesto para superar la crisis del coronavirus ayudaron a evitar los peores efectos, pero menos del 20% de esa suma se gastó en países en desarrollo. Alrededor de la mitad de los países menos adelantados y otros países de bajos ingresos estaban en alto riesgo o con problemas de endeudamiento antes de la COVID-19 y, con la caída de los ingresos fiscales, la pandemia ha disparado los niveles de deuda.
¿Hasta qué punto ha disparado la pandemia «los niveles de la deuda»? He aquí un problema que no se debe menospreciar. Atendiendo a todos los grupos de ingresos, se espera que hasta ahora «la deuda represente 274 por ciento del PIB global». En África las cosas andan mal, muy mal. Pero en América Latina no son mucho mejores. En ese continente, con un 8.4% de la población mundial y una caída de 7.7% del PIB en 2020 se concentró el 30% de las muertes por COVID-19 a nivel mundial. La región, por lo demás, sigue siendo «la más endeudada del mundo».
Como en tiempos de los antiguos romanos y señores feudales, los nuevos imperialistas no han cambiado mucho el esquema; cobran tributos con ambas manos, en una la cruz y en otra la espada. Por hambre o por guerra, «si no pagas te mueres» ¿Cómo pagar? ¿Con qué pagar? Recordemos que hay deudas públicas y privadas, internas y externas. Ante unas y otras, implacable, el capital no descansa. El obrero es una máquina productora. El propietario privado y el Estado deudor reúnen las plusvalías. El Estado y los acreedores las recaudan y las concentran. Ya integradas al capital, vuelven a prestarlas, las reproducen. No se abandonan los criterios fundamentales de los dueños del dinero. Las «soluciones» siguen yendo por las mismas líneas y criterios establecidos. En el Informe de 2021 de la ONU ya mencionado se sugiere, entre otras formas, para abordar el desafío:
Proporcionar financiación a ultra largo plazo, por ejemplo, más de 50 años, a los países en desarrollo, a tasas de interés fijas, para aprovechar las tasas de interés históricamente bajas actuales.
Reorientar los mercados de capitales hacia la alineación con el desarrollo sostenible eliminando, por ejemplo, los incentivos a corto plazo a lo largo de la cadena de inversión.
Uno se pregunta ¿qué viabilidad puede tener la aplicación de medidas como estas cuando, después de las últimas cuatro décadas, el neoliberalismo ha llevado a la parálisis económica y a la extrema pobreza a la mayoría de los países del Sur. ¿Cabe o no, más bien, por una lógica elemental de resistencia y de sobrevivencia, impulsar decisiones que podríamos llamar no institucionales, sino cruda y netamente «políticas», de abierta rebeldía y de franco rechazo al pago de las deudas externas? Como bien lo señala Toussaint, aunque aún no han logrado la suficiente coordinación política, un amplio espectro de líderes mundiales han suscrito el rechazo de la deuda. Pero la pregunta subsiste: ¿por qué no se atreven a poner en práctica, ya, ahora, tan justificada y legítima decisión política? ¿Qué tan razonables y válidas pueden ser las precauciones para no hacerlo? No se trata solo de suscribir y declarar, sino de decidir y actuar con el más amplio respaldo y movilización de sus propias bases sociales, es decir de sus pueblos.
La petición de la suspensión del pago de la deuda o de su anulación está de nuevo en primer plano con ocasión de esta crisis sanitaria mundial.
A mediados de marzo de 2020, una decena de expresidentes de América Latina habían hecho un llamamiento en ese sentido. El 23 de marzo, una amplia mayoría de la Asamblea Nacional de Ecuador pidió la organización de una unión de gobiernos de América Latina para suspender el pago de la deuda. A fines de marzo, los representantes de la CEMAC (Comunidad económica y monetaria de los Estados de África Central, que reúne a seis países) pidieron la anulación de la deuda exterior de sus respectivos países. El 4 de abril, el presidente senegalés Macky Sall demandó la anulación de la deuda pública de África.
Todo lo anterior no pasaría de ser meramente anecdótico, si no fuera porque se trata de hechos indudablemente graves y verificables que nos enfrentan a la necesidad de actuar. El único factor económico que nunca descansa, es el dinero. ¿Qué hacer cuando solo se almacene y no se ponga a circular? Si no alcanza a pagar siquiera sus propios intereses mínimos, ¿tendrá que enfrentar una última realidad: la bancarrota, no de los pequeños deudores de abajo sino de los grandes acreedores de arriba? ¿El dinero (la merde de diable, como escribió Leon Bloy) habrá perdido todo su valor y nadie lo querrá? ¿Puede una vez más la realidad superar a la ficción? Esperemos que esto ocurra más pronto que tarde. ¿Volver al trueque, a la feliz prehistoria del rousseauniano «buen salvaje»? ¿Por qué no?