El lenguaje es la casa del Ser.
(Martin Heidegger)
Hegel, en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, había resaltado el contraste entre dos Américas. La América del Norte, emprendedora, expresión del Espíritu objetivo y, por añadidura, sujeto de la historia universal. En cambio, América del Sur se le aparecía a Hegel como un puro hecho de la geografía, que no había sido tocada por el Espíritu y vivía, por tanto, en estado de naturaleza, ajena a la dialéctica del Espíritu y al margen de la historia universal.
El veía solo dos Américas, del Norte y del Sur, que entrarían en conflicto cuando el poder civilizatorio del Norte se expandiera, constituyéndose en la fuerza a través de la cual la historia universal debiera manifestarse. Al conquistar el sur del continente, le posibilitaría emerger de su estado de pura geografía, de pura naturaleza, para integrarlo a la dialéctica de la historia. Fue el pensador y político chileno Francisco Bilbao Barquín (1823-1865) quien en una conferencia en París (1856) usó por primera vez el término «América Latina», incluyendo a México y a América Central.
Francisco Bilbao pronunció esa conferencia en París tras enterarse que el presidente de EE. UU., Franklin Pierce, había reconocido al gobierno instalado en Nicaragua por el filibustero William Walker como el gobierno legítimo de esa nación. De modo que, para Bilbao, lo que tenían en común los latinoamericanos no era una común «cultura latina» sino un «enemigo» común, poderoso y expansivo.
Ese mismo año de 1856, el escritor colombiano José María Torres Caicedo, usa el término América Latina, en su poema «Las dos Américas», que en una de sus estrofas dice:
La raza de la América Latina,
Al frente tiene la sajona raza,
Enemiga mortal que ya amenaza
Su libertad destruir y su pendón.
El término América Latina fue apoyado por el Imperio Francés de Napoleón III durante la invasión francesa a México que, oportunistamente, había aprovechado que los EE. UU. se encontraban envueltos en su sangrienta Guerra de Secesión. Francia había entronizado al Archiduque Fernando Maximiliano, hermano del Emperador de Austria. El propósito de Napoleón III era construir un Imperio Latino, en oposición a la Gran Bretaña y Estados Unidos, como forma de incluir a Francia entre los países con influencia en América. Así podrían, al mismo tiempo, excluir a los sajones y separar a Iberoamérica de sus ex metrópolis: España y Portugal.
Sin embargo, es totalmente incorrecto el uso del adjetivo latino, que corresponde, inherentemente, a la zona de Italia designada por tal nombre en la época de la Antigua Roma (Latium), hoy Lazio. Posteriormente, y por interés francés, este significado fue extendido a cualquier parlante de una lengua derivada del latín, cuando normalmente esta referencia es a las lenguas romances (derivadas del latín romano).
En suma, cuando Bilbao inventó América Latina, no la veía como una fraternidad cultural, sino como un proyecto defensivo; como la única posibilidad que tenían los países al sur del Río Grande de enfrentar a una potencia económica y militar como la estadounidense, que ya se había apropiado de buena parte del territorio de México.
Finalmente, el término América Latina ganó fuerza, en el siglo XX, cuando las instituciones multilaterales del sistema de la ONU lo adoptaron, después de la Segunda Guerra Mundial.
Los alcances de la controversia
El que domina: nomina, dice el dicho. Los franceses L. M. Tisserand y E. Domenech, consolidaron el concepto de América Latina como «le Mexique, le Amérique Centrale et le Amérique du Sud». El concepto de América Latina, usado para mostrar los contrastes con la América del Norte, pasó a integrar el panlatinismo, idea que encubría las pretensiones imperialistas de Francia, y fue instrumentado para legitimar la intervención de Napoleón III en México (1862-1867) y su intento de avanzar sobre Iberoamérica.
Será necesario esperar hasta finales del siglo XIX para encontrar una consciencia que supere los complejos de inferioridad respecto de las ambiciones imperiales. Esa consciencia reivindicadora de lo autóctono se transformará rápidamente en reacción de nuevos intelectuales como José Martí (Nuestra América, 1891), Rubén Darío (El triunfo de Calibán, 1898) y José Enrique Rodó (Ariel, 1900), que prefigurarían las disputas dialécticas del siglo XX, denunciando el carácter «euro-centrista» del concepto de América Latina.
Este concepto eurocéntrico de nominar los mapas y las regiones no era original. Los británicos, a través del Foreign Office, denominaron al Cercano, Medio y Lejano Oriente, según su mirada desde el Observatorio de Greenwich. Si usted lector fuera mexicano, peruano o chileno y se asomara al Océano Pacífico, invertiría la mirada inglesa. Vería como Oriente Próximo a China, Medio Oriente a Azerbaiyán y Lejano Oriente al Líbano.
José Martí es un claro y lúcido ejemplo de esta reacción contra la tradición europeísta —más que europea— que negaba al indio, al americano y al negro y, en cambio, alababa o imitaba lo europeo y lo norteamericano. «Cree el soberbio que la tierra le fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa». Poco más adelante expresa su toma de conciencia sobre la inutilidad del remedio de los intelectuales y reformadores latinoamericanos: «La incapacidad no está en el país naciente que adopta formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos y diecinueve siglos de monarquía en Francia».
Como concesión ante esas críticas, en la actualidad se utilizan palabras como «hemisferio», «hemisferio occidental» o «Las Américas», en plural. Estos términos han sido inventados por los estadounidenses para apropiarse del nombre «América» con fines hegemónicos, ya perfilados en la Doctrina Monroe. Es cuestionable el uso del término «hemisferio», pues puede referirse a cualquier parte del mundo. Lo mismo ocurre con «hemisferio occidental», porque refiere al occidente de Europa, omitiendo que, invirtiendo la mirada, es el oriente de Asia, lo que implica la disolución de la propia identidad americana.
Va cobrando fuerza en ámbitos internacionales una nueva postura teórica sobre el concepto de América Latina, que se vincula más a aspectos sociológicos, lingüísticos y culturales. Se lo entiende como un espacio geográfico y temporal en el que prevalecen pautas culturales comunes, las cuales pueden incluir la utilización de lenguas determinadas. En este sentido, los partidarios de esta postura entienden que países del Caribe, Centro y Sudamérica como Jamaica, Surinam o Guyana son parte de América Latina, diferenciándose de las prácticas de las naciones de la América Anglosajona. Por el contrario, la región francófona de Canadá, pese a que su lengua madre es el francés (una lengua latina) debe ser incluida en la América del Norte.
La integración como espacio geopolítico
Hoy, al igual que en el siglo XIX, hay dos Américas. Desde el Destino Manifiesto y la Doctrina Monroe, los EE. UU. se apropiaron de más de la mitad del territorio mexicano, Puerto Rico y Cuba, apoyados en instrumentos como la Enmienda Platt. Aunque el México residual y Cuba sean hoy estados independientes, Puerto Rico es un estado libre asociado de EE. UU. que debate, todavía, la estatidad plena.
Hacia inicios del siglo XX, EE. UU. reconocía hacia el Sur una doble frontera. La primera los 3,000 kms que los separan de México, la segunda la zona que se extiende al Sur del Canal de Panamá, al que se segregó de Colombia, tomando la región del Darién como un foso separador de América del Sur.
En suma, América del Norte bajo el liderazgo de EE. UU., incorporó a México, Centro América y el Caribe como su zona de seguridad estratégica, situación que se ha mantenido sin cambios, excepto para los casos de Cuba y Nicaragua. Esto se ha reforzado a través del NAFTA, y su nueva versión UMEC, que incorpora a México en un bloque comercial con EE. UU. y Canadá. A través del Plan Colombia, se le ha permitido extender sus bases militares en ese país para monitorear la Amazonía, y el resto de la América del Sur, con bases militares en Perú, Chile y la base aérea Mariscal Estigarribia en Paraguay.
Como se puede apreciar, América del Norte extiende geopolíticamente su área de seguridad estratégica incluyendo a México, Centroamérica y el Caribe. La otra América, es la América del Sur. El destino de ésta última es detener la expansión militar, política y económica de los EE. UU.
Cuando, modernamente, se habla de integración regional, todo latinoamericano piensa en la geografía que se extiende del Río Grande hasta la Tierra del Fuego. Esa es nuestra vocación y, diría, nuestro destino, pero, como decía mi padre: «La regla de oro de la política es distinguir la puerta de la pared… y no tratar de atravesar paredes». En rigor, hay una integración deseada y una posible. En consecuencia, la interrogante planteada respecto a ¿cuál es nuestro espacio geopolítico de integración?, no admite otra respuesta: es América del Sur.
América del Sur está compuesta por doce Estados, dentro de un espacio contiguo, con una población cercana a los 400 millones de habitantes, que equivale al 70% de toda América Latina y al 7% de la población mundial. Posee una integración lingüística, donde predominan el español y el portugués. Está dotada de una de las mayores reservas de agua dulce y biodiversidad del planeta, más allá de las inmensas riquezas en recursos minerales, pesca y agricultura. Su territorio abarca casi 18 millones de kilómetros cuadrados (el doble de los EE. UU.) y un PBI del orden de los US$ 4 mil billones. Todas estas condiciones hacen factible que logre constituirse, en un par de décadas, en uno de los bloques políticos y económicos más importantes del planeta.
En la vertiente o arco del Atlántico tenemos la locomotora que representa Brasil, por sí solo un enorme espacio económico, que integra el Grupo de los BRICS o países emergentes, destinados a jugar un papel fundamental en el rediseño del orden internacional. A ello podemos agregar un país como Venezuela que cuenta con la segunda mayor reserva de petróleo y gas a escala mundial; Ecuador, otro país rico en minería y combustibles; Colombia, Perú y Chile, con su enorme litoral sobre el Océano Pacífico y su dotación de recursos naturales; Uruguay, importante exportador de productos agrarios y servicios de diferente clase, entre ellos, los portuarios, financieros y turísticos; Paraguay y Bolivia (con su enorme reservorio de litio y gas), con una ubicación geoestratégica fundamental en el hinterland de Sudamérica. Bolivia integra con Argentina y Chile el valioso triángulo del Litio, cuya explotación por el Estado a través de la Empresa Yacimientos de Litio Boliviano, fue la causa predominante de la destitución del Presidente Evo Morales. Por otra parte, la posición de Argentina, país agroindustrial de desarrollo intermedio y gran exportador de productos agroindustriales y commodities, no admite dudas: la integración en el espacio sudamericano no es un proceso es un destino.
Quiero cerrar esta nota con la evocación de uno de los más grandes hombres públicos de la Argentina: Juan Bautista Alberdi. En el siglo XIX el siempre habló de América del Sur y fue este concepto, no el de América Latina, el que orientó la formulación de sus bases para la Constitución Argentina. El ilustre tucumano entendía que había dos Américas distintas, no tanto por sus orígenes étnicos o idiomáticos, sino por determinación de la geografía, la historia y la política.
Tal como afirmamos anteriormente, la gran tarea inconclusa de América del Sur, que debe consumarse en este siglo XXI, es integrar lo que la geografía y la historia han unido, y la política colonial ha fragmentado.
Como profetizaba Manuel Ugarte: frente a los Estados Unidos de América del Norte, hay que construir los Estados Unidos de América del Sur.
Esa es la misión de las nuevas generaciones, que empezó a tomar forma a través de UNASUR y CELAC, para que no se cumpla el sombrío pronóstico de Hegel y la América del Sur se incorpore, por el esfuerzo de sus pueblos, su tradición espiritual y vocación histórica de soberanía, a la dialéctica de la historia universal.