Debes vaciarte de aquello de lo que estás lleno, para llenarte de aquello de lo que estás vacío.
(San Agustín)
Lo hemos visto, lo hemos sufrido. El aislamiento social del confinamiento, del desconfinamiento y de las muchas medidas adoptadas, imprescindibles para el control de la pandemia de coronavirus, que han salvado millones de vidas, ha supuesto, también, un impacto negativo sobre la salud mental y, especialmente, con algunos trastornos psicológicos relacionados con las dificultades de gestión de la ansiedad y el estrés. En las epidemias, como en las guerras, nadie puede esperar salir del todo indemne. A quien más o a quién menos, el coronavirus, y la enfermedad infecciosa que vino con él, le ha afectado y afectará en algún aspecto de su vida. Para demasiados, su existencia se la consumió el virus. Para muchos más su vida ha estado en juego y, para más que todos los anteriores juntos, la vida familiar, social y laboral se ha puesto en almoneda.
El aislamiento social es el mayor promotor de las conductas obsesivas y compulsivas. No hace mucho, en las páginas de esta misma revista, les hablé de cómo el confinamiento por coronavirus de principios del 2020 había tenido unos efectos demoledores en cuanto a las recaídas de las conductas de consumo patológico, tanto de sustancias tóxicas como de adicciones conductuales. En concreto en Desde mi habitación, tal vez algún lector lo recuerde; abordamos cómo el juego patológico y de apuestas por Internet estaba haciendo estragos en la salud mental de miles de personas y era causa de descohesión social y familiar grave. Para el 2021, por lo que ya llevamos visto, las perspectivas de que las adicciones que está potenciando la covid mejoren son poco halagüeñas.
De cuando el consumo nos consume
Vivimos en un mundo de sociedades consumistas. El consumo nos consume cada día más. Nuestro yo ideal es consumista. La brecha que esto genera con nuestra realidad cotidiana e intrapsíquica acaba suponiendo un factor perturbador de nuestra salud mental. No nos ha de extrañar, entonces, que ante situaciones de inseguridad, incertidumbre y miedo busquemos alivio en el consumo de cosas, sustancias e, incluso, personas. Esto último, no en un acto de antropofagia, obviamente, pero sí de egocentrismo, muy a menudo narcisista. Los consumidores, en general, y los que abusan del consumo en particular, exhiben apego a los objetos y a las personas de acuerdo con el grado en que los utilizan para mantener un autoconcepto que refuerce su conducta. Los humanos nos consumimos en el consumo. Basta con que nos fijemos lo que enseñamos a los niños, o del abuso que hacemos del tabaco, el alcohol y otras drogas que, en realidades adversas, refuerzan nuestras conductas problemáticas.
El aumento de irritabilidad, agresividad e hipersensibilidad a estímulos amenazantes es un gran precursor de este tipo de conductas, pero, también, de las que propician la aparición o agravación de las adicciones psicológicas sin sustancias, o con ingesta de medicamentos y alimentos. «En la cultura del consumo» —decía Galeano— «se nos adiestra para creer que las cosas ocurren porque sí»; así, el consumo nos viene consumiendo sin que seamos demasiado conscientes de ello, o peor aún, dejando voluntariamente de serlo.
Por la boca entra el estrés
Una de las conductas de abuso que más estamos detectando los profesionales de la psicoterapia en nuestra práctica profesional diaria, en estos tiempos de coronavirus, es la de la ingesta compulsiva de alimentos. Los trastornos alimenticios hostigados por las situaciones de estrés y esquemas cognitivos de creencias falsas de autocontrol están convirtiendo a este comportamiento en uno de los más problemáticos en estos tiempos de pandemia. Como ninguna otra conducta adictiva, la ingesta obsesiva y compulsiva de alimentos es un asunto prioritariamente emocional.
En los episodios de ansiedad y estrés, comer a todas horas es una actividad recurrente que creemos útil para disminuir los niveles de desorden emocional. Este es un mito falso, tan falso como el de que fumar relaja. Pero, sin duda, los autoengaños funcionan, como lo que son, una forma de mirar para otro lado.
Si hasta hace poco más de un año abarrotábamos los locales de comida rápida, hoy las motos de repartidores de comida a domicilio dominan nuestras calles. En común comparten el éxito de suministrar productos sabrosamente fabricados con base en alimentos ricos en grasas, harinas refinadas, sodio y azúcares (¡y casi ausencia de alimentos saciantes!), que activan nuestro circuito cerebral del placer. En situaciones de poca actividad fisiológica y escasa interrelación social, la boca es el órgano que más hacemos funcionar al día, y eso que, con el paso de los días, de las rutinas cansinas y el aburrimiento, como pasarse horas metidos en casa o con escaso contacto con los demás, hablar, lo que se dice hablar, hablamos poco.
Por lo que hasta ahora sabemos, los alimentos no son fuente o vía de transmisión probable de la COVID-19, como conocemos que sí lo fueron algunos brotes de coronavirus afines, como el causante del síndrome respiratorio agudo grave (ISARS-CoV). No obstante, aunque los alimentos no transmitan la COVID-19, hay que extremar las condiciones de higiene en la manipulación de estos. No obstante, con mayor o menor índice de confinamiento y miedo, causan y causaron situaciones de estrés que aumentaron los niveles de leptina, lo que proporciona sensación de insaciabilidad y mayor apetencia por los alimentos, y por consumirlos en cantidad y rápidamente. Pero el estrés también produce la conducta contraria. Paradójicamente, en una misma persona y en la misma etapa de estrés, se pueden producir una ingesta compulsiva de alimentos y, posteriormente, la inhibición de la comida. Las consecuencias físicas y psicológicas, así como psicosociales, tanto de una situación, como de la otra, son obvias.