De mirabilibus quae Rome quondam fuerunt vel adhuc sunt.
Las cosas estupendas que hubo una vez en Roma y que todavía existen.
(Magister Gregorius S. XII/XIII)
En un importante diario de Jerusalén, que siempre ha sostenido posiciones valientes sobre la paz y es punto de referencia para políticos e intelectuales israelíes, apareció la noticia: El ángel pintado por Paul Klee, en 1920, al óleo, acuarela y carboncillo (31.8 x 24.2 cm), el Angelus Novus, desapareció del Israel Museum. No se referían al cuadro, sino al ángel del cuadro.
Este es uno de los dibujos más conocidos entre todos los que Klee hizo entre 1913 y 1940, año de su muerte. Probablemente, porque fue importante para Walter Benjamin, este escribió: «Hay un cuadro de Klee titulado Angelus Novus. Hay un ángel que parece alejarse de algo que él está mirando. Tiene los ojos bien abiertos, la boca abierta, sus alas extendidas...»
El ángel, dicen quienes saben de ángeles, «testimonia el misterio en cuanto misterio, transmite lo invisible en cuanto invisible, no lo traiciona para los sentidos».
¿Cómo son y qué hacen los ángeles en Roma para no «traicionar» lo invisible en una ciudad que es solo sentidos?; ¿tan teatral y barrocamente visible? Roma está poblada por ángeles de todos colores, formas, materiales... y alguno que nunca se ve.
¿Por qué los ángeles?
Si la imagen de un ángel es una traición a los sentidos, entonces no son ángeles de verdad. ¿O sí?
Siempre estuvo ahí, en lo más alto del edificio al otro lado del río. Desde su casa no podía verlo. Vivía en un primer piso, húmedo y sombrío. Solo un estrecho callejón quedaba entre su casa y el Lungotevere Tor di Nona, un muro de más de dos pisos de alto en una zona degradada del centro histórico de Roma.
Construidos entre 1876 y 1926, los muros que contenían las crecidas del río que por siglos azotaron la ciudad, están en la zona más expuesta a las inundaciones. La cuenca hacía una curva que el agua, apurada por llegar al mar, quería evitar y la invadía sin piedad.
Al otro lado del río, en lo más alto de un gran edificio habitaba un ángel, decían los mayores. Sin haberlo visto, el ángel al otro lado del río era una vaga sensación.
Angelo Angelosanto pocas veces salió del barrio. Tor di Nona era su universo. Decenas de familias compartían la misma pobreza, la misma humedad y el mismo encierro urbano. En Tor di Nona, el lugar más triste de la ciudad, hasta la mitad del siglo XVII, existió la principal cárcel papal de Roma. Giordano Bruno, el cura herético, la conoció bien. Fue castigado y quemado en la hoguera en la plaza de Campo de’ Fiori: Anno Salutis Humanae 1600.
Tampoco tenía un gran interés en conocer un ángel. Tenía el mismo valor de una rama o una piedra, materiales más que suficientes para construir su mundo infantil; mundo construido desde lo poco. Así como estaban las cosas le parecía bien.
Se le aparecieron en sus primeros viajes fuera del barrio. Estaban por todos lados: en los edificios, sobre los puentes, en las plazas, en las fuentes; todos distintos, todos blancos, de piedra; los ángeles.
En Roma las esculturas de piedra se acumulaban desde hacía más de dos mil años. Entre estatuas parlantes, entre piedras seculares numeradas, había que descubrirlos, obvio. Solo que el del otro lado del río permanecía invisible, todavía.
La escala de piedra angosta y obscura fue un descubrimiento importante. Subía, conducía a la terraza en el techo. Ahí se colgaba la ropa. Desde ahí se le apareció, sin previo aviso. Era de metal, inmenso; reposaba sobre la tumba de Adriano —el emperador— que el tiempo fue transformando en espléndida residencia papal; en la más resistente de las fortalezas y en oscuras cárceles durante el Renacimiento. Ahora, en museo, el Castel Sant’Angelo, al otro lado del río.
Nunca había visto un ángel tan grande, tan alto y con su espada; tan amenazador. El techo de su casa fue su silencioso y solitario observatorio. Veía pasar la corriente del río hacia la izquierda, río abajo y el tráfico de vehículos del Lungotevere hacia la derecha, río arriba. Desde ahí veía el cielo coloreado: amarillos, anaranjados, violetas, azules, grises, negros; nubes y aviones.
Prefería el otoño y el invierno. Veía al ángel a través de los grandes plátanos orientales de la ribera del Tíber. Las hojas cayendo, o ya en el suelo, se lo permitían sin tener que moverse. El verano y la primavera llenos de hojas verdes, lo escondían. Pero, sobre todo, lo prefería de noche. Iluminado, parecía volar. Ángel guerrero y volador. Por eso sus alas extendidas, al otro lado del río.
Todo podía cambiar. De hecho, todo cambiaba, pensaba. Los colores del cielo o el tráfico de vehículos. Solo dos cosas permanecieron siempre iguales, el ángel y el río, siempre hacia su izquierda.
Tenía claro que lo mirado se veía diferente dependiendo del punto de vista. El río, desde la otra orilla, desde el Vaticano, por ejemplo, corría hacia la derecha, pero a él le tocó nacer y vivir al otro lado, en el lado pobre. El río corría hacia la izquierda. Y no solo el río, se daría cuenta más tarde en la vida. Y los ángeles, bueno.... no se movían, ni mucho menos hacia la izquierda. Siempre estaban ahí, hieráticos, amenazantes algunos, dulces y amigables otros.
Consideró una señal vivir en una ciudad poblada por ángeles, la cual trató de amarrar con un pañuelo a otra señal dentro de su corazón, la del río que corría hacia la izquierda. Ser hijo de madre huérfana, huérfano de padre, en un barrio pobre, húmedo y apretado configuraron el resto de su geografía emocional.
Al ángel le dio vueltas alrededor, llegó a saber casi todo de él.
En el tiempo de Gregorio Magno (590-604) la peste se abatía sobre la ciudad. Gregorio organizó una procesión durante tres días seguidos a la Basílica de Santa Maria Maggiore. Imploraba ayuda divina. Con la procesión, aumentaron los contagios, obvio.
Sin embargo, el arcángel Gabriel había aparecido en lo alto de la mole Adriana envainando su espada. La peste, a punta de espadazos, terminó. No lo decía la leyenda, pero sí que las plegarias de los fieles habían sido escuchadas. A la mole Adriana la llamaron Castel Sant’Angelo y montaron un ángel en su parte más alta.
Los ángeles del Castel Sant’Angelo habían sido varios. El primero, de madera, lo consumió el tiempo. El segundo, de mármol, destruido en un asedio a la fortaleza en 1379 fue substituido en 1453 por otro de mármol, con las alas de bronce, destruido, a su vez, por un rayo durante una tormenta eléctrica en 1497. En su reemplazo fue colocado uno de bronce dorado. Terminó sus días transformado en cañones en 1527. En el siglo XVI, Raffaello da Montelupo, esculpió uno en mármol con alas de bronce, visible hoy en el Patio del Ángel hasta que llegó el que se veía desde el techo de su casa. Lo hizo Pierre van Verschaffelt en el 1753, en bronce. Fue restaurado entre 1983 y 1986. Necesitaba un restyling, dicen.
Calculó que, a medida que pasaba el tiempo, la vida media de los ángeles se acortaba. La larga sucesión le dejó una impresión: llegaban volando. Se iban del mismo modo, como cuando, en 1986, ya restaurado, el ángel de bronce de Verschaffelt llegó transportado por un helicóptero.
También conoció ángeles al nivel de tierra, o de sus pedestales. Era inevitable, como los del puente Sant’Angelo, unión entre la ciudad laica y la ciudad religiosa: diez ángeles suspendidos sobre el río imaginados por Bernini, hombre de iglesia, cuando tenía 70 años; una inédita escenografía en el paisaje urbano de la Roma barroca.
Ángeles, intermediarios entre Dios y los hombres, esta debía ser la valencia simbólica del puente; la unión de los dos mundos. Tantos ángeles juntos armarían un gran aleteo urbano, pensó que habría imaginado Bernini.
De acuerdo con las instrucciones entregadas en un folleto devocional a los fieles en la Roma del s. XVII, el recorrido del puente para atravesar el río del ángel se debía hacer en zigzag, siguiendo el orden de los ángeles, portadores de los símbolos de la Pasión de Cristo. El de Bernini es un Vía Crucis sin precedentes en la historia del arte. Bernini proyectó un caminar barroco, de un lado para otro; un balanceo urbano que transitaban los peregrinos históricos a punto de entrar al Vaticano: el zigzag.
El Cavalier Bernini fue el ideador y proyectista de todo el trabajo, ejecutando personalmente dos de los ángeles. Los demás, fueron encargados a un grupo de colaboradores. Cada uno, partiendo de un boceto del Maestro, debía transformarlo en una escultura monumental en mármol de más de tres metros de alto. Cierto que los dos ángeles de Bernini habían emprendido el vuelo: ya no estaban en el puente. Un cardenal se los había llevado para su casa. En su lugar, había dos hermosas copias.
Angelo Angelosanto sabía el nombre de cada uno de los colaboradores del Bernini, sus historias personales y artísticas. No aceptaba el olvido de esos escultores jóvenes, etiquetados simplemente como la «escuela Berniniana». No le parecía justo, por lo que recordaba la descripción de cada uno de los ángeles, en riguroso orden zigzagueante.
Los bloques de mármol estatuario llegaron de las canteras de Carrara en la primavera de 1668. Trasladados por mar, fueron descargados en el río Tíber, en el puerto de Ripa, no lejos de Tor di Nona. De ahí, con carros tirados por bueyes fueron transportados a los talleres de los escultores elegidos. Sabía que cada escultor recibirá 700 escudos como honorario, concedidos por Su Santidad. No mucho, pero la puesta en juego era mucho mayor: participar en una obra que habría desafiado a los siglos. En el mismo puente, entre 1480 y 1500, se exponían los cadáveres de los condenados a muerte, nueve colgados por lado, 160 años antes que se instalaran los ángeles. Pocos lo sabían.
De los ángeles desparramados por la ciudad conocía bien todas sus vidas marmorizadas. En el mismo lugar y del mismo modo, en 1505 habían descargado el bloque con que Miguel Ángel Buonarroti esculpió el Moisés para lo que debería ser la tumba de Julio II, el papa.
Ángeles, pensó. Muchas personas, creyendo en ellos, no se han dado cuenta de su presencia urbana en Roma. No es fácil, pero tampoco difícil. Basta mirar hacia arriba. Paola, una joven maestra y catequista romana creía fervientemente en ellos. Narraba historias personales en las que la angélica presencia sería sorprendente para un profano. No se había dado cuenta de los ángeles de piedra, los ángeles urbanos. Los suyos eran inmateriales, tenían una existencia a otro nivel. Decía, justificando su distracción.
En otro nivel los imaginó Caravaggio, matéricos, con cuerpos hechos de carne, de luz y con los pies embarrados. También, en otro nivel, existirían los twenty angels, nombre en código con el que la flota aliada indicaba la altura desde donde desenganchó las bombas sobre Roma el 19 de julio de 1943. 20,000 pies, pensó. A bordo de un flying fortress B -17, Clark Gable disparaba su ametralladora. Fue su primer viaje a Roma.
¿Y del sexo de los ángeles? Recordaba un cuento de Mario Benedetti. Los ángeles, de cuerpo inexistente, celebraban el amor con palabras, con palabras adecuadas:
Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son angelicales. Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: «Semilla», Ángela, para atizarlo, responde: «Surco». Él dice: «Alud» y ella, tiernamente: «Abismo».
Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.
Ángel dice: «Madero». Y Ángela: «Caverna». Él dice: «Manantial». Y ella: «Cuenca».
Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su expectativa.
Ángel dice: «Estoque», y Ángela, radiante: «Herida». Él dice: «Tañido’, y ella: «Rebato».
Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.
Estos eran ángeles, también; cuestión de niveles, estaba seguro.
Sentado en la acera de travertino en el ghetto de Roma, bebía una cerveza helada mientras miraba la página arrugada de un diario de Jerusalén.
Un gabán azul cubría sus grandes alas plegadas en la espalda.