Una ciudadanía universal es o pretende ser una identidad global. La identidad se entiende como la capacidad y la consciencia de reconocerse como un ente individual o colectivo del cual formamos parte por nacionalidad, por religión, por cultura, por raza, por género, por profesión u oficio, por clase social, por partido político, por estatus económico, por ideología, por tradición, por herencia, por familia, por nombre.
Hablar entonces de una identidad global podría corresponder al apelativo de «terrícola», de habitante de este mundo (y distinguirnos así de los posibles «jupiterinos» o «saturnianos»). Por el solo hecho de llegar a la vida como ser humano, por encima de tiempos y lugares, de Estados, naciones y fronteras, estaríamos todos formando parte de la «familia humana», pero ¿es así? Los excluidos, los esclavizados, los enajenados ¿son parte de esa familia? Para interrogarse e interrogarnos sobre «la condición humana», se han escrito ensayos con ese título, entre otros, uno de André Malraux, y otro de Hanna Arendt, si bien abundan las obras literarias y filosóficas sobre lo que esa condición significa. ¿Basta tener un cuerpo, unos ojos, unas orejas, una boca, una lengua, para tenernos por «humanos», o hace falta algo más, como eso que llaman consciencia, autoconsciencia, sensibilidad, psique, espíritu?
Si nos acercamos a este asunto desde una perspectiva menos jurídica que política, más bien histórica y sociológica, podremos ver que, desde los primeros homínidos hasta nuestro tiempo, los seres humanos han pasado por toda una amplia gama de identidades que, por otra parte, desde un punto de vista biológico y psicológico, también van cambiando conforme con las edades propias del desarrollo de individuos y grupos sociales.
Independientemente de lo que las ciencias humanas y sociales han ido investigando y constatando, en particular en campos como la antropología o la etnografía, por la ingeniería genética sabemos ahora que las matrices biocelulares de un chimpancé y de un humano son prácticamente iguales. Hipótesis derivadas del evolucionismo darwiniano, en relación con la supervivencia de especies e individuos mejor dotados, han ido quedando atrás ante las evidencias que presentan trabajos modernos sobre el ADN y las cadenas genéticas.
No se requiere ser un especialista para saber a «ciencia cierta» que la raza humana es una y la misma para todos sus componentes.
En efecto, ni la morfología, ni el cráneo, ni el color de la piel o de los ojos hacen fundamentalmente diferente a un ser humano de otro.
Son, más bien, las condiciones del hábitat las que van generando las diferencias circunstanciales entre grupos y entre individuos. Diferencias que ahora, en la simultaneidad de tiempos históricos diversos, van a hacerse más visibles como características «propias» de personas, pueblos y naciones en la modernidad.
Coexisten y conviven con diversos niveles de desarrollo sociedades distintas en la multiculturalidad. Hay todavía comunidades autárquicas en espacios aislados o remotos, pero son más bien excepciones. Las tecnologías de las comunicaciones han puesto al alcance de todos, o de casi todos, la vida cotidiana de cualquier comunidad por encima de fronteras geográficas, lingüísticas y culturales.
Y bien, lo que ahora nos interesa destacar no es tanto lo que tiene que ver con el concepto jurídico de ciudadanía y sí, mucho más, con las realidades históricas de la conformación de comunidades y de las relaciones económico- políticas de las distintas sociedades. Es la geografía humana y la demografía las que nos muestran los modelos de distribución poblacional y su evolución histórica en la relación dialéctica de dominación entre naciones y clases sociales. Es decir, es el hábitat y la condición de pueblos conquistadores o conquistados, colonizadores y colonizados, soberanos y sometidos, lo que conformará la identidad del amo y del esclavo (Hegel), de ciudadano o de extranjero, al interior y al exterior de una determinada comunidad.
Y esta condición de identidad comunitaria no está dada de manera abstracta o subjetiva, sino que corresponde a las realidades histórico-sociales, económicas y políticas de cada pueblo y entre distintos pueblos. ¿Soy parte de una monarquía, de una república, de una metrópoli o de una periferia? ¿Soy un ciudadano de pleno derecho en mi país y frente a cualquiera otro, o soy un súbdito, un extranjero, un residente o un migrante en estado de tránsito o de destino? ¿Cuál es mi identidad e identificación como persona y como ciudadano?
Desde un punto de vista teórico, conceptual, el tema de la «identidad», en relación con la «ciudadanía mundial» ha sido abordado por pensadores como Kant, Habermas, Boaventura de Sousa, Wallerstein, entre otros. En «Identidad y diferencia», Heidegger ha tocado cuestiones que, de algún modo, desembocan en la caracterización de entes y de identidades; ha trabajado también sobre la noción de «pueblo», pero no podríamos ir más allá sin desviarnos de nuestro objetivo.
Por su parte, aunque no en referencia directa a la ciudadanía, Wallerstein ha escrito sobre los «universalismos» de matriz europea. El discurso del universalismo europeo ha sido parte de ideologías colonialistas al servicio del poder, y ha pasado a lo largo de 500 años por tres principales etapas: el derecho de injerencia, el orientalismo y el universalismo científico.
La primera es el argumento de que las políticas que practican los líderes del mundo paneuropeo son en defensa de los «derechos humanos» y para impulsar algo a lo que se da el nombre de «democracia». La segunda forma parte de la jerga del choque de civilizaciones, donde se asume siempre que la civilización «occidental» es superior a «otras» civilizaciones porque es la única que ha logrado basarse en esos valores y verdades universales. Y la tercera es la defensa de las verdades científicas del mercado, el concepto de que «no hay más alternativa» para los gobiernos que tienen que aceptar las leyes de la economía neoliberal y actuar con base en ellas.
Todavía resuenan los argumentos de Ginés de Sepúlveda (De justis belli causis apud indios, 1550), cuando dice que los amerindios son «bárbaros, simples, iletrados y sin educación, bestias totalmente incapaces de aprender nada que no sean habilidades mecánicas, llenos de vicios, crueles y de tal calaña que es aconsejable que sean gobernados por otros». Es una retórica parcial y distorsionada, un discurso de superioridad intimidatorio y arrogante, claramente destinado a dominar al «otro». Frente a eso, como se sabe, Bartolomé de Las Casas escribió la Brevísima relación de la destrucción de las indias (1552), un relato devastador sobre el «repartimiento» de los amerindios como mano de obra forzosa para los españoles. Pero aún con tan alto espíritu de justicia, dejó plantada la semilla de otro universalismo, el religioso: «El evangelio no se difunde con lanzas sino con la palabra de Dios, con la vida cristiana y la acción de la razón».
Frente a estos universalismos europeos, Wallerstein (Conocer el mundo, saber el mundo, 2001), nos propone la nueva concepción de un «universalismo universal», que rechace las caracterizaciones esencialistas de la realidad social y «deje atrás tanto los universales como los particulares, reunifique lo supuestamente científico y humanístico en una epistemología única y nos permita mirar con ojos altamente clínicos y del todo escépticos cualquier justificación de ‘injerencia’ a manos de los poderosos contra los débiles».
En coincidencia con Wallerstein, es claro que, para las epistemologías del sur, el «universalismo europeo es un particularismo que, a través de formas de poder, muchas veces militar, logró transformar todas las otras culturas en particulares, y por eso, en este momento, tenemos una aspiración de universalismo. Pero es desde abajo que debemos construir, de una manera subalterna, insurgente, porque el universalismo europeo fue generador de todo el nacionalismo arrogante de Europa».
Según Boaventura de Sousa (Para descolonizar Occidente. Más allá del pensamiento abismal, 2010), es necesario desarrollar una nueva teoría de ciudadanía para dar cuenta de los crecientes movimientos transnacionales subordinados y de los desafíos que presentan al régimen internacional de los derechos humanos.
La ciudadanía debe ser «desterritorializada» (menos nacional y más igualitaria), de tal manera que la diáspora jurídica de millones de personas desplazadas pueda llegar su fin. La ciudadanía debe ser «descanonizada» (menos sagrada y más democrática), de manera tal que el pasaporte y la visa dejen de ser un fetiche jurídico de acuerdo con el cual la vida cambia y del cual depende la dignidad humana de muchas personas. La ciudadanía debe ser «reconstruida» de manera socialista (más consecuente socialmente y menos única), para que la doble o aun la triple ciudadanía pasen a ser la regla y no la excepción.
Son bien conocidas las teorías clásicas acerca de la relación entre individuo y sociedad, entre ciudad y ciudadanía, por lo menos desde la Ilustración hasta nuestros días. Las conceptualizaciones de «universales» y de «universalismos» de matriz eurocéntrica pueden prestarnos una utilidad restringida. Pero, si buscamos los ejemplos o los casos en los que se ha intentado hacer efectiva y válida una «ciudadanía universal», los registros formales nos llevan apenas a algunas constituciones y al Derecho internacional. Por ejemplo, hubo ya una especie de «pasaporte universal» expedido por la ONU y hubo otro expedido por el gobierno de Ecuador (2008), si bien ninguno tuvo mayores consecuencias ni perdurabilidad.
Bien sabemos que hay quienes impulsan el llamado Nuevo Orden Mundial (NOM), líderes de la economía y la política (Kissinger, Rockefeller, Bill Gates, Soros, et al) que no anteponen sentimientos personales o humanitarios al pasar revista a los grandes problemas de nuestro tiempo. Su sentido pragmático del poder los mantiene al margen de ideologías y especulaciones teóricas. Más que ocuparse de una posible «ciudadanía mundial» con derechos y garantías de movilidad global, su preocupación va en el sentido inverso: cómo establecer filtros y límites a los flujos poblacionales de quienes se desplazan para sobrevivir. Saben lo que tienen y lo que quieren, y si algo los hace coincidir en una «visión del mundo» común y compartida es la preservación y el ejercicio de un «poder» hegemónico, del que se reconocen como dueños incontestables y absolutos.
Hay en cambio, originado no por acuerdos o convenios de entidades internacionales o de gobiernos, sino por decisiones colectivas de bases y movimientos sociales, más o menos espontáneos, un muy reciente intento de llevar adelante un proyecto de mundialización, impulsado por ciudadanos del común. En efecto, convocados por y para ciudadanos en su carácter de individuos o de miembros de organizaciones civiles y sociales, quienes se reunieron en Porto Alegre desde el 2001 para integrar un Foro Social Mundial, bajo la consigna de «Otro mundo es posible», han venido a ser los pioneros históricos para crear o reconocer en los hechos a una «ciudadanía mundial».
Por más utópico que pueda parecer, es apenas hace dos décadas que surge el primer intento de una emergente «ciudadanía mundial» que, aun cuando no se exprese de manera suficientemente específica y contundente sobre el particular, trata de generar y de influir en la organización de lo que más adelante podrá llegar a ser un gobierno mundial. Y ello significa, por tanto, hacer valer urbi et orbi la condición individual y colectiva de una ya ineludible identidad global. Este es un hecho real, aunque aún no se alcance a ver su trascendencia histórica. A pesar de sus limitaciones, no ya entre Estados y entidades intergubernamentales sino en el marco del FSM, es que se da la primera gran tentativa orientada a fundar, desde la base de los movimientos sociales que recorren el mundo, una ciudadanía global; es decir genuinamente universal. Como ha dicho Borges: «Un hombre es todos los hombres».