Las intervenciones de la CIA en América Latina en décadas pasadas son bien conocidas, pero se sabe poco de las más recientes. ¿Qué se trae ahora entre manos?
Comencemos por dar un repaso a los hechos probados. La CIA se crea en 1947, ocupando Truman la Presidencia de EE. UU. Su finalidad era recabar información de inteligencia en otros países y trasladársela al presidente, pero podría decirse que su actividad principal durante la Guerra Fría fue combatir el comunismo. Ahora bien, la manera en la que entendió ese combate fue tan abarcadora, que todo aquello que pudiera contrariar los intereses norteamericanos, o los de sus empresas, quedaba también como objetivo a vigilar y, en su caso, a batir.
Así que, en 1954, tan solo siete años después de su fundación, la CIA ya actuaba de forma contundente en Guatemala contra el Gobierno de Juan Jacobo Árbenz. Árbenz, quien pretendía modernizar el país y hacerlo homologable a los EE. UU., legalizó los sindicatos y repartió tierras ociosas entre el campesinado, por lo que chocó frontalmente con la United Fruit Company, propietaria de extensos latifundios para el cultivo del banano y, de rebote, con el gobierno norteamericano. La historia, como recoge Vargas Llosa en Tiempos recios, acaba con el bombardeo de la capital guatemalteca por aviones de combate acantonados en Nicaragua, donde Somoza prestaba campos de entrenamiento a la CIA para la preparación de las fuerzas golpistas guatemaltecas. Arbenz dimitió para evitar una guerra y Guatemala padeció 40 años de gobiernos dictatoriales que dejaron 250 mil muertos. «Guatemala, nunca más», el informe que costó la vida a monseñor Gerardi, documentó esas masacres.
Era la época de Allen Dulles, director de la CIA entre 1953 y 1961, durante el mandato presidencial de Eisenhower, y la época también en la que triunfó la revolución cubana (1959). Cuando Kennedy accedió a la presidencia, se encontró con la invasión de Playa Girón —bahía de Cochinos— ya organizada por la CIA y decidió no detenerla, aunque ordenó limitar el apoyo de las fuerzas armadas norteamericanas. La invasión sufrió una derrota sin paliativos y cerca de 1,200 exiliados cubanos fueron hechos prisioneros por Fidel Castro, quien los liberó a cambio de alimentos y medicinas. Pero el acoso contra Cuba y las operaciones encubiertas de la CIA, incluyendo múltiples intentos de asesinar a Castro, continuaron hasta la «Crisis de los misiles» (1962), cuando la URSS construyó rampas de lanzamiento en territorio cubano. John McCone, sucesor de Allen Dulles, dirigía entonces la Agencia. Fue él, según narra Tim Weiner en Legado de Cenizas, quien pronosticó que Jrushchov desplegaría misiles en Cuba y quien, cuando se descubrieron gracias a las fotos tomadas por un avión espía, desaconsejó a Kennedy la invasión —lo que hubiera desencadenado una guerra con la URSS, con miles de soldados desplegados en Cuba. McCone propuso el bloqueo naval para impedir la llegada de más barcos soviéticos a la isla y defendió el trato propuesto por Jrushchov: la retirada de los misiles soviéticos a cambio del compromiso de EE. UU. de no invadir la isla y de retirar los cohetes emplazados en Turquía que apuntaban al corazón de la URSS. Kennedy aceptó con la condición de que el acuerdo no se hiciera público para no dañar la imagen de EE. UU., pero la CIA continuó promoviendo y financiando la labor de zapa de las organizaciones cubanas en el exilio contra el régimen cubano.
En la misma década, Joao Goulart gobernaba Brasil con medidas progresistas: reparto de tierras ociosas al campesinado, impuestos progresivos, campañas de alfabetización…, e impulsaba contactos diplomáticos con la URSS. En 1964, durante la presidencia de Johnson, sufrió un golpe militar apoyado por EE. UU. y tuvo que exiliarse. Murió en Argentina sin que nunca se despejara la sospecha de si había sido envenenado.
En Dominicana, la CIA había colaborado en la muerte de Trujillo (1961), quien había amasado una gran fortuna y sobrepasado todos los horrores admisibles contra sus opositores. Aunque ferozmente anticomunista, Trujillo se había convertido en un personaje incómodo hasta para los EE. UU. —Vargas Llosa dedicó La fiesta del chivo al atentado contra aquel tirano. Un año después se celebraron las primeras elecciones democráticas, y ganó Juan Bosch, uno de los líderes de la oposición en el exilio. Bosch fue derrocado a los pocos meses por un golpe militar apoyado por la oligarquía dominicana, aunque los militares generaron tal descontento que estalló una rebelión cívico-militar, esta vez favorable a Bosch. Entonces Johnson, «para proteger la vida de los norteamericanos», envió a 40 mil marines. La historia termina en las elecciones que ganó en 1966, con el apoyo de EE. UU., Joaquín Balaguer, un hombre que se mantendría inamovible durante décadas en el centro del poder dominicano.
La CIA estuvo también muy involucrada en Chile. Ya en las elecciones de 1964 había apoyado con millones de dólares a Eduardo Frei en contra de Allende, pero Allende ganó las siguientes, las de 1970, a pesar de todo lo que hizo la Agencia para evitarlo. Nixon dio órdenes terminantes a la CIA, dirigida entonces por Richard Helms, para que organizara un golpe militar. «No veo por qué tenemos que dejar que un país se haga marxista solo porque su población sea irresponsable», dijo Kissinger, aquel poderoso lugarteniente de Nixon. Se produjo entonces la alianza entre la oligarquía chilena, cuyo portavoz más estridente fue El Mercurio, la International Telephone and Telegraph (ITT) y la CIA —que financiaban—, y las fuerzas armadas chilenas. Antes, se despejó el camino: una emboscada a René Schneider, comandante del ejército y leal a la Constitución, acabó con su vida. Después, el golpe de Pinochet acabó con la de Allende. Era el 11 de noviembre de 1973.
De esa época es el Plan Cóndor (1975), impulsado por Kissinger y la CIA, bajo la presidencia de Gerald Ford, para coordinar las dictaduras militares establecidas en el Cono Sur: Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia, con el fin de que no se escaparan opositores de un país a otro. Se les vigilaba, detenía, torturaba y desaparecía. Docenas de miles de personas fueron víctimas del Plan Cóndor. Estado de sitio, de Costa Gavras, narra el secuestro por los tupamaros de Dan Mitrione, un agente de la CIA que entrenaba a las FFAA uruguayas en la tortura a los detenidos.
En 1979 triunfó la revolución sandinista en Nicaragua. Dos años después, bajo el mandato de Reagan y con William Casey como director, la CIA comenzó a organizar, financiar y suministrar armas a la «Contra». Se volaron los puentes que unían Nicaragua y Honduras y se minó el puerto de Corinto, en la costa del Pacífico. El Congreso norteamericano prohibió entonces a la CIA utilizar sus recursos para combatir al Gobierno nicaragüense, aunque se supo, gracias al «Escándalo Irán-Contras», que la Agencia burlaba esa y otras prohibiciones a la vez: vendía armamento a Irán, hacía negocios con el narcotráfico y financiaba a la Contra con los fondos obtenidos de ambas fuentes. El Gobierno de Reagan siempre negó la participación de la CIA en la desestabilización de Nicaragua, pero un combatiente sandinista derribó un avión que transportaba armas para la Contra desde El Salvador y resultó que iba pilotado por un sujeto a sueldo de la CIA: Eugene Hasenfus. Bien recuerdo ese episodio porque entonces yo trabajaba en Managua contratado por el Instituto de Cooperación Iberoamericana. Esta historia termina con una población agotada ante tanta muerte y con el triunfo de Violeta Barrios de Chamorro en las elecciones de 1990 (aunque Daniel Ortega volvería al poder años después y gobierna ahora Nicaragua como un tirano).
En 1989, se produjo otra invasión norteamericana en la región, esta vez en Panamá, para detener al general y jefe de su gobierno Manuel Noriega, quien había sido procesado en EE. UU. por tráfico de drogas. Noriega había recibido dinero de la CIA, por lo que la Central de Inteligencia no parecía muy interesada en sentarlo en el banquillo, no fuese a contar demasiadas cosas. El presidente Bush (padre) ordenó entonces la invasión de Panamá, que dejó varios miles de muertos, y Noriega fue encerrado en EE. UU. Obtuvo una pena reducida gracias a los «servicios prestados».
Así que, ningún país latinoamericano quedó al margen de la actuación de la CIA, no importa que en EE. UU. gobernasen demócratas o republicanos. De los países no nombrados en los párrafos anteriores, la CIA colaboró en Colombia en el combate contra la guerrilla y facilitó atentados contra varios de sus líderes, como el de Raúl Reyes, número dos de las FARC, muerto en marzo de 2008 (información publicada en The Washington Post); en Perú, Ecuador, El Salvador y Honduras la CIA ayudó a crear la policía secreta y, según investigó Tim Weiner, la CIA respaldaba en los 60 a los líderes de 11 países en la región: Argentina, Brasil, Bolivia, Perú, Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Guatemala, Honduras y República Dominicana. También se ha sabido que Pepe Figueres, fundador de la Segunda República de Costa Rica, quien realizó una reforma agraria y abolió el ejército, recibía dinero de la CIA; que Winston Scott, jefe de la estación de la CIA en México durante décadas, mantuvo una estrecha amistad con el presidente Gustavo Díaz Ordaz y con Luis Echeverría, secretario de Gobernación —quienes decidieron la masacre de Tlatelolco y quienes comenzaron la política de «guerra sucia» contra los opositores— y, en fin, que en Haití, miembros de la Junta Militar que derrocó a Leslie Manigat, quien ganó en 1988 las primeras elecciones democráticas después de la dictadura de los Duvalier, habían estado a sueldo de la CIA.
Este repaso indica claramente que la CIA no solo actuó en situaciones excepcionales, sino que mantuvo una política permanente en toda la región, dirigida a combatir a los gobiernos progresistas y a toda oposición política a las dictaduras aliadas con los EE. UU.
Aventuremos ahora algunas actividades más recientes de la CIA en la región.
Para ello, partamos de cinco supuestos. El primero: desde la caída del Muro de Berlín —que la CIA no previó— y, sobre todo, desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 —que la CIA tampoco anticipó—, se dio un desplazamiento del foco de la inteligencia norteamericana desde el combate al comunismo hacia la lucha contra el islamismo radical. Afganistán, Pakistán, Irak, Irán, la captura de Osama bin Laden, Al Qaeda…, ocuparon las líneas centrales del trabajo del Ejecutivo norteamericano, sus fuerzas armadas y la CIA —a las que pronto se unió Corea del Norte por su programa nuclear. Como recoge Bob Woodward en sus obras sobre Obama y Trump, la CIA coordinaba en Afganistán un ejército encubierto de tres mil afganos entrenados para matar a insurgentes talibanes, y Mike Pompeo, director de la CIA con Trump, estudió la posibilidad —que no encontró viable— de aumentar esas fuerzas paramilitares para que el presidente pudiera reducir la presencia de tropas regulares en aquel país, como era su deseo. Pero el hecho de que la CIA estuviera más ocupada en otros lugares no quiere decir que dejase de actuar en la Latinoamérica.
Segundo supuesto: la CIA mantiene un enraizado anticomunismo, reflejo existente en todos los gobiernos de EE. UU. —demócratas y republicanos—; una herencia escrita en su ADN que la lleva a actuar con «el piloto automático» contra todo lo que sobrepase por la izquierda una socialdemocracia moderada.
Tercero: la CIA mantiene sus competencias intactas, lo que incluye la licencia para llevar a cabo «operaciones encubiertas»; es decir: «Cualquier actividad relacionada con propaganda, guerra económica, acción directa preventiva, incluyendo sabotaje, […] subversión contra estados hostiles, incluyendo ayuda a movimientos de resistencia clandestinos, guerrillas y grupos de liberación…»
Cuarto: aunque el presupuesto actual de la CIA y su número de empleados no son datos públicos, deben seguir siendo cuantiosos. Edward Snowden, quien trabajaba para la CIA, filtró que la Agencia contaba, en 2013, con 14,700 millones de dólares y 21,575 empleados. También sabemos que el director de la Inteligencia Nacional de EE. UU. propuso para 2020 un presupuesto de 62,800 millones de dólares para las distintas agencias de inteligencia, incluida la CIA —una cifra que no incluye el presupuesto para gastos de inteligencia del Departamento de Defensa.
Y quinto: aunque la CIA esté en declive por sus fallos —incapacidad para adivinar el derrumbe de la URSS, ignorancia sobre el ataque que se fraguaba contra las Torres Gemelas…— y por sus errores —la afirmación de que Saddam Hussein disponía de armas de destrucción masiva o, en otro orden de cosas, la guerra sucia contra Nicaragua en los 80 o la práctica de la tortura en cárceles clandestinas…—, sigue siendo una Agencia poderosa y con múltiples instrumentos, incluyendo la posibilidad de contratar «servicios» de empresas de seguridad privadas —como Blackwater— cuyas actuaciones son tan opacas como las de la propia CIA.
Partiendo de estos supuestos, algunos episodios en los que puede sospecharse la mano de la CIA, y que supusieron la caída de gobiernos progresistas en América Latina, son los siguientes: en Honduras, Manuel Zelaya ganó las elecciones presidenciales en 2006, tomó distancias de Washington y se acercó al ALBA, la Alianza Bolivariana para los pueblos de América, que promovía Hugo Chávez. Pronto, enfrentó la oposición de la oligarquía hondureña hasta que los militares lo secuestraron y expulsaron del país en 2009. La historia acaba con nuevas elecciones, que ganó Porfirio Lobo, empresario y candidato del conservador Partido Nacional.
En Paraguay, en 2008, Fernando Lugo ganó las elecciones frente al Partido Colorado, aunque en 2012 fue destituido por el Congreso, acusado de un «mal desempeño presidencial». En 2013, se celebraron nuevas elecciones y el empresario Horacio Cartes, candidato del tradicional Partido Colorado, obtuvo el sillón presidencial.
Más tarde, el conservadurismo latinoamericano se atrevió con una pieza mayor: Brasil. Después de dos mandatos de Lula da Silva y del primero de Dilma Rousseff, la alianza que sostenía al Gobierno de Dilma se rompió en su segunda legislatura y el Congreso la sometió a un impeachment, que terminó con su destitución en 2016. En 2018, la victoria de Bolsonaro puso fin a tres quinquenios de gobiernos de izquierda en Brasil.
Por último, en Bolivia, Evo Morales ganó las elecciones en 2019, pero fue acusado de fraude por el candidato de la oposición y por algunas organizaciones sociales —recordemos aquel «parón técnico» durante el conteo—; entonces se produjeron disturbios y las fuerzas armadas «aconsejaron» a Evo su dimisión. Evo se exilió en México y le sucedió como presidenta interina, Jeanine Áñez, de tendencia conservadora.
¿Qué conclusiones pueden extraerse de estos casos que acaban con el derrocamiento de cuatro presidentes de izquierda? ¿Los instigó o promovió la CIA? ¿Supo de ellos y se limitó a apoyarlos? ¿Se mantuvo al margen? Es demasiado pronto para conocer las respuestas. Las sabremos dentro de algunos años, cuando se desclasifiquen los documentos correspondientes o cuando se produzcan algunas filtraciones. En todo caso, es difícil pensar que, con sus antecedentes, la CIA no haya tenido nada que ver con estos «golpes blandos» o «golpes constitucionales».
Es cierto que las oligarquías latinoamericanas no necesitan que se les instigue mucho y que cuentan a su favor con magistraturas conservadoras, con los principales medios de comunicación y, en última instancia, con el recurso a las fuerzas armadas para cambiar los gobiernos que no son de su agrado. Sobre todo, cuando estos muestran alguna hendidura por donde introducir la cuña de la desestabilización. Y, precisamente, esas hendiduras no han faltado entre los gobiernos progresistas mencionados, como la corrupción, enorme en Brasil con el caso de la constructora Odebrecht; o como la desconsideración, por Evo, del resultado del referéndum que él mismo había convocado en Bolivia para presentar una vez más su candidatura —referéndum que perdió, aunque, después, el Tribunal Supremo falló a favor de Evo y la permitió. Pero no es menos cierto que los intereses de las oligarquías latinoamericanas coinciden como gotas de agua con los estadounidenses y con el sistema económico liberal que defiende la CIA. Así que, a la Agencia, en muchas ocasiones, le basta con «encaramarse» a la desestabilización creada por las propias oligarquías y darle el empujón que podría faltarles para la victoria.
En todo caso, hay motivos para pensar que la CIA, en la región, ha dejado a un lado las operaciones encubiertas «duras», que conllevaban golpes y dictaduras militares, asesinatos, torturas y exilios, y opta ahora por golpes «blandos». No parece casual que el tiempo de esos cambios coincida en buena parte con el mandato de Obama, quien restringió los abusos de la CIA a través de una orden ejecutiva y quien tuvo el coraje de dar un vuelco a las relaciones con Cuba y levantar algunas de las restricciones hacia la isla, como las relacionadas con el envío de remesas o el turismo. Obama mostró un mayor respeto hacia la región, aunque todavía quede mucho por hacer y aunque su Gobierno desencadenase una persecución brutal contra Julián Assange y WikiLeaks por el «delito» de informar a la opinión pública, entre otras cosas, de los «excesos» cometidos por EE. UU. y la CIA en diversos países del mundo.
Joe Biden acaba de tomar posesión de la presidencia de EE. UU. ¿Será capaz de profundizar en el respeto a los derechos humanos y a la voluntad popular en Latinoamérica? ¿Modificará la tradicional política de EE. UU., agravada por Trump —y con el paréntesis que supuso Obama—, hacia los conflictos heredados de la Guerra Fría, como la relación con Cuba? ¿Corregirá la tibieza en el apoyo a los Acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla colombiana? ¿Tratará de apoyar la búsqueda de una salida honorable para Venezuela, en lugar de boicotearla? ¿Dejará de perseguir a Julián Assange? Y una última pregunta: ¿pedirá EE. UU. algún día perdón por los tantos desmanes de la CIA en el pasado? Pronto tendremos algunas respuestas.