¿Cómo describir aquella brisa de diciembre, aquella esquina mágica del viejo San Juan? Era a fines de la década de 1940, cuando era niño y mis padres me llevaban a ver las decoraciones navideñas en las vitrinas de González Padín que, en aquella época, era la tienda por departamentos más grande de Puerto Rico. Todo era música y algarabía en aquellos días prenavideños; ya era invierno, en San Juan la temperatura estaba en los 75 grados F (23.8 C) y la gente se abrigaba con suéteres. Yo estaba como siempre, ensimismado con tanta anticipación, regalos, fiestas, sonrisas. Eran esos momentos de vida que uno recuerda con gran dicha y cariño.
En la plaza, frente a la esquina de Padín, estaban las estatuas de los reyes magos. Sus camellos, alineados frente a un nacimiento gigante donde se reproducía la escena del nacimiento en Belén. Eso de ser niño, en aquel momento, era una maravilla; la felicidad entera se percolaba por mis sentidos.
Las flores, todas, explotan en colores sin fin en todos los tonos posibles y visibles para engalanar el jardín. Algunas vuelan al soplo de la brisa y se arremolinan en mariposas. Se las ve elevarse y aterrizar en margaritas y rosas en sus vuelos y giros alocados, tal vez embriagadas por el néctar de la vida. Los pájaros de todos los colores, liberados en vuelo y canción, cantan una sinfonía en andante y allegro que permea por doquier; así es, a veces, la vida.
Pero también la vida es susto; hay tantas amenazas, latentes y aparentes, a equilibrios imaginados. Amenazas a esa «estabilidad» de vivir tranquilo. Sí, tanta desgracia acaecida en desastres e historias de vida sobre las gentes. Tanto despilfarro y egoísmo de muchos y sobre todo de uno mismo, afianzados como estamos cada uno a nuestras formas y egos, al reinado de lo mío.
A lo que pasa en colectivo le llamamos historia y si es en privado es memoria. Esto ocurre siempre en combinaciones. Hay algunos personajes en esta película de largo metraje cuyos nombres y hazañas se recuerdan por un rato. El tiempo varía, por supuesto, pero finalmente se borran todos los trazos. A veces es corta la vida, otras veces parece larga. La embriaguez de la satisfacción, de lo logrado, o la frustración y el sufrimiento de lo perdido dura unos momentos, aunque a veces parece mucho tiempo. Pero eso sí, al final siempre soplan vientos que limpian todo en torbellino, historias, memorias, logros y desdichas. Aun los jardines se quedan sin pájaros, sin mariposas, sin flores; hasta que nace todo de nuevo en otro aliento de vida.
Leemos y escuchamos noticias todo el tiempo. Nos pasamos el rato haciendo comparaciones entre buenos y malos. Proyectamos la vida como película en el telón de nuestras mentes con sus batallas tribales, guerras, conquistas, próceres, héroes y personajes anónimos. Unos son villanos crueles y otros son personas compasivas. Hay momentos de soledad y de unión, de abrazo y rechazo. La vida, sí, esta vida tiene erupciones tremebundas y lagos de calma profunda, explosiones mortales de volcán y caricias sanadoras de madre. Parece ser una sola energía que se expresa en una gran diversidad de formas y ritmos. Una sola canción que vibra y resuena en todo, inaudita.
Vuelvo a la esquina de Padín, en diciembre de 1949, a ser niño con mente mágica que, junto con los adultos de costumbres arraigadas, celebraba —con una mezcla de emoción— tradición, comercio y espiritualidad el advenimiento de Jesús.
Pero si hubiese sido niño creciendo en la India, durante la celebración de Diwali —el festival de la luz—, me hubiese también emocionado con las velas encendidas en cada casa, las luces centellando en los edificios, la alegría de la celebración, con el festival de tradición, comercio, emoción y espiritualidad. Significaba el regreso de Rama del exilio, el triunfo de la luz sobre la oscuridad.
O siendo niño en un país musulmán mis recuerdos girarían ahora en torno a Eid al-Fitr , el día al final del período de Ramadán, donde en una gran celebración los amigos y la familia se reparten dulces, se estrenan nuevas ropas y se hacen regalos en medio de decoraciones con luces en todas las casas. En la China sería en torno al año nuevo.
Sí, tal parece que todos pasamos por eso —en algún contexto cultural, histórico, personal. Vivimos, nos maravillamos ante la maravilla de la vida, su música, ritmo, belleza y misterio. Todos tenemos alegrías, sufrimientos, gracias y desgracias, frustraciones y satisfacciones. Podemos percatamos de que todo crece y cambia en ciclos y de que el tiempo es inexorable.
La historia desfila, los historiadores acumulan y categorizan sobre los cuentos de guerras, sobre los llamados líderes, los descubrimientos de unas tribus por otras, sobre sus creencias y pensamientos. Nos hablan sobre políticos, organizadores, vividores —algunos compasivos e ilustrados, otros medios locos, embriagados de poder y frustrados— y de sus masas de seguidores que alimentaron su potestad positiva o negativa: Nabucodonosor, Calígula, Genghis Khan, Gandhi, Mandela, Hitler, Mussolini, Trump y tantos otros. Para bien o para mal, estos ejercían un «poder» sobre los demás, pero yo creo —sin realmente saberlo— que en realidad eran como las erupciones de un volcán o las lluvias de primavera sobre un trigal. Eran manifestaciones de las mismas fuerzas operantes de la vida, negativas o positivas, vestidas ahora de personajes de humanidad.
Fuerzas y energías, antes inmanentes e impersonales, ahora expresadas en conciencia individualizadas después de múltiples procesos y experiencias de sobrevivir en un largo proceso de evolución. La energía se da cuenta de que se da cuenta; es decir, la conciencia inmanente se hace consciente de sí misma. Todo se vierte, se mezcla, se aferra, se adhiere en el desarrollo de esa complejidad estructural que permite que la energía manifieste finalmente en una forma donde puede darse plena cuenta de sí; esto es, pueda reconocerse a sí misma. Pero, en vez de darse cuenta de sí, se da cuenta primero de los procesos involucrados en su evolución: la acumulación, la autopreservación, la separación, el instinto y la identidad que la llevaron a ese momento; se aferra a ellos y entonces se define. Nos definimos con esta identidad temporera como personajes del cuento; en vez de con la energía, la esencia, el ser. El cual es el único actor y autor de la obra.
Entonces comienza otra etapa de nuestro desarrollo; la de descargar todas estas impresiones adheridas como costra en nuestras mentes, la de superar estos egos tan definidos: esos comparativos, esos apegos a formas, esos instintos, esas ideas, aquellos prejuicios, creencias. A lo mío, a lo que nos concierne. Este estar separado del resto de lo que vemos, como un escenario ajeno de lo otro, de los otros; solo damos cabida a lo que afecta al mundo de lo mío, mis amores, mi familia, mi tribu, mis nubes de electrones, mis proteínas.
Así vivimos, enredados en nuestras propias palabras, buscando la explicación de todo en el silencio; conversando, observando, concluyendo. Sujetos inevitablemente a los procesos de tiempo y presintiendo a veces —de manera tenue e impensable— una existencia inmanente que trasciende y atraviesa todo en un sólo punto de nada, en una difusión infinita de cosas en dimensiones de espacio y tiempo imaginarias.
Mientras tanto, contamos los ahora; los giros de la tierra alrededor del sol. Los telómeros adentro de los cuerpos en las entrañas de las células se van descomponiendo y haciendo viejos; las formas y procesos van decayendo. Las semillas se transforman en árboles que florecen en otras semillas, luego se derrumban y se descomponen en ingredientes para alimentar a las nuevas generaciones de semillas que germinan; todo cambia, todo se muda en este pasar.
Por eso celebramos con tanto entusiasmo los giros de las estaciones y contamos las salidas del sol y los días de ausencia de nuestros amores en la vida. Para esto hacemos calendarios, para recordar y anticipar, para celebrar el pasado y el futuro por llegar. Así ignoramos el presente y el instante que termina; al escribir o leer, la próxima letra se nos va sin saber.
Por eso hoy, al comienzo de esta segunda década del llamado tercer milenio, me remonto al final de la cuarta década del pasado siglo y, desde unas ventanas inocentes de ojos de niño, recuerdo y me maravillo ante la magia de los colores, las luces y los regalos. El porvenir que yacía en las vidrieras de González Padín. Los invito a todos a celebrar en esta magia de contar que siempre nos acompaña; a celebrar otro giro más de la tierra alrededor del sol.