Alguna vez se dijo de Julio Ramón Ribeyro que era el mejor cuentista peruano del siglo XIX. El evidente anacronismo del elogio (Ribeyro nació en 1929) apuntaba a resaltar la «antigüedad» formal de su obra. Y es que en un contexto como el de la década de 1960, en el que se idolatraba a las novelas totalizadoras que retorcían el tiempo, el punto de vista y el lenguaje, Ribeyro continuaba publicando cuentos y novelas «tradicionales»: narraciones sin demasiados sobresaltos cronológicos, con cambios de perspectiva narrativa fáciles de identificar, engalanadas por una prosa sencilla y refinada. En una época así, en la que los lectores del mundo transpiraban participando de las largas maratones novelísticas propuestas por los escritores del llamado Boom Latinoamericano, leer los cuentos de Las botellas y los hombres (1964), Los cautivos (1962) o El próximo mes me nivelo (1972) de Ribeyro debe haber sido como salir a caminar tranquilamente disfrutando de un enigmático, pero hermoso paisaje. Debe haber sido también como retroceder en el tiempo y deleitarse viendo cómo Flaubert, Stendhal o Maupassant narraban las vivencias de los peruanos de mediados del siglo XX.
Por todo ello, se piensa que este «conservadurismo formal» fue uno de los factores que impidieron que Ribeyro tuviera, hasta mediados de la década de 1990, una mayor visibilidad mediática (otro de ellos fue su distintiva timidez). La atención la acaparaban los escritores revolucionarios y dicharacheros, no aquellos silenciosos, como este magro cuentista, que era como un elegante señor de terno y sombrero, clavel en el ojal, en medio del espectacular concierto de rock que era la literatura del Boom. Pues bien, con todo y su poética decimonónica, este elegante caballero limeño ganó, en 1994, el prestigioso premio internacional de cuento Juan Rulfo («por la variedad de su registro estilístico, que incorpora tanto el realismo como lo fantástico, lo rural como lo urbano») y su fama empezó a crecer. Desafortunadamente, murió meses después, por lo que algunas malas lenguas dijeron «pobre hombre, acabó como uno de sus personajes, ¡qué gran chasco morirse justo cuando empezaba a ser famoso!». Sin embargo, estoy seguro de que el espíritu aristocrático de Ribeyro no anhelaba la fama, sino la consagración, y esta, en verdad, ya la había conseguido varios años antes con obras maestras como «Los gallinazos sin plumas», «Al pie del acantilado», «Tristes querellas la vieja quinta» o «Silvio en El Rosedal». Al momento de su muerte, quedó claro para todos que Julio Ramón Ribeyro era también el mejor cuentista peruano del siglo XX.
Pues bien, por si fuera poco, quisiera proponer ahora otro elogio anacrónico: Julio Ramón Ribeyro es, además, el mejor cuentista peruano del siglo XXI (aunque murió en 1994). En primer lugar, no hay en el Perú, hasta el momento, un autor de relatos que siquiera iguale en cantidad y calidad la obra ribeyriana. Estamos hablando de casi cien cuentos reunidos bajo el sensacional título de La palabra del mudo, relatos que, escritos con un estilo clásico, conforman un complejo mosaico de la sociedad peruana. En segundo lugar, Ribeyro es el cuentista más leído en la actualidad, pues la sencillez de su estilo y sus técnicas le hacen ganar cada año centenares de lectores no solo en el Perú, sino en el mundo. En tercer lugar, el estilo clásico de Ribeyro no es hoy un punto en contra, sino a favor. Y es que desde ya hace unas décadas se ha comprendido que no es necesario urdir complejas conversaciones en catedrales narrativas, ni trazar intricadas rayuelas verbales, ni acumular cien años de malabares técnicos, ni perder a los lectores en las enredadas terras nostras del tiempo para ser considerado un gran escritor. Hoy se entiende, felizmente, que también para crear una obra sencilla se requiere genio, pues, como dicen por ahí, no hay nada más sencillo que ser difícil, ni nada más difícil que ser sencillo. En cuarto lugar, los problemas sociales que abordan los cuentos de Ribeyro, aunque estén ambientados en el siglo pasado, siguen tocando fibras muy sensibles para los peruanos de ahora: el racismo, la marginalidad, el fracaso individual y colectivo, la pobreza.
Curioso caso el de un escritor peruano que puede ser considerado el mejor en tres siglos distintos. Me parece que eso no puede afirmarse ni siquiera del más renombrado compatriota de Ribeyro: Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura 2010. Aunque los novelistas del siglo XIX dejaron una profunda marca en su estilo, su uso magistral de las técnicas de Joyce y Faulkner no podrían confundirlo como un novelista decimonónico. Por el contrario, lo caracterizan como un autor de novelas típico del siglo XX. Por otro lado, si bien sus obras más exquisitas (como La ciudad y los perros, 1963; La casa verde, 1966; Conversación en La Catedral, 1969 o La guerra del fin del mundo, 1981) siguen siendo leídas en la actualidad, estas tienen menos acogida entre los lectores que otras producciones del género. Ciertamente, ninguna de las novelas que Vargas Llosa ha publicado en el siglo XXI tocan ya con la fuerza de antes a los lectores de la actualidad (la última de sus grandes novelas, La fiesta del chivo, se publicó en el 2000, es decir, antes del cambio de siglo). De modo que tendrá que pasar un buen tiempo para que se repita un caso como el de Julio Ramón Ribeyro.