Las generaciones de la era digital, los llamados millennials (en inglés) y generaciones posteriores, han perdido terreno en el desarrollo progresivo del coeficiente intelectual observado precedentemente, según datos obtenidos con las pruebas estándar de inteligencia, que se han usado por decenios y que predicen el futuro escolástico de los jóvenes. Esta tendencia se hizo evidente durante los últimos años del 1900 y se ha mantenido desde entonces. Además, existe una correlación preocupante entre el tiempo pasado detrás de una pantalla y el deterioro o déficit intelectual, como afirma el investigador francés Michel Desmurget, especializado en neurociencias cognitivas. Su libro, La Fabrique du crétin digital. Les dangers des écrans pour nos enfants, resume los resultados de una serie de investigaciones, concluyendo que la creciente exposición a todo tipo de pantallas en el mundo digital es un veneno con efecto retardado que está idiotizando la juventud.
A partir de los 2 años, los niños en los países occidentales acumulan, al día, aproximadamente 3 horas de exposición a pantallas. Entre los 8 y los 12 años dedican casi 4.45 horas. Entre los 13 y los 18 años se acercan a las 6.45 horas. En totales anuales, estos usos, representan alrededor de 1,000 horas para un alumno de jardín de infancia (superando las horas dedicadas a relacionarse y aprender); 1,700 horas para un estudiante de secundaria (el equivalente de 2 años de escuela) y 2,400 horas para un estudiante en los últimos años de escuela obligatoria (2.5 años de escolaridad).
Según las observaciones de Desmurget, el problema, en parte, es la exposición cuantitativa a pantallas, medida en horas diarias y, el otro factor, es el contenido mismo de la exposición, que en la mayoría de los casos, implica una sobre estimulación sensorial, proveniente de juegos y temáticas poco compatibles con las habilidades requeridas para la edad evolutiva en que la exposición es mayor y, posteriormente, para la sociedad, que demanda, esencialmente, prestaciones lógico verbales, relacionales, matemática e informaciones sobre historia, ciencia, geografía y tecnología contextualizadas, cuya intención es consolidar conocimientos generales y estimular el raciocinio analítico y descriptivo. Por otro lado, la exposición a pantallas provoca una hiperactividad que genera conflictos con los procesos y capacidades atencionales sobre los que se basa la educación escolástica misma, provocando deficiencias en el uso y comprensión del lenguaje, junto con disturbios del sueño. Las horas dedicadas a esta actividad excluyen, obviamente, otras actividades que podrían ser más congeniales con el desarrollo personal.
Las pantallas que, en este caso, comprenden televisor, ordenador, teléfono «inteligente», tableta y una infinidad de juegos digitales interactivos, conforman una realidad en sí, donde la conexión entre objeto, acción, método y finalidad responde a una lógica causal simplificada, cuyo sentido es un nexo casi inmediato entre el estímulo audiovisual y la ejecución de secuencias motoras avanzadas, donde la mediación conceptual es relegada a un segundo plano. La deficiencia cognitiva de las nuevas generaciones expuestas a las pantallas y los juegos digitales se funda principalmente en la falta de una representación causal entre el sujeto y el mundo circundante fuera de la pantalla misma, comprendiendo también las relaciones sociales y, así, el juego, la pantalla y el teclado se transforman en un útero externo, que absorbe y aísla progresivamente hasta superar el límite de un posible regreso. La inteligencia es, sin lugar a duda, también un reflejo, junto con otros factores, de cómo usamos nuestro tiempo.
A este proceso, que Desmurget denomina descerebración, concierne la disfuncionalidad de las habilidades desarrolladas en el mundo virtual, donde domina la pantalla, frente a las capacidades que exige la sociedad moderna, junto con la disyunción práctica entre las miles y miles de horas sacrificadas detrás de una pantalla y las exigencias intelectuales y cognitivas que determinan la posibilidad de desenvolverse en la sociedad.
El cerebro es una red de conexiones que se consolida y expande en el tiempo y, en este caso específico, los jóvenes están desarrollando conexiones divergentes a las necesarias y, de esta manera, entramos al mundo de la patología. Las horas detrás de una pantalla equivalen en cantidad a las utilizadas por un pianista, violinista, matemático, filósofo o biólogo, por nombrar algunos, y la diferencia es que la pantalla no tiene o no crea un espacio en el mundo real, que permita un desarrollo individual armonioso y competente. Siendo así, estamos robando el futuro a nuestros hijos. No afirmo que Desmurget tenga completamente razón en todas sus aseveraciones, pero por lo menos ha abierto una puerta y lanzado una pregunta fundamental: ¿estamos actuando a favor o en contra de nuestros hijos con las formas y modos que aceptamos o inducimos? La validez de toda actividad lúdica o enseñanza está dada por las posibilidades inmediatas y futuras que estas mismas facilitan y estimulan a nivel de bienestar y desarrollo personal.
Hikikomori es el nombre japonés de un síndrome, cuya característica principal es la fuga de la sociedad o aislarse completamente sin salir del cuarto, copiando la vida fetal entre el joven y el mundo exterior. Esto obliga a los padres a relacionarse con el joven como se hace con un inválido. Síntomas similares han sido reconocidos bajo el nombre, en su versión occidental, de Internet Gaming Disorder, abreviado IGD, del cual padecen una cantidad creciente de jóvenes y cuya etiología converge con los Hikikomori que, en práctica se sienten incapacitados para vivir en la sociedad y huyen literalmente, aislándose en el mundo inexistente del «cuarto pantalla».
Desmurget afirmaría que esta es la consecuencia extrema de la descerebración y otros, de manera más brusca, la llamarían simplemente «estupidez digital». Es decir, la incapacidad de vivir, leer y entender las reglas de la existencia y convivencia social. El juego digital crea un circuito de dependencia extrema con síntomas de sumisión que habitúa al jugador a significativas dosis de dopamina y serotonina, que no tienen equivalente en el mundo laboral, relacional y social, produciendo un aislamiento progresivo que se transforma en reclusión voluntaria y creciente. El mecanismo es el mismo de la ludopatía o el consumo de drogas, reduciendo el mundo y la vida a una sola o única actividad que genera un aparente placer o, mejor dicho, protección, retrayéndose al útero virtual de la pantalla.