Con mi socio, Haroon Patel, veníamos en un vuelo de regreso desde Mabalane, a unos 320 kilómetros al norte de Maputo, capital de Mozambique. Estábamos terminando la filmación de un documental para Bonifica, empresa italiana del rubro agrícola. El pequeño helicóptero era de esos completamente redondos y transparentes. Era como volar sentado flotando en el aire. Mi socio, para variar, presa del miedo y sentado detrás mío. Con los enormes cascos parecíamos astronautas, eran aparatosos, y teníamos sistema de comunicación interna con el piloto. Manteníamos una larga e interesante conversación con este, quien nos comentaba que había sido piloto de la fuerza aérea colonial portuguesa; que había combatido contra el movimiento de liberación Frelimo, pero una vez que militares portugueses hicieron la llamada revolución de los claveles, derrotando al dictador Salazar, en 1974, y decretaron la independencia de las colonias en África, había decidió quedarse a trabajar en Mozambique.
Mientras viajábamos a gran altura, sobrevolando zonas donde se combatía ferozmente, producto de la guerra civil que padecía el país debido al involucramiento de Sudáfrica en el conflicto, le pregunté al piloto si había visto el film Apocalypse Now; me respondió que la había visto varias veces.
—¿Y recuerdas aquella escena de la cuadrilla de helicópteros que volaban rasantes sobre las copas de los árboles?, ¿te parece sensato volar a esa altura o fue la imaginación de Coppola?
—La recuerdo muy bien, eran helicópteros Bell UH-1, y volar a esa altura era lo más aconsejable, ya que el enemigo solo escucha el ruido de los helicópteros, pero no saben de qué lado vienen, los ven cuando ya han pasado por sobre sus cabezas y no alcanzan a apuntar con sus cañones y disparar.
Mi socio Patel no emitía ninguna señal, parecía viajar completamente en shock; volví a saber de él cuando le dije al piloto si podíamos repetir aquella escena de la película. Escuchamos un «¡Nooo!» tremendo, que casi nos revienta el tímpano. El experimentado piloto, con una leve sonrisa, me da el OK y no tuve dudas de que esta próxima escena le gatillaba recuerdos.
Mientras el helicóptero descendía hasta poco más arriba de las copas de los árboles. abrí la ventana de mi lado, pulsé el REC de la cámara y apunté el lente de mi U-Matic, en un till down. Mi idea era poder captar algún plano que le aportara dramatismo al documental. La suerte estuvo de nuestra parte, ya que no conseguí grabar ningún bandido armado que nos atacara. Fue una toma fallida para un final feliz.
No había pasado una semana cuando nuevamente estábamos volando con mi socio, esta vez, hacia el norte del país. En ese año de 1987, tuve la oportunidad de realizar cinco documentales, dos en cine, en 16 milímetros y tres en video. Esta vez era en cine y el documental era para la UNICEF.
Debíamos registrar el trabajo que realizaba la organización de Naciones Unidas en la repatriación de más de doce mil refugiados mozambicanos que, por causa de la guerra civil, habían huido hacia Zimbabue y ahora, con su apoyo, podían nuevamente regresar al país. Lentamente, los miles de refugiados comenzaban a levantar sus palhotas, (casas de estructura primitiva) e iniciaban una nueva vida, construyendo su futura aldea con barro y paja, ladrillo a ladrillo.
Aida Samu, era una de esos miles de mujeres que han tenido que batallar solas para mantener a sus hijos y, además, luchar por reconstruir sus vidas sin la ayuda de su marido, de quien ella no sabe si está muerto, víctima de la guerra o simplemente desapareció sin dejar rastros, mientras huían hacia Zimbabue.
Como cada día en la aldea de Espungabera, Aida se levanta junto con el inicio de un nuevo amanecer. El bello paisaje de suaves lomas, lentamente comienza a quedar a contraluz por el sol naciente que se levanta a la distancia, dejándonos ver las siluetas de las palhotas y una columna de mujeres cargando sobre sus cabezas enormes vasijas de greda con agua. El humo gris de las fogatas que aún se mantienen vivas desde la noche anterior se funde con el contraluz, coloreando el sol de rojo intenso.
La madre, luego de preparar el habitual mata-bicho (desayuno), despierta a su hijo mayor para que vaya a la escuela. El niño, después de lavar su rostro y desayunar, emprende una carrera de unos cuantos kilómetros hasta llegar a su escuela. Aida y su hijo menor se disponen a realizar las tareas diarias. Limpiar su humilde hogar, regar su pequeña machamba (huerto), para así tener el alimento que les permita seguir viviendo y soñar. Los alumnos de la escuela tienen que hacer un gran esfuerzo para lograr escribir en sus ajados cuadernos, ya sea por la oscuridad al interior de la sala de clases o porque no todos tienen un simple lápiz de mina, y deben esperar el turno de prestárselo. No sé quiénes eran más privilegiados, los chicos que estudiaban en el interior de esa oscura aula, pero con pupitres, o los alumnos que asistían a clase a la sombra de un enorme árbol, y debían sostener sus cuadernos entre sus esqueléticas piernas, mientras el profesor intentaba escribir en el resto de un descolorido pizarrón que colgaba del grueso tronco de una frondosa mafureira protectora.
El frenético traca-traca del pilâo en acción, resuena como si fuera un tren que viene llegando cargado de esperanza. Las mujeres, principalmente las más jóvenes, se van turnando, haciendo la posta con el pesado palo, que, sin descanso, pero vigorosamente, van dejando caer sobre los duros granos de maíz hasta convertirlos en harina. Blanco y fino polvo, madre de las meriendas en casi todo el continente y fuente del sagrado licor, infaltable en el día a día de cada aldea.
El intenso calor no impide que el maestro hojalatero agite su rústico fuelle que enrojece el metal hasta la incandescencia, mientras suda cada golpe, y va esculpiendo diversas herramientas que facilitarán la nueva vida que inician en armonía y colaboración. Este verdadero lutier va modelando lentamente su instrumento. La magnífica guitarra que esculpió con restos de latas y que, con solo un par de alambres como cuerdas, le permiten recitar un verdadero canto de esperanza. Mágico momento que es compartido por el respetuoso silencio de la comunidad. A la distancia, un grupo de hombres, en lo alto de un entramado de ramas y palos, lentamente entrelazan dóciles ramas, que van dando forma a un circular tejido que cubre el cielo de un nuevo hogar.
Con Patel, nuevamente emprendimos vuelo hacia el extremo norte del país. Esta vez debíamos filmar cerca de la frontera de Tanzania y Malawi. Nuestro piloto era un viejo inglés que, a lo largo del vuelo, nos entretuvo relatando sus peripecias como piloto de helicóptero militar en el Congo belga durante los años 60. Con lujo de detalles, nos relataba cómo debió volar para que las ametralladoras instaladas en el helicóptero pudieran apuntar hacia los insurgentes que luchaban por la independencia del Congo.
Yo no tenía duda de que nuestro piloto había sido uno más de esos cientos de mercenarios contratados por países europeos o empresas europeas, para combatir a los grupos que luchaban por su independencia en diferentes conflictos en África. En el caso del Congo, al igual que como sucedió en otros países y continentes, Estados Unidos y la Unión Soviética, estaban involucrados en el marco de la Guerra Fría. Patricio Lumumba, uno de los más brillantes lideres anticolonialistas, fue víctima luctuosa de este conflicto, siendo descuartizado por las manos de la inteligencia belga y la CIA. Como dicen en África, cuando dos elefantes pelean, el que más sufre es el suelo. Hoy el Congo continúa padeciendo la pobreza e interminables guerras intestinas. La inseguridad reina en su territorio, mientras las transnacionales continúan saqueando, a vista y paciencia de Europa, enriqueciéndose con su cobre, el oro y el codiciado coltan, con el cual se fabrican nuestros smartphones.
El viejo mercenario zigzagueaba, tratando de esquivar los cumulonimbos, nubes como largos hongos venenosos, que en su interior tienen corrientes en ascenso y descenso que pueden llegar a los 100 kilómetros de velocidad, y que para nuestro Cessna serían mortales. Mientras volábamos de Pemba a Tete, recordábamos con Patel el accidente aéreo ocurrido un par de semanas antes, justamente en la zona por la que nos disponíamos a volar. Sucedió que el ejército mozambicano derribó por error un jet del gobierno de Malawi, en el cual viajaba el ministro de economía y algunos funcionarios del Banco Mundial. El piloto del jet, para acortar el tiempo de vuelo, entre Lilongüe, capital de Malawi y Blantyre, decidió volar en línea recta, lo que obligaba a sobrevolar parte de territorio de Mozambique. Los militares mozambicanos, que luchaban en esa zona contra la Renamo, grupo rebelde beligerante que acostumbraba infiltrarse desde Malawi a Mozambique, confundió el jet con un avión enemigo y lo derribó, provocando un gran conflicto diplomático y casi militar.
Con mi socio Patel aún no terminábamos con ese recuerdo, cuando el viejo piloto nos informó que no teníamos suficiente combustible para llegar a Tete, ciudad de destino. Luego le escuchamos comunicarse por radio con una pequeña pista de aterrizaje en la aldea de Morrumbala, desde donde le respondieron que no tenían combustible. Para llegar a nuestro destino debíamos evitar entrar en territorio de Malawi. Esto significaba que debíamos hacer un viaje más largo por el borde de la frontera, pero el combustible no era suficiente. El piloto sintonizó nuevamente su radio, esta vez para comunicarse con el aeropuerto de la capital de Malawi, y solicitar autorización para aterrizar a llenar el estanque. El ¡no! fue rotundo; comunicarles que en el avión viajaba un diplomático de nada sirvió.
Fue así que nuestro piloto de mil batallas, fríamente, decidió apagar el radio, mientras nosotros, preocupados, mirábamos cómo la aguja del marcador de combustible ya casi chocaba contra el cero. El piloto nos comunicó que no tenía alternativa y que se enfilaría rumbo a lo prohibido. Como diríamos en Chile, «un vuelo a la suerte de la olla». Con Patel parecíamos radares observando en 360 grados, elucubrando si aparecería la fuerza aérea de Malawi y si nos atacaría para hacer justicia por el derribamiento del jet de su gobierno la semana anterior. Malawi es un pequeño país, pero con bastante población. Es famoso por las especies únicas de peces que habitan en el lago Malawi. Finalmente, divisamos la pista de aterrizaje.
Cuando estábamos a punto de aterrizar, vimos una gran cantidad de militares camuflados, tendidos a ambos costados de la pista, listos para entrar en acción. No habíamos terminado de bajarnos del avión, cuando ya íbamos con las manos en alto, desfilando rumbo a un calabozo.
Al diplomático que nos acompañaba le correspondió la difícil misión de explicar y negociar con las autoridades de Malawi, para que nos dejaran en libertad y continuar nuestro viaje. Esa noche, con mi socio, la pasamos completamente a oscuras en el calabozo. Al día siguiente, muy temprano, nos despertaron un par de militares, quienes nos condujeron hacia el interior del aeropuerto, esta vez sin los brazos en alto. El reencuentro con el diplomático y la noticia de que podíamos continuar el vuelo fue uno de esos momentos que nunca más se olvidan. Rápidamente nos dirigimos hacia nuestro avión que calentaba motores. El despegue fue rápido, como para no estar a ras de suelo si cambiaban de opinión. Ya en el aire, nuestro piloto tenía su blanca camisa completamente empapada de sudor, bebía y bebía litros de agua, mientras nos contaba que había pasado una feliz noche, que en la barra del hotel conoció a una hermosa chica, quien, cariñosa y amablemente, lo acompañó hasta altas horas de la madrugada. Con mi socio no nos quedó duda ninguna de que nuestro piloto mercenario aún estaba apto para el combate.
Finalmente, aterrizamos nuevamente en Espungabera y nos dispusimos a filmar. Como cada día, se repite la misma hermosa, pero triste escena. Aida y sus dos hijos, sentados bajo el alero de su palhota, con la mirada plena de esperanza clavada en el horizonte, esperan ver emerger a contraluz la silueta de su marido y padre, para juntos, antes de que caiga nuevamente la noche, encender la fogata que les permitirá temperar la soledad.