Si algo caracteriza a la infancia y, especialmente, a la adolescencia es la estructuración de la personalidad, sabiendo que dos son los principales mecanismos que empleamos para conformar la personalidad a lo largo del tiempo:
La experiencia directa que permite a la persona, desde muy pequeño, ir probando distintas acciones y, por ensayo y error, aprender aquello que es agradable o desagradable. Lo primero, se convierte en fuente de deseo, generando tendencias hacia su logro; mientras que lo desagradable, se tiende a evitar o incluso a huir de ello.
El aprendizaje vicario, también conocido como aprendizaje observacional, por el cual la persona es capaz de aprender las consecuencias de determinadas acciones, viendo los resultados que estas generan en otros. Por ejemplo, un bebé es capaz de aprender a no tocar las cosas puntiagudas si ve cómo otra persona se lastima al hacerlo.
Es decir, hasta que se establece, la personalidad va a verse influenciada por las circunstancias externas y, si estas no son favorables, como en el caso de la pandemia actual, pueden tener consecuencias en el futuro de la salud mental del menor.
Hay que tener en cuenta que, desde hace tiempo, se conoce la relación entre el tipo de personalidad y la salud física; así el tipo A, que fue el primero en descubrirse, está asociado con una persona dinámica y activa, siempre con prisas, muy competitiva, en contraste con el tipo B en donde la persona se toma la vida con calma, con relajación continua y sin estrés. Las personas con el tipo A tienen una mayor probabilidad de sufrir problemas asociados con el corazón, mientras que los del tipo B parecen proteger dicho músculo, ya que su tasa de problemas coronarios es menor.
En la personalidad tipo C hay un alto nivel de expresión de la emoción, particularmente de las emociones positivas, mostrándose como una persona muy optimista, con un ocultamiento de las emociones negativas para el resto de la gente; esta personalidad se asocia con un incremento en la probabilidad de sufrir reumatismo, infecciones, alergias, enfermedades de la piel y cáncer.
En el tipo D de personalidad, quizás el menos conocido, la persona exhibe un alto nivel de autoexigencia, con comportamiento hiperactivo y baja autoestima. Como resultado de una desconexión entre el mundo emocional y «racional», las personas con esta personalidad tienen más posibilidad de sufrir enfermedades psicosomáticas. La colitis ulcerosa, péptido de úlceras, trastornos vasculares, como la hipertensión y la cardiopatía isquémica, son más probables con este tipo de personalidad.
Los altos niveles de estrés y angustia ante la incertidumbre de un contagio por un virus «invisible» que han estado viviendo los menores, ya sea durante el confinamiento o por las restricciones posteriores, pueden acarrear consecuencias en la salud mental y en la conformación de la personalidad y, por supuesto, en algunos casos puede provocar un trauma, el cual deberá de ser atendido y tratado por un especialista.
Si bien se esperaría que, cuando la COVID-19 «pase», los niveles de estrés generado y sus consecuencias para la salud mental desaparezcan, esto no siempre se corresponde con la realidad observada en pandemias anteriores, donde se ha comprobado cómo un pequeño porcentaje de la población puede precisar de ayuda profesional durante bastante tiempo para poder llevar una vida lo más normal posible.
De hecho, en la pandemia actual, ya se ha informado de cómo aquellos que padecían patologías previas las han visto incrementadas, además de surgir, entre la población sin patologías previas, síntomas ansiosos y depresivos.
Cabe destacar la vulnerabilidad de los menores, cuya personalidad está en formación, de ahí que haya que prestarles especial atención y, si bien, parecen ser menos afectados por las consecuencias físicas de la COVID-19, no son «inmunes» a las consecuencias psicológicas que esta situación conlleva.