Los vientos políticos están cambiando definitivamente en Sudamérica y soplan desde el sur. Argentina, Bolivia, Ecuador ya han dejado atrás a gobiernos de derecha y esperamos que la ola de cambios sople por todo un continente que, en medio de la peor pandemia de las últimas décadas, no tiene una instancia de diálogo político real entre los jefes de Estado para enfrentar de manera conjunta, la grave crisis sanitaria y económica que asola a la región. De los 12 países que un día fueron parte la Unión de Naciones Sudamericanas o UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas), hoy solo quedan cuatro: Bolivia, Guyana, Surinam y Venezuela. Es el resultado del cambio de ciclo que han vivido y la llegada de gobiernos conservadores y miopes en materia internacional. Los ocho restantes, es decir, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay suspendieron primero su participación para luego retirarse definitivamente, entre 2018 y 2020, empapados de una retórica aislacionista, ajenos a los principios de la integración y solidaridad.
Algún día se develará la historia de esta verdadera estampida y de cómo se gatilló el derrocamiento en Brasil de la presidenta Dilma Rousseff, en 2016; el arresto del presidente Lula el mismo año —quien terminó su mandato con 80% de aprobación— bajo el cargo de corrupción para luego ser condenado, en 2017 a nueve años de cárcel en lo que resultó ser un montaje. Similar situación vivió el expresidente de Ecuador, Rafael Correa, quien gobernó dos mandatos consecutivos, 2007-2017, con alto respaldo popular y terminó condenado en 2020, por corrupción, a ocho años de cárcel en un fraudulento juicio orquestado por su sucesor. Una situación parecida ocurrió con el golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia, en 2019, o el intervencionismo de Colombia y Chile para derribar al gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, ese mismo año. Un capítulo especial merecería la actuación en el continente del actual secretario general de la OEA, Luis Almagro, cuyo papel quedará sin duda en el basurero de la historia. Su desempeño ha sido patético o, como lo señaló el actual canciller argentino, Felipe Solá en su reciente visita a La Paz: «Es un inmoral absoluto (que se puso) a las órdenes del más fuerte, a las órdenes de Donald Trump».
En la política latinoamericana muy pocas cosas ocurren por casualidad. Esta seguidilla de golpes y condenas por corrupción, encarcelamiento de líderes, la llegada de la derecha en esos mismos países y el inmediato abandono de lo que fue la principal fuerza de diálogo e integración política, UNASUR, difícilmente se produjo de manera inocente. Por la historia del siglo XX conocemos muy bien la fuerza, el intervencionismo y el poder de Washington sobre lo que ha considerado siempre, parte de sus intereses estratégicos o patio trasero, como lo es América Latina, y las humillaciones a que han sido sometidos prácticamente todos los países.
UNASUR nació como un mecanismo de consulta, concertación, integración y diálogo político creado en 2008, en Brasilia, como continuación de las Cumbres Sudamericanas que se habían iniciado en Cuzco, Perú, en 2004. En realidad, fue una iniciativa gatillada por Brasil en un momento de auge y expansión de su política exterior favorecida, al igual que toda la región, por los altos precios de los commodities. La jugada dejó fuera a México, eterno rival brasileño en las ambiciones geopolíticas en la escena mundial. La debilidad del organismo fue confiar solamente en la afinidad y fuerza ideológica de sus líderes y no generar una institucionalidad fuerte, que evitara la paralización en que se sumió el organismo por no contar con el consenso en la sucesión del último secretario general, Ernesto Samper. Sin embargo, los países latinoamericanos, a pesar de sus diferencias y rivalidades, siempre de una u otra manera han buscado la unidad; identificarse con intereses comunes, sobreponerse a las grandes barreras geográficas de selvas interminables, ríos poderosos y montañas que casi tocan el cielo para mejorar los intercambios comerciales y superar los intereses foráneos y de las oligarquías locales.
Para ser justos, las guerrillas y revoluciones que ha conocido el continente también han terminado alimentando la desconfianza de los sectores medios que comenzaron a crecer a partir de la segunda mitad del siglo pasado en América Latina. El siglo XX fue rico en iniciativas integracionistas y en el optimismo de sus líderes, pero siempre han terminado fracasando, ya sea por la inestabilidad de los gobiernos o la influencia estadounidense, pero más que nada por la incapacidad de la política de generar instituciones, de visualizar y poner en perspectiva los intereses nacionales permanentes. Ese era el gran mérito de UNASUR que, además, sirvió como estímulo para el nacimiento de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe) creada en 2010, que agrupa a 32 países y donde no fueron invitados a participar Estados Unidos ni Canadá. MERCOSUR (Mercado Común del Sur), creado en 1991 y que cumplirá 30 años de existencia, pareció ser el camino de la integración económica, pero las asimetrías de sus economías, las crisis políticas internas y falta de diálogo político entre Argentina y Brasil, lo mantienen estancado. Con la Unión Europea llevan 20 años negociando un acuerdo de asociación, sin resultados hasta ahora.
La historia de Europa nos enseña que todos los procesos de integración sufren crisis, avances y retrocesos. No puede haber un mejor ejemplo de aquello que la Unión Europea, que nace para asegurar la paz tras siglos de enfrentamientos y guerras entre sus pueblos. Las dos conflagraciones mundiales iniciadas por ellos en el siglo pasado, con todos los horrores que significó para la historia y dignidad de la especie humana, fueron la base para buscar el entendimiento. América Latina algo aprendió de esos ejemplos por lo que no debe dejar que muera el proyecto de UNASUR ni tampoco MERCOSUR. Con todos los errores que se puedan haber cometido en su implementación, muchos de ellos como consecuencia de caudillismos añejos, pueden ser superados con voluntad y visión política. Si es necesario, se le debe dar respiración boca a boca a UNASUR para que no quede archivado en el inventario de iniciativas integracionistas fallidas y reformular el proyecto bajo algunos principios elementales: solo unidos podemos hacer oír nuestra voz en el concierto internacional y que juntos podremos lograr respeto hacia nuestra soberanía e independencia.
UNASUR no puede estar basado solo en la confianza política o ideológica de líderes transitorios, sino que debe fundarse en principios permanentes, modificando sus estatutos, adaptándose a los nuevos tiempos que nos toca vivir y lo más importante, generando una institucionalidad robusta, más allá de los gobiernos de turno. Así como el cambio a la derecha de cuatro países en la región llevó a la parálisis y abandono posterior del organismo, igual cosa ocurrirá con el creado Prosur o Foro para el Progreso de América del Sur, fundado en 2019, convertido en una instancia virtual por los mismos países que abandonaron UNASUR. Su fecha de vencimiento está cada día más cerca y quedará, con suerte, en los libros, como una nota al pie de página. Ello no significa que se deba crear un nuevo organismo regional. No debe suceder que cada generación de latinoamericanos tengamos que crecer escuchando discursos que prometen que ahora sí se efectuará una verdadera integración.
La recuperación de la región tomará muchos años probablemente, con desafíos comunes y mayores para todos. UNASUR cuenta con 450 millones de habitantes y 17.8 millones de kilómetros cuadrados. Debemos ser la fuerza integradora de toda la región latinoamericana y esforzarnos para desarrollar estrategias que faciliten profundizar y materializar la integración física, que permitan aumentar la inversión y el comercio intrarregional que no alcanza al 20%. Aunque parezca un sueño, se debe buscar avanzar para desarrollar un gran mercado interno, que es el camino de la verdadera independencia; enfrentar de manera conjunta las amenazas del cambio climático; asegurar la paz, proteger los sistemas democráticos y de derechos humanos; dialogar para profundizar los acuerdos comerciales, buscando armonizar normas de comercio; enfrentar los problemas migratorios, la delincuencia y el tráfico de drogas que se expande cada año y los desafíos al empleo que presenta la cuarta revolución industrial impulsada por la tecnología digital, la robotización y el procesamiento de datos. Todo ello tendrá un impacto importante en la productividad, en el empleo y, naturalmente, en la forma en cómo educamos a las nuevas generaciones. Estos y muchos más son los desafíos que enfrentaremos y para los cuales debemos intentar tener una mirada común para proteger mejor nuestros intereses.