Estados Unidos es hoy la gran potencia capitalista dominadora del mundo. Con una economía enorme y unas fuerzas armadas sin par, con presencia política y económica en prácticamente todos los países del mundo, su clase dominante se siente intocable, portadora de un presunto «destino manifiesto» que le autoriza a actuar como el gendarme global. Pero la nación, más allá de la ilusión de «paraíso» que nos intenta vender a través de Hollywood y toda su parafernalia propagandística, tiene grandes problemas en lo interno. En definitiva, es un país capitalista y, el capitalismo, en tanto sistema socioeconómico, en tanto un modo de producción histórico, no puede solucionar los problemas de la humanidad, porque no está para eso. El capitalismo está para generar lucro personal, no importando el costo: Estados Unidos de América es el paradigma de ese modelo. Si para mantener esa pretendida «prosperidad» hay que masacrar gente o masacrar la naturaleza, no importa. Esa «masacre» constitutiva y estructural hoy empieza a pasarle factura: la sociedad estadounidense construyó un paraíso insostenible, consumiendo más de lo que produce, manteniendo ese nivel de confort solo a base de violencia. Parece que le está llegando la hora como imperio hegemónico.
En su continua lucha y difusión ideológica, propagando las presuntas bondades del american way of life, el imperialismo de Estados Unidos se llena la boca hablando de «democracia», así como de otras preciosuras como «libertad» y «derechos humanos». Pero su sistema político es obsoleto, lo más antidemocrático que existe: no hay voto directo de la población. Los mandatarios son elegidos a través de un muy cuestionable mecanismo de colegio electoral, que se presta a innumerables acuerdos secretos donde la población votante no tiene ninguna participación. Si de democracia se trata, la gran potencia del Norte no es, precisamente, el referente más adecuado. El interminable bipartidismo de demócratas y republicanos, financiado con astronómicas cifras por parte de las grandes empresas privadas, no augura la real y genuina participación de la población.
La coyuntura interna del país pone hoy a Estados Unidos como una nación en crisis, aunque se quiera presentar una imagen de perfección y prosperidad. Por supuesto que hay prosperidad, pero para un grupo cada vez menor, que maneja monumentales ganancias. Es una realidad incontratable que, sus años de oro, luego de la Segunda Guerra Mundial cuando aportaba un tercio del producto bruto global y detentaba el monopolio de la bomba atómica, han pasado (hoy aporta el 18% de esa riqueza, pero consume el 25%). Sin estar en bancarrota, ni mucho menos, ha perdido ese dinamismo de otrora. Si bien terminada la Guerra Fría, a inicios de los 90 del siglo pasado, con la desintegración de la Unión Soviética, quedó como potencia absoluta unipolar, con una Unión Europea a la que colocó como su furgón de cola y manso aliado político-militar, el panorama global actual ha cambiado. Estados Unidos ya no es un gigante monolítico a prueba de todo.
El consumir más de lo producido, asegurando ese despilfarro en unas monumentales fuerzas armadas que obligan al resto del mundo a hacer del dólar una moneda intocable, le ha pasado factura. Hoy, la deuda externa de Estados Unidos es técnicamente impagable. Su economía, en forma creciente, vive de otras economías (China y Japón son sus principales financistas). Sus grandes mayorías, de todos modos, pese a esa situación insostenible en el tiempo son obligadas a un consumo irracional y desbocado, y sus grandes corporaciones siguen lucrando con eso. El deterioro casi irreparable del planeta a causa de esa depredación parece no importarle a su clase dominante.
Como país, sigue siendo hegemónico, sin dudas. El imperialismo norteamericano no está derrotado, en absoluto. Sin embargo, las décadas de políticas neoliberales feroces que su oligarquía obligó a impulsar en el resto del mundo, y que también aplicó a lo interno, aumentaron enormemente las diferencias económico-sociales y hoy hay alrededor de 40 millones de pobres, así como un millón de homeless (personas sin hogar). Todo ello no es solo consecuencia de la pandemia de COVID-19, sino del modelo de desarrollo ultraliberal que favorece a un pequeño estamento a costa de las grandes mayorías. Ningún presidente ha ido contra ello, simplemente… porque no puede. Quien osara medianamente a enfrentarse al monumental complejo militar-industrial —parte fundamental de la economía estadounidense— para intentar terminar con la guerra de Vietnam, John Kennedy, terminó con un balazo en la cabeza.
La concentración de la riqueza es absolutamente injusta, desigual, similar a la de los «Estados fallidos» que se permite denostar acusándolos de «subdesarrollados»: el 1% de su población (WASP: white anglosaxon protestant-blanco anglosajón protestante) concentra el 38.6% de la renta, mientras el 90% de las familias más pobres apenas posee el 22.8%. Además, el racismo visceral que atraviesa su historia hace que la pobreza recaiga fundamentalmente en la población negra e hispana, los trabajadores más explotados y excluidos. Las recientes explosiones antirracistas con motivo de la muerte del ciudadano afrodescendiente, George Floyd, muestran cómo el suprematismo blanco sigue presente. Haber tenido un presidente negro, más allá de lo «políticamente correcto» de la cuestión, no resolvió en nada el racismo histórico. Los grupos neonazis blancos, y más aún con el aval del ahora expresidente Trump, siguen envalentonados. Y los rangers siguen «cazando» migrantes latinoamericanos en su frontera sur con el silencio cómplice de las autoridades.
Acaban de pasar las elecciones. Como acertadamente lo dijo Carlos de Urabá:
Dos ancianos se disputan la presidencia de los EE. UU.; son dos viejos marrulleros y fanfarrones, dos oligarcas decrépitos acusados por distintas mujeres de abusos sexuales, dos mafiosos neoliberales profesionales de la mentira y la manipulación de masas.
Si bien pueden significar políticas distintas a lo interno (muy relativamente distintas, porque las líneas maestras de esas políticas no se trazan desde la Casa Blanca sino desde las corporaciones que manejan el país), para el resto del mundo las cosas no cambian. Como alguien dijo mordazmente: «es como elegir entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola».
Ganó Joe Biden, se va Donald Trump; para algunos, quizá muy ilusoriamente, eso significa un cambio sustantivo en la dinámica política del imperio. Insistamos: demócratas y republicanos no ofrecen cambios sustantivos. En lo interno, quizá matices; en lo externo: nada. El «premio Nobel de la Paz», el afrodescendiente y miembro del Partido Demócrata, Barack Obama, fue el mandatario que más guerras impulsó últimamente y que más migrantes latinoamericanos irregulares deportó en la historia. Después de la administración Trump, manejada por un racista xenófobo y machista de ultraderecha, propenso al neonazismo, con salidas extemporáneas y dueño de un narcisismo patológico, Biden puede aparecer como «progresista». Pero ¡cuidado!, ¡no engañarse! Él es parte del establishment político de una derecha reaccionaria que, disfrazada de cierto progresismo, no varió un milímetro la injerencia imperial en Latinoamérica cuando estuvo sentado en Washington; él fue, junto con el presidente Obama, el artífice de todas las maniobras para llevar al poder a candidatos ultra neoliberales en la región, desplazando a los gobiernos de centro-izquierda. No hay que olvidar que fue él quien estuvo tras la salida de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula en Brasil para proclamar al neonazi Bolsonaro; fue él y la administración demócrata quienes llevaron a la presidencia a ultraconservadores como Mauricio Macri en Argentina y a Sebastián Piñera en Chile; fue él y el equipo de la Casa Blanca quienes continuaron con el bloqueo a Venezuela, declarando a ese país «amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos». Ante un ultraderechista como el multimillonario Trump puesto a dirigir el país a través de tweets, un político de línea tradicional, con una vicepresidenta mujer y mulata, que habla más responsablemente de cómo enfrentar la pandemia de coronavirus, Biden puede parecer una bocanada de aire fresco. Pero observemos con detenimiento: que una vez más los espejitos de colores no nos obnubilen.
La política exterior del imperio, no olvidarlo, no varía según el color partidario del presidente de turno, porque la misma es fijada básicamente por el complejo militar-industrial y la gran banca privada. Nosotros, en Latinoamérica, constituimos su «patio trasero». Guatemala, en particular, es poco relevante para esa política. Toda Centroamérica constituye apenas el 1% del comercio exterior del imperio (solo sirvió como «laboratorio» para lanzar en Guatemala la «lucha contra la corrupción», luego implementada en Brasil y Argentina, maniobra de la que fue principal actor en terreno el ahora presidente electo). Pero les interesa mantenernos bajo su yugo solo por lo que puedan robar en estas tierras: materias primas, industrias extractivas, llevándose lo mejor dejando migajas y desolación, petróleo (¿ataque impiadoso a Venezuela?), litio (¿reciente golpe de Estado en Bolivia?), biodiversidad de las selvas para sus industrias farmacéuticas, agua dulce. Les interesamos para que nada cambie aquí, para que sigamos siendo su reaseguro ahora (subcontinente cautivo), en un mundo donde la República Popular China, junto con Rusia, comienzan a disputarle la hegemonía global. Por eso tienen más de 70 bases militares en la región latinoamericana. Si las mismas están para «combatir el narcotráfico», algo no cuadra allí. Por ejemplo, en Colombia, con 20 mil millones de dólares gastados en el Plan Colombia (cobrados por las compañías estadounidenses fabricantes de armamentos y proveedoras de servicios militares varios) no se detuvo la narcoactividad y el consumo de narcóticos de ciudadanos estadounidenses no bajó. ¿Realmente se combatía el narcotráfico? ¡Qué ineptitud militar entonces!
Con cualquier presidente: Biden, Trump, Obama, Bush, Reagan, Carter, etc., seguimos siendo quienes le proporcionamos mano de obra casi regalada a través de la población desesperada que huye de los empobrecidos países latinoamericanos en busca de una presunta salvación personal, y continuamos siendo saqueados por su voracidad imperial, pagándole inmorales deudas externas que se nos obliga a contraer (al nacer, un niño de la región ya debe 2,500 dólares al FMI y al BM), prácticamente regalándole nuestros productos no industrializados por centavos. Y, últimamente, dando nuestro trabajo en maquilas o call centers (maquilas para quienes hablan bien inglés) por sueldos de hambre, infinitamente más bajos de lo que los capitales estadounidenses deberían pagarles a trabajadores propios en su territorio. Dicho sea de paso: en maquilas y call centers está terminantemente prohibido constituir sindicatos, y ya es ley no escrita dar siempre la «milla extra» (quien no lo hace es un «mal colaborador»).
En síntesis: no importa qué presidente esté temporalmente en la Casa Blanca. Para nosotros, en Latinoamérica, nada cambia en lo sustancial. La Doctrina Monroe sigue presente: «América para los americanos»… ¡del Norte!