¿Qué es? y ¿cómo es la realidad? Son preguntas que a menudo cruzan por la mente; es decir, por el pensamiento humano, especialmente por el pensamiento de científicos y filósofos. Cogito ergo sum, decía el gran físico, matemático y filósofo del racionalismo occidental, René Descartes, locución latina que se traduce literalmente como “pienso, por consiguiente soy” y comúnmente como “pienso, luego existo”.

Entonces, como ente pensante que soy, pienso. ¿Existo porque soy real? ¿O soy real porque existo? Y de inmediato el racionalismo me lleva a la respuesta: soy real porque existo. Lo irónico de este razonamiento es que, seguiría siendo real, aunque no pensara; más concretamente, aunque no tuviera la capacidad de pensar, aunque no tuviera raciocinio. Es más, aunque no hubiera un solo ser pensante sobre el planeta al que los humanos llamamos Tierra, el planeta, y todo lo que hay en él, seguiría existiendo. De hecho, un ser pensante y avanzado de otra civilización que pasara por nuestro sistema solar, al ver el tercer planeta, atestiguaría y escribiría en su bitácora, aquí hay un planeta donde existe vida, aunque no hay vida inteligente.

Afirmaba el célebre físico teórico Stephen Hawking en su libro El gran diseño (en inglés original The Grand Design):

Dado que existe una ley como la de la gravedad, el universo pudo y se creó de la nada. La creación espontánea es la razón de que haya algo en lugar de nada, es la razón por la que existe el universo, de que existamos.

Otra frase famosa escrita en su libro es: “No es necesario invocar a Dios como el que encendió la mecha y creó el universo”. Siguiendo el propio razonamiento de Hawking, entonces, si hubo una “creación espontánea” que permitió la creación del universo de la nada, eso significa, sin lugar a dudas que, la nada es algo. Y si la nada es algo, ¿qué es ese algo?, ¿Dios? Si existe una ley como la de la gravedad universal, ¿de dónde surgió? Más precisamente, ¿de dónde surgieron las ondas gravitacionales generadas durante la fase inicial de expansión del universo? Porque si surgieron de la misma nada, eso sería una confirmación de que la nada es algo. Nuevamente, ¿Dios?

Pongámonos más filosóficos y preguntémonos, ¿qué tal si lo que pensamos de la realidad ¡no es real!? ¿Dejaríamos de existir? Sin mencionar que la razón de que existamos no es que el universo se haya creado de la nada. Es que los acontecimientos de la evolución en la Tierra —su particular posición, composición y locación en posición de “planeta Ricitos de Oro” dentro de nuestro sistema solar, así como la existencia de agua y una atmósfera respirable, indispensables para la vida, de cualquier tipo; nuestra Luna, que permite y controla los ciclos de las mareas; la posición inclinada de nuestro eje de rotación, que permite las estaciones; nuestro campo magnético, que nos protege de las radiaciones solares y los rayos cósmicos; la extinción de las especies dominantes y predadoras en eras anteriores y otras tantas “casualidades” más— son los que nos llevaron a ser hoy la única especie pensante y racional en este planeta. Porque, de hecho, antes que nosotros, los homo sapiens, existieron otras especies humanas pensantes, para citar un ejemplo, el homo neanderthalensis.

Dicho eso, volvamos al tema de la realidad, específicamente a la realidad física. ¿Es real lo que físicamente vemos? ¿O lo que físicamente vemos no es como lo vemos?; más precisamente, como pensamos que lo vemos. Pues resulta que es lo segundo.

Somos mayormente espacio vacío

La realidad física no es y nunca ha sido como pensamos que la vemos. Un ejemplo muy claro y concreto de eso es que pensamos que nuestros cuerpos son sólidos, pero, de hecho, eso es falso: somos mayormente espacio vacío. En promedio, el volumen del núcleo atómico es 10 mil veces menor que el volumen del átomo; eso significa que, en promedio, un átomo es 99,9999% de espacio vacío. La respuesta está en la nube de electrones que envuelve el núcleo del átomo: los electrones poseen una carga eléctrica negativa y están ligados al núcleo atómico por interacciones electromagnéticas.

Recordemos que, al igual que ocurre con los imanes: las cargas opuestas se atraen y las cargas iguales se repelen; eso significa que, físicamente, entre la nube de electrones de un átomo que se acerca a la nube de electrones de otro átomo se repelerán entre sí. Como las nubes de electrones son la parte más externa de los átomos, ese efecto se transmite a través de los enlaces a las moléculas y, por ende, a todo el cuerpo que compone un objeto o una persona. Ese es el efecto de percepción de la solidez que sentimos. Pero, en realidad, no es más que eso, percepción, aunque tenga un efecto físico real, como cuando dos cuerpos chocan.

Es una realidad un poco difícil de entender, como la realidad cuántica, que, dicho sea de paso, no existe hasta que es observada o, más precisamente, hasta que la medimos. Eso es causa y efecto de la “relación de indeterminación de Heisenberg”, más conocida como “principio de incertidumbre de Heisenberg”. Este principio-relación establece la imposibilidad física de medir pares de magnitudes físicas observables y complementarias con precisión absoluta; por ejemplo, la posición y la cantidad de movimiento de una partícula.

Si eso le parece extraño, la mecánica cuántica le tiene algo todavía más extraño, el entrelazamiento cuántico: término introducido en 1935 por Erwin Schrödinger para describir un fenómeno de mecánica cuántica que postula que un conjunto de partículas entrelazadas no pueden definirse como partículas individuales con estados definidos, sino como un sistema cuántico con una función de onda única para todo el sistema.

El entrelazamiento cuántico causó tanto revuelo que los físicos Albert Einstein, Boris Podolsky y Nathan Rosen formularon un experimento mental al que se denominó “Paradoja de Einstein-Podolsky-Rosen” o “Paradoja EPR”, para refutar el entrelazamiento cuántico, ya que les resultaba extremadamente perturbador, por cuanto violaba el principio de localidad. Y no es para menos, el entrelazamiento cuántico hace posibles cosas tan extrañas como el intercambio de entrelazamiento que, valga la redundancia, hace posibles cosas tan extrañas como la teleportación cuántica: un proceso en el cual se transmite información cuántica entre dos posiciones alejadas, gracias a estados entrelazados entre ambas localizaciones. Eso sí, el intercambio no puede ir más rápido que la velocidad de la luz.