El expresidente Donald Trump, primero en la historia de Estados Unidos en enfrentar dos juicios políticos, fue absuelto al no alcanzarse los votos condenatorios de dos terceras partes del Senado, instancia que se erige en jurado durante este procedimiento. Trump fue absuelto de incitar la insurrección contra el gobierno de Estados Unidos, tal como se había pronosticado, a pesar de la abrumadora evidencia presentada durante cinco días.
El resultado solo es explicable porque este no fue un proceso judicial ante un jurado imparcial, sino un proceso político. El voto final fue de 57 contra 43 que declararon a Trump culpable, con siete republicanos que se sumaron a los 50 senadores demócratas.
El juicio sobre el responsable de una intentona de golpe de Estado, incluyendo el asalto más violento del Capitolio en dos siglos, ha culminado en frustración, pero apenas inicia la evaluación de las implicaciones políticas de todo esto para Estados Unidos y su sistema político y la imagen sobre lo que realmente es «el faro de la democracia» occidental y cristiana.
Los miembros de la Cámara de Representantes que actuaron como fiscales acusaron al magnate-presidente de incitar violencia contra el gobierno, con el objetivo de subvertir y obstruir los resultados electorales del 3 de noviembre de 2020.
El punto culminante de esos esfuerzos para descarrilar la sucesión presidencial se dio el pasado 6 de enero, cuando Trump azuzó a sus simpatizantes durante un mitin para que invadieran el Capitolio mientras el Congreso estaba reunido para formalizar el nombramiento de Joe Biden como presidente electo. El asalto a la sede legislativa dejó cinco personas muertas, decenas de heridos y un hondo trauma en una sociedad que nunca había presenciado una interrupción semejante de la institucionalidad.
El intento frustrado dejó varias secuelas, porque la absolución otorgada, pese a las abrumadoras evidencias de culpabilidad, envía un mensaje nefasto acerca de la vigencia del equilibrio de poderes en que se asientan las democracias modernas, así como de la capacidad del imperio de la ley para impedir la arbitrariedad de los gobernantes.
La mayor amenaza para el mundo es que se le permite continuar activo en la política partidista, y que pueda presentarse a las elecciones de 2024, a la cabeza de la ultraderecha y en contra de los millones que se convirtieron en objetos del odio de su discurso: los que integran la comunidad de la diversidad sexual, defensores de derechos humanos, ecologistas, mujeres que se rehúsan a cumplir roles tradicionales y, ante todo, la población afrodescendiente y los migrantes.
El peor legado de Trump es haber dejado una sociedad extremadamente polarizada al reivindicar y fortalecer a los supremacistas blancos y a agrupaciones de la extrema derecha, alineados baja el racista lema de Make America great again, que enfrenta a la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la de Nacionalidades e Inmigración de 1965, que marcaron un alto legal a la discriminación y la segregación racial.
Se debe reconocer que Trump supo recoger, además, el malestar de la población blanca, desplazada de sus trabajos por el carácter neoliberal de la globalización.
El académico, Yashca Mounk, presentó una investigación que muestra un fuerte declive en los valores democráticos en los Estados Unidos, particularmente entre los estadounidenses más jóvenes, menos del 30 por ciento de los cuales dice que vivir en una democracia es esencial. Uno de cada seis estadounidenses piensa que sería una buena idea que el Pentágono gobierne el país.
Por supuesto, también vemos estas tendencias antiliberales en la sociedad europea. No obstante, el tipo de populismo de Trump es exclusivamente estadounidense, quizás más en estilo que en sustancia, con su fanfarronada de autopromoción y comentarios vulgares sobre las mujeres, los mexicanos y los musulmanes.
Trump y su secretario de Estado, Mike Pompeo, han negado la multiculturalidad como parte de la identidad de EE. UU. debido a que es una manera de «distorsionar la gloriosa fundación» de esa nación. Esas fueron las palabras de Pompeo el último día de gobierno, después de que la Casa Blanca publicara un informe de la Comisión 1776 que, por instrucciones de Trump, aboga por una «educación patriótica».
Este informe justifica la esclavitud y defiende que se contara a los negros esclavizados como tres quintas partes de una persona. Su abolición fue una de las primeras medidas que tomó Biden, quien considera que la multiculturalidad es parte de la grandeza de Estados Unidos, recuerda Ariela Ruiz Caro.
Evaluaciones oficiales estiman que, en 2044, más de la mitad de los estadounidenses pertenecerán a alguna minoría racial. La resistencia para que esto no ocurra la lidera Trump junto con los conspiradores de QAnon, los neonazis, grupos como Proud Boys, Oath Keepers, Three Percenters, Texas Freedom Force, Boogaloo, organizaciones evangélicas extendidas por todo el país, de las que Mike Pence, su vicepresidente, forma parte.
QAnon engloba una serie de teorías de la conspiración difundidas por Internet durante los últimos años, con la idea central de que existe una elite secreta que gobierna el país y que mantiene una enorme red mundial de tráfico sexual de menores, conformada por políticos del Partido Demócrata como Hillary Clinton y Barack Obama, actores como Tom Hanks, el empresario George Soros y la presentadora de televisión Oprah Winfrey.
Según los seguidores de QAnon, el presidente Donald Trump, apoyado por una parte de las Fuerzas Armadas, está librando una lucha en las sombras contra esa elite. La teoría surgió en octubre de 2017 en el foro de Internet 4chan, dicen los investigadores.
Los seguidores de QAnon analizan los discursos de Trump buscando mensajes ocultos, como menciones al número 17 (la letra Q es la decimoséptima del abecedario), para demostrar que el presidente apoya la teoría y trata de comunicarse con ellos burlando al Estado profundo. Pero también entre la multitud que asaltó la sede del Congreso había algunas personas que se identificaban con el movimiento, como quedó en evidencia en fotos y videos.
El jurista y juez español, Baltasar Garzón, recuerda que el odio que, en los últimos cuatro años, ha sembrado Donald Trump ha germinado en el terreno abonado de la ultraderecha, organizada en diferentes países del mundo a su imagen y semejanza, con el apoyo de lugartenientes económicamente bien dotados. Lo estamos viendo en Polonia, donde entra ya en vigor la prohibición del aborto o en Brasil, donde la nula gestión de la pandemia ha llevado al límite a la ciudadanía.
Según un informe de la plataforma Antifa International, el año pasado se registraron 810 ataques en diferentes países, provocados por «fanáticos, fascistas y violencia de extrema derecha», lo que se interpreta como una mínima parte de lo que en realidad sucede a diario en el mundo. En referencia a 2019, se ha producido un incremento de un 39 % de violencia ultra. Tiroteos, palizas, ataques de diverso tipo, llevaron a la muerte a 325 personas y dejaron malheridas a 1,186.
La Asociación Nacional de Manufacturas (National Association of Manufacturers, NAM) ni los republicanos —incluso los que votaron contra Trump— jamás han dicho ni hecho nada para defender los derechos democráticos de esas minorías.
Si a esta alianza de industriales y republicanos para defender el orden constitucional no le interesa la defensa de la democracia dentro de Estados Unidos, mucho menos le importa oponerse a los propósitos sistemáticamente injerencistas de la política exterior estadounidense, sea en Iraq, Afganistán, Yemen o en Latinoamérica.
El imperialismo estadounidense ha contado con el apoyo no solo de la extrema derecha, sino también de una amplia gama de conservadores y de liberales. En el caso de la guerra de Vietnam (Lyndon Johnson, el presidente que más impulsó la guerra, era demócrata) muy pocos integrantes del establishment se opusieron.
Claro, hasta que se hizo cada vez más evidente que era muy poco probable que EE. UU. ganara la guerra; y hasta que el movimiento antibelicista y contra el servicio militar obligatorio, de dónde provenía el grueso de las tropas, creció rápidamente.
El movimiento antibelicista, junto con el de los afroamericanos en su lucha por la igualdad racial, contribuyó a crear una situación interna insostenible que hizo que los medios de comunicación y otras fuerzas del establishment demandaran el fin de la invasión de medio millón de estadounidenses a Vietnam.
Lo que le interesa a las corporaciones capitalistas y sus representantes en el Congreso es la estabilidad del orden constitucional, la previsibilidad y la certidumbre. Los ricos aprobaron y se beneficiaron de las políticas tributarias y reguladoras de Trump, pero le fueron retirando su confianza por su imprevisibilidad, sus amenazas al sistema electoral, la arbitrariedad de muchas de sus decisiones y su cercanía con los grupos de extrema derecha, que en su conjunto promovieron una creciente inseguridad e inestabilidad. El 60% de las contribuciones financieras del gran capital en las elecciones del 2020 fueron destinadas al apoyo a Biden y no a Trump.
Como un lobo con piel de cordero, la ultraderecha fascista se cubre con la democracia y se sirve de teorías conspirativas. Así, el virus es un invento de un laboratorio chino, mentiras que desperdigan a través de las redes sociales, llegando a influir en un sector de la población, no necesariamente ignorante. Las teorías conspirativas fueron y son un instrumento imprescindible para estos grupos. Lo primero es buscar a un enemigo, para después culparlo de todos los males posibles, demonizándolo.
Pero no es necesario remitirnos al régimen nazista para conocer los estragos de la mentira descarada en la vida democrática de las naciones. Quizás el caso más representativo de la mentira en la vida política actual, sea el de Donald Trump, quien tiene el increíble récord de haber dicho más de 25,000 mentiras durante sus cuatro años en la presidencia, según el Washington Post.
Trump mintió prácticamente en todas las materias sobre las que se pronunció o en las que fue consultado, y sus mentiras fueron amplificadas y difundidas a todo el mundo por los medios hegemónicos de comunicación y las redes sociales. Mintió sobre el sistema de salud, sobre los inmigrantes, sobre la economía, sobre el medioambiente, sobre el origen y la gravedad del COVID-19 y sobre un largo etcétera.
Es más, con un excelente manejo de tiempos y de las redes sociales desde el poder, lideró un operativo —dos meses antes de las elecciones— con dos patas: instalar en el imaginario colectivo la desconfianza en el proceso electoral y que la única forma de que perdiera sería mediante un fraude, y dificultar el voto postal anticipado, incluso reduciendo el presupuesto del Servicio Postal y restringiendo el número de urnas.
En busca de cauces democráticos
Como indicó el propio Donald Trump al celebrar su absolución, su movimiento político no está acabado, sino que apenas comienza. ¿Podrá la administración de Joe Biden —más allá de la dirigencia republicana— hallar los cauces democráticos para conjurar esa tendencia basada en la xenofobia, el racismo, la misoginia, el anticientificismo, un rechazo mal encauzado a la clase política, y el fundamentalismo religioso?
Si Trump salió impune tras hacer de su presidencia un ejercicio de violación consuetudinaria de la ley y de demolición de las instituciones democráticas, parece haberse perdido cualquier salvaguarda frente al surgimiento de un gobierno autoritario en la mayor potencia militar del planeta, lo cual pone en riesgo no solo a los ciudadanos estadounidenses, sino al mundo entero, señala un editorial de La Jornada de México.
Pero más allá del personaje está la institucionalidad tan arduamente instaurada para defender los derechos de los más poderosos. Hay que tener en cuenta que las elecciones en EE. UU. son generalmente administradas por los estados, los blancos conservadores que gobiernan en la mayoría de estos han recurrido a todo tipo de artimañas para obstaculizar el sufragio minoritario. Ello incluye la reducción de lugares para votar, del número de urnas en los barrios pobres minoritarios y de los días y horas durante los cuales se puede ejercer el derecho al voto, así como las purgas de las listas electorales de ciudadanos que por algún motivo no ejercieron el voto en una o más elecciones, la negación del derecho al voto a ex presos, y muy especialmente lo que en los Estados Unidos llaman gerrymandering.
Se refiere a la práctica común de los políticos que controlan las legislaturas estatales de trazar las líneas limítrofes de los distritos electorales con el fin de minimizar las posibilidades de la oposición —mayormente del Partido Demócrata—, en especial para disminuir el poder político de las minorías étnicas y raciales y de los liberales.
Es una práctica muy antigua que consiste en concentrar dentro del menor número posible de distritos electorales, a cierto tipo de grupos, como los afroamericanos y ciudadanos de origen latinoamericano, que tienden a votar por el Partido Demócrata. Esto resulta en un menor número de representantes electos por esos grupos, comparado con la mayor cantidad escogida por los blancos republicanos distribuidos en más distritos electorales. Por lo tanto, en un estado como Wisconsin, por ejemplo, los demócratas tienen que obtener mucho más que la mayoría de los votos para también tener mayoría en la legislatura estatal.
Republicanos en su laberinto
Este juicio solo intensificó una batalla dentro del Partido Republicano en torno a Trump. Aunque el líder de la bancada republicana en el Senado, Mitch McConnell, votó no culpable, denunció al expresidente y declaró ante el pleno después de la conclusión del juicio que no hay duda, ninguna, de que el expresidente Trump es en la práctica y moralmente responsable de provocar el asalto al Capitolio, al señalar que una turba estaba asaltando el Capitolio en su nombre.
Al explicar que su voto contra la condena Trump fue por una cuestión legal (pues no se puede hacer un juicio político contra alguien que ya no ocupa un puesto público) subrayó que Trump puede ser sujeto a procesos legales criminales en tribunales, ahora como ciudadano ordinario, por lo que hizo en el puesto, y subrayó que los ex funcionarios no gozan de inmunidad ahí, afirmando que no se ha escapado aún.
Pero para los republicanos no era la evidencia, sino el cálculo político lo que imperó en este juicio. Y sus votos comprobaron que no estaban evaluando las pruebas, sino las aguas políticas. La mayoría de ellos, con su voto, confirmaron que Trump, o por lo menos el trumpismo, sigue siendo una fuerza sumamente poderosa en su partido.
El hecho de que la gran mayoría de los senadores republicanos se alinearan con Trump resalta la profunda crisis moral en el partido que controla más gobiernos y legislaturas estatales, y que designó a seis de los nueve integrantes de la Corte Suprema. Allí subyace el trumpismo. Los hechos demostraron que muy pocos estaban dispuestos a desprenderse de la locomotora electoral que representa Trump. Todos hicieron cálculos antes de votar y muchos de ellos quisieron así congraciarse con las bases electorales trumpianas. No les importó siquiera que ello catapulte la repetición de episodios subversivos y trágicos como el vivido en el Capitolio.
El voto de 57 por condenarlo es la primera vez desde 1868 que una mayoría del Senado vota a favor de sentenciar a un presidente en un juicio político, como también el mayor número de disidentes de un partido en pronunciarse por castigar a su jefe.
Es posible que un sector minoritario se abra del liderazgo de Trump y si se abre del partido, reducirá la base electoral republicana y la posibilidad de ganar elecciones en democracia. No es de descartar que EE. UU. se vea crecientemente enfrentado a la violencia y al terrorismo interno de los seguidores de Trump, quien se ha convertido en la principal amenaza que enfrenta hoy la democracia y la integridad de ese país.
¿Esto es Estados Unidos?: pues sí
Trump festejó su triunfo, denunció el juicio como otra fase de la cacería de brujas más grande en la historia del país. Esta amenaza política es la respuesta a la pregunta presentada a los senadores por Jamie Raskin, jefe del equipo de fiscales-diputados, con la cual inició y concluyó este juicio político: «¿Esto es Estados Unidos?».
Este juicio no se trata de quién es Donald Trump. Todos saben quién es Donald Trump. Este juicio se trata de quiénes somos nosotros, afirmó Raskin al concluir los argumentos de su equipo de fiscales en el caso contra el expresidente. Si no es declarado culpable, continuará representando una amenaza para el país, afirmó.
La comunidad de la diversidad sexual, defensores de derechos humanos, los ecologistas, las mujeres que se rehúsan a cumplir roles tradicionales y, sobre todo, la población afrodescendiente, hispanoparlante y los migrantes, que son los artífices del fracaso de Trump en su empeño por reelegirse, siguen en peligro real.
El peligro de ataques a su integridad y su dignidad subyace por la legitimación de un proyecto político que dio carta de naturalidad al suprematismo racial, la brutalidad policiaca, la misoginia, la imposición de ideas religiosas, así como a la criminalización y estigmatización de quienes abandonaron sus naciones de origen en busca de oportunidades laborales, escolares o para ponerse a salvo de la violencia de los gobiernos protegidos y financiados por las políticas de Washington.
Senadores, esta no puede ser nuestra nueva normalidad, señaló Raskin. Su pregunta (¿Esto es Estados Unidos?) la contestaron afirmativamente los senadores republicanos y los grandes medios de comunicación que sirven (¿y comparten?) del poder.