A poco más de cien kilómetros de Phoenix, sobre terrenos silvestres y bajo los cielos profundos, se encuentra Arcosanti. No es una ciudad como otras, mucho menos un poblado en el que hagan vida un puñado de personas. Por un lado, están los que la consideran un oasis, un refugio al vacío que se respira en la moderna experiencia urbana. Por otro, quienes la toman por la fantasía de una mente demasiado consumada para su propio bien.
Si se aproxima a ella desde la carretera que conecta a la capital de Arizona con el desierto, se asoma por el horizonte como la maqueta de una ambición que no terminó de construirse. Sus fachadas conservan los tonos de la arena y la piedra que la rodean, sus medias cúpulas recuerdan la paz de los templos. Un aire de religiosidad cuelga sobre ella, en parte, por su pinta a cenobio de vanguardia. También por las pretensiones detrás de su creación.
Quien la soñó fue un italiano. Se llamaba Paolo Soleri, rápido en el pensar y con el encanto de un actor. Venía de Turín, y, tras graduarse del Politécnico de esa ciudad, marchó a los Estados Unidos para ser aprendiz de Frank Lloyd Wright. Ocurrió en 1947, pero la relación se vino abajo dos años más tarde, según rumores, por una riña de egos. Conocido es el carácter del poderoso arquitecto que gobernaba sobre Taliesin West. Despreciaba las blandezas de subordinados y la arrogancia de clientes, aún más las vanidades del pequeño turinés.
Aunque la estadía con Lloyd Wright concluyó en amargura, la experiencia hizo mucho por definir la carrera de Soleri. Para ese entonces, contaba con cierto prestigio tras la firma de The Beast, un puente de concreto armado que le ganó mención en The Architecture of Bridges, publicado por el MOMA de Nueva York en 1948. Parecido a la musculatura elegante de un animal de caza, la estructura insinuaba ya los intereses estéticos y prácticos que Soleri desarrollaría años después.
La experiencia de la ciudad americana no fue de su agrado. El sprawl, esa dispersión del espacio urbano que se come el paisaje, le parecía de lo más vulgar: con sus viviendas anónimas y de hipoteca sin fin, sus parques y plazas que hacen poco para fomentar el desarrollo del individuo y la comunidad, entre grandes urbanizaciones sin más prospecto que estancar la experiencia humana en el aquí y ahora. Para Soleri, el modelo americano no era más que una madriguera de productores y consumidores contentos con ver pasar los días, un derroche de recursos que amenazaba en ser un tumor sobre la piel de la Tierra.
Terminada la colaboración con Lloyd Wright, Soleri pasó una temporada de vuelta en Italia, donde diseñó la fábrica de cerámicas Solimene, una esponja de mar modernista que se levanta en Vietri sul Mare. Aplicó ahí el formalismo orgánico que en ese entonces le interesaba y el funcionalismo abierto que le intrigaba, aprendizaje que llevó de regreso a Arizona para construir Cosanti, la casa-estudio que compartió con su familia desde 1956. A mitad de camino entre caverna y vivienda, fue también el laboratorio donde desarrolló su modelo de la ciudad ideal.
Aunque publicó Arcology: the city in the image of man en 1969, las ideas en esas páginas nacieron, en parte, de las diferencias con Lloyd Wright veinte años antes. Mientras que el americano apostaba por un modelo de ciudad extendida y de residencias monofamiliares, el italiano las imaginaba compactas y de mayor valor social, autosuficientes y rodeadas de terrenos vírgenes en los que cada habitante disfrutara de experiencias urbanas y naturales que potenciaran el desarrollo personal y colectivo. Los ideales de Soleri no tenían mucho espacio en los ambientes del individuo único y aislado que se fomentaban en esos tiempos.
Tal ciudad, como aparece en las páginas de su libro, es la «arcología». Nace de dos vocablos, «arquitectura» y «ecología», y sintetiza las fuerzas que Soleri percibía como motoras del crecimiento humano: la tecnología del entorno construido y el ámbito natural en el que este se integra. Es una macro unidad urbana que contiene en ella misma todo lo necesario para existir con una mínima huella de carbono. Los alimentos se producen in situ por los habitantes, quienes también fabrican y montan la materia prima de sus estructuras. Una arcología funcional es un organismo que se mantiene a sí mismo con la ayuda de sus integrantes sin necesidad de recursos externos. Es un entorno al que la labor de sus ciudadanos da un valor agregado; una forma más participativa de aproximarse a la vivienda y la ciudad que recuerda a los kibutz en Israel.
Esta relación entre la ciudad y las manos que la construyen para vivirla nació de la lectura que Soleri hizo de Pierre Teilhard de Chardin, aquel paleontólogo francés, hermanado en la Compañía de Jesús, quien desarrolló modelos con los que intentó unificar la certitud científica con las sutilezas de la fe. Para él, la evolución de las especies emerge del marco mayor que abarca el desarrollo de la consciencia y la búsqueda del significado. La diversidad biológica, pensaba de Chardin, resulta de la ortogénesis, una función teleológica que lleva a la vida por las grutas de la prueba y error, hasta alcanzar mayor complejidad material y sofisticación mental. El objetivo de la historia, creía, se encuentra en un máximo grado psíquico y espiritual, un punto omega que florece a lo largo de las eras y culmina al final del tiempo: las bases para una religión cósmica.
Para Soleri y de Chardin, el humano representaba la entidad más compleja de la Tierra, pero tan solo un eslabón en la larga cadena del ser. Mientras que el jesuita apoyaba su tesis en la aparición de la cultura, el pensamiento y la moral, el arquitecto se basaba en el desarrollo histórico del espacio constructivo como un espejo de dicha sofisticación; un hábitat a semejanza del hombre que modifica su espacio y condiciones para crecer rumbo a las estrellas.
Poco después de la publicación de Arcology: the city in the image of man, Soleri dio charlas y seminarios por todo el país. Sus dibujos y maquetas proyectaban estructuras que crecían como hongos cibernéticos, grandes construcciones mantenidas por ciudadanos comprometidos con el planeta y la evolución de la humanidad. Eran los primeros días de la exploración espacial y las ideas de Soleri parecían las fantasías de universitarios aficionados a la ciencia ficción. Pronto, atrajo a la audiencia indicada. Su fama como teórico creció por los Estados Unidos, el enfant terrible que soñaba más grande, más democrático, que el malhumorado Lloyd Wright. En ese entonces, Soleri se ganaba la vida como diseñador industrial; había aprendido a sacar provecho de las técnicas artesanales adquiridas durante el diseño de la fábrica de cerámicas Solimene. Se especializó en fabricación de campanas de viento, las mismas que actualmente llevan su firma y se venden en Arcosanti, el proyecto por el que es más recordado.
La primera piedra de esta arcología se colocó en 1970, en el desierto al norte de Phoenix. Las placas de sus paredes se mezclan con la paleta del entorno, utiliza los materiales y la geometría para refrescarse en verano y calentarse en invierno, no hay avenidas atestadas de autos, sino sistemas de pasillos y escaleras. Tampoco hay residencias lujosas, más bien apartamentos comunales. Su tamaño es tal, que se puede caminar de casa al sitio de trabajo en menos de veinte minutos. En un inicio, Soleri pretendió una estructura autosuficiente en la que vivirían 5,000 personas, pero nunca llegaron a ser más de 80. Las realidades de la economía y los límites de la ambición no tardaron en pesar sobre las aspiraciones. Al día de hoy, menos de un 10% de la proyección original se ha completado.
El dinero nunca ha abundado en Arcosanti. Aunque las parcelas se adquirieron gracias a un préstamo, quienes comenzaron a construirla fueron amigos y admiradores que no se molestaron por cobrar los sueldos que el arquitecto no podía pagarles; nada de lo cual fue un impedimento para continuar con el trabajo. Soleri se había marchado de Phoenix para vivir en la pequeña ciudad experimental, por lo que trabajar gratis significaba rozarse con el genio en persona. Siempre existirán quienes no tienen problemas en someterse a la voluntad de una personalidad sobrada de carisma.
En sus primeros años, Arcosanti atrajo a suficientes inconformes dispuestos a dejar el alma por los ideales de Soleri. Desde artistas y diseñadores, hasta estudiantes y amas de casa, todos encontraron destino en los campos donde se recogían los alimentos, en los talleres de forja, o en la fabricación y vaciado del concreto. Algunos se quedaron unos meses, otros siguen ahí; hippies viejos sin un lugar mejor a donde ir. Con la Vía Láctea que cuelga sobre sus cabezas cada noche, y el trabajo que justifica su estancia en la ciudad del futuro, todo el que ha pasado por Arcosanti ha encontrado, además de un modelo de vida, la razón para seguir adelante con la propia. Incluso a expensas de la banal tiranía de Soleri, cuyas maneras y tratos laborales con terceros no eran del todo distintas a las del viejo Lloyd Wright.
Las ambiciones del soñador no excusan las flaquencias del hombre. Era vanidoso, pero falto de confianza en él mismo. Decía estar comprometido con el bienestar del planeta, pero incapaz de cumplir algunas de sus propuestas para preservarlo. Presumía de humildad, pero no aceptaba la crítica de amigos, mucho menos comprometer detalles de su grandiosa visión. Quienes le rodearon pretendían no enterarse. Un culto a la personalidad se coció durante décadas por todo Arcosanti, permitiendo así las peores fallas del arquitecto; desde lo mezquino hasta el abuso de poder, interrumpido de tanto en tanto por caídas en los valles más negros de la decepción. En una ocasión confesó que, de haber sospechado las complicaciones contra las que se enfrentaría, jamás habría intentado construir la arcología. Dejó atrás al mundo con 93 años y sin ver concluida la obra maestra.
Su muerte no significó el fin del trabajo. Arcosanti continua de pie y sigue recibiendo a todo quien quiera ayudar a completarla, incluso si la visión original parece ingenua comparada con propuestas más contemporáneas. Se mantiene gracias a la venta de las campanas de viento Soleri, hechas de bronce y cerámica, que pueden adquirirse en línea o en la tienda de souvenirs. También gracias a los ingresos de sus talleres internacionales para la conservación y las ciencias ambientales, a la organización de conciertos de música electrónica y el turismo de Airbnb, a la mensualidad que pagan sus residentes, temporales y permanentes, con la fuerza de su trabajo. Aun así, es mejor no hablar sobre la ambición de verla terminada algún día.
Rara es la ocasión en que el futuro es como se imagina, y casi todas las fantasías urbanas y tecnológicas terminan por revelarse como meros destellos que iluminan los anhelos de la especie. Puede que esto diga más sobre nuestra condición que cualquier otro modelo del destino que nos espera en los lodos del planeta, o en el aliento de las estrellas. «Somos la evolución que se ha vuelto consciente de sí misma», escribió de Chardin, «y, a través de nosotros, el Universo ha desarrollado un espejo con el cual mirarse».