El tiempo pasa; nos vamos volviendo viejos. Decir que es demasiada corta la vida no contradice el hecho de sentir que la felicidad es una búsqueda que se alarga demasiado. Las cicatrices son los souvenirs que coleccionamos en el cuerpo durante la aventura de vivir, recuerdos de nuestro espíritu aventurero de cuando decidimos explorar, sin que el ancla de la paternidad nos fuerce a ignorar su llamado.
En los años noventa, en un afán por ir a Costa Rica, me vi forzado a tomar decisiones sobre la marcha cuando conviví por corto tiempo con traficantes, inmigrantes ilegales y enfermedades tropicales. Mendel Wilson, de nombre y apellido extranjeros, pero de origen selvático, nacido en La Pampa de la Luna, Quillabamba, chuncho de sangre europea, fue mi compañero en esta aventura que consolidó nuestra amistad.
En uno de los veranos donde trabajé en el sur de Chile, coincidimos con los dueños de la compañía Ríos Tropicales, quienes nos contrataron a Mendel y a mí para guiar botes en Costa Rica. Al término de temporadas opuestas, decidimos ir a explorar una nación en donde proliferan las áreas protegidas y los parques nacionales, sin un ejército para protegerse de la vecindad: Costa Rica. Los costarricenses tuvieron la suerte de contar con buenos líderes cuando Centroamérica se desangraba en cruentas guerras.
Como nos sobraba el tiempo, estuvimos dispuestos a visitar otros países en el periplo norteño. Nos detuvimos en las cálidas aguas de Máncora, al norte del Perú y tras ello, proseguimos el viaje. Ya en la frontera con Ecuador, ocurrió un incidente. Nos hicieron esperar luego de haber revisado nuestros pasaportes; un menor de edad, conocedor del tema, dio el aviso: «Si aportan cinco dólares cada uno, saldrán de inmediato» —corrupción de fronteras.
Guayaquil es un pueblo marítimo de elevadas temperaturas, llegamos allá de visita tras una travesía donde cientos de miles de bananos se muestran en una monótona y repetida escena. Ecuador es el principal productor de esa fruta, la cual no es originaria de América; mucha gente tiende a creer que lo es, pero viene del continente asiático. Nos detuvimos unos días en Quito para explorar una ciudad colonial que posee pocos vestigios incas. Esperaba encontrar más del reinado de Huayna Cápac, pero aquello fue arrasado cuando los españoles manipularon la historia, presentando a los incas como el enemigo. La moderna capital, donde se dividen los hemisferios terrestres, en cambio, si ha sabido preservar su arquitectura colonial tras la llegada de la modernización.
De allí, seguimos hacia Ipiales, para ingresar a Colombia, la hospitalaria tierra que lidera en la cantidad de especies de aves y por su exportación de flores. Queríamos descubrir el país que inspiró a García Márquez. Llegamos a explorar el Parque Arqueológico de San Agustín, con abundantes caídas de agua y los paisajes del Magdalena. Luego a Cali, para comprobar si las caleñas son las flores en la belleza colombiana; un compañero nos había informado que en Cali había más mujeres bonitas por metro cuadrado y hacia allá nos fuimos. Conocimos a dos caleñas, una de ellas muy linda, la otra no tanto. Con Mendel, nos pusimos en plan de galanes, pero su habilidad para seducir me ganó la mano.
Al llegar a Bogotá, empezó una fiesta continua. Una de mis cuñadas me facilitó el contacto de Norberto, quien resultó ser un excelente anfitrión. Con él conocimos gente joven que intentaba destacar en el mundo de la tauromaquia; una difícil, pero apasionada elección. Ellos vivían esperando una oportunidad para mostrar su cruel y sangriento arte, pero arte, en fin. Nos quedamos una semana para comprobar que sus vidas son de ensueño. Entre aguardientes y muestras de amistad, aprendimos de una sociedad culta y leída, abastecida con un sistema de bibliotecas para todos los barrios; la lectura en Colombia es incentivada desde temprana edad. Sentía una mezcla de admiración y envidia; el peruano no tiene por costumbre leer.
Norberto, que estudiaba para guía turístico mientras trabajaba de taxista, nos mostró la capital desde adentro. Esa tarde, en el centro histórico, nos detuvimos frente al Cuerpo de Seguridad, el mismo lugar donde, años antes, Escobar, dueño y señor del cartel, hizo estallar una bomba que mató a sesenta personas como revancha hacia la institución. En esos momentos en los que Norberto iba describiendo los incidentes, dos personas con metralletas bajaron de un auto sin placas y nos apuntaron en la cabeza, vociferando ferozmente: «¡Al suelo, boca abajo!». Aquello sucedió tan rápido que fue poco lo que les entendí y, tras golpearme con un arma, me tiré al suelo.
Mi nerviosismo creció entre latidos acelerados: «¿Qué diablos está sucediendo?», pensé. Revisaron el taxi y preguntaron por las armas. Mi mente intentaba razonar. Fue al escuchar a Norberto que me pude relajar: «Es una equivocación», dijo, con una voz imperceptible. Tal era la inseguridad que se vivía en Bogotá, que fuimos confundidos con narcoterroristas. Sin ofrecernos disculpas, continuaron su camino y, tras pocos minutos, dejé de temblar.
Nos despedimos de Norberto; era hora de buscar el mar Caribe. En el camino, nos detuvimos en Bucaramanga para saborear unas hormigas culonas, una especialidad que me hizo recordar los relatos de viaje de mi abuelo. Santa Marta, Barranquilla y Cartagena iban a proveernos de experiencias en esta zona del trópico, en donde el calor y la camaradería de su gente de color hacen rememorar la cantidad de africanos que llegaron en contra de su voluntad. Cartagena nos dio tiempo para actuar como turistas, quienes escaseaban ante la violencia imperante. Mientras, esperábamos al barco cocotero que zarparía hacia las islas San Blas, en territorio panameño. Desde allí, una avioneta nos llevaría a Ciudad de Panamá.
La travesía se completó en dos días. Durante el viaje, recolectamos frutos de los cocos a cambio de comida. Una vez en Puerto Obaldía, nos sentamos a esperar la llegada del trasporte aéreo. Cuando percibimos el inconfundible sonido de una avioneta, corrimos hacia la pista en donde nos toparíamos con el oficial de migraciones; habíamos hecho los trámites en el consulado para las visas de tránsito, los papeles estaban en regla, pero no habíamos contado con la corrupción en la frontera.
El pequeño oficial, con aires de grandeza, nos pidió que le mostráramos nuestra solvencia económica. «Necesitan quinientos dólares cada uno», dijo tajantemente. Después del largo itinerario y de las fiestas taurinas, ya no contábamos con esa suma. Luego nos pidió una coima de cien dólares que, visto en retrospectiva, nos hubiera evitado muchas molestias. No aceptamos; nos envió en lancha de regreso hacia Turbo, en territorio colombiano. Así, deportados, tuvimos que sacar a flote un nuevo plan.
Todos los caminos conducen al temible Tapón del Darién, del que teníamos referencia como un lugar muy peligroso. En las Américas, desde Canadá hasta Chile, corre la carretera Panamericana, con la sola excepción de la región del Darién, en donde existe un bosque tropical. La única manera de cruzarlo por vía terrestre es caminando sus trochas.
Continuar hacia Costa Rica para guiar botes era nuestra indomable motivación. Compramos un machete, información y comida para cinco días. Una trocha ancha se iría angostando hasta desaparecer en el horizonte, mientras el cemento vertido en el pueblo iba quedando atrás. El primer día, caminamos ocho horas, sin sorpresas. Fue primordial la hidratación constante; la técnica de usar yodo en el agua nos protegió de caer enfermos por disentería. Al segundo día, la trocha se angostaba más mientras avanzamos a buen ritmo, con la secreta esperanza de concluir en menos días.
Empezaron las lluvias y la experiencia de Mendel fue apreciada cuando armó un refugio de heliconias y musas, un tipo de hojas alargadas parecidas a las del plátano.
La humedad, el calor y los zancudos iban surtiendo un efecto negativo. Luego de una corta tormenta, seguimos avanzando hasta nuestro sorpresivo encuentro con una docena de compatriotas: varias parejas y un enano al que confundí con un niño, hasta que su gruesa voz lo delató; todos iban destrozados por el cansancio y la mala alimentación. Compartimos un lugar de descanso en un amplio recodo del camino.
Habían culminado su tercer día de marcha y la inexperiencia les pasaba la factura; deshidratados, cargando mucho peso y desmoralizados, la docena de trujillanos iba en búsqueda del sueño americano. La frase «el peor enemigo de un peruano es otro peruano» se hizo más real que nunca; habían sido estafados por un desgraciado que se había ofrecido como guía y que les cobró veinte dólares a cada uno para cruzar el Puente de las Américas. Una vez que obtuvo el dinero, desapareció en la oscuridad de la noche. Aquel cabecero ya había sido atrapado en un intento anterior, encarcelado y deportado a Colombia, ahora se dedicaba a engañar a los ilusos con el cuento de «cruzar la frontera».
Era triste no poder ayudar ni compartir nuestra comida, pero no teníamos suficiente; nos vimos forzados a comer, escondidos, en la oscuridad. Antes del amanecer, ya estábamos listos para partir. Estoy convencido de que, en su intento, ninguno de los trujillanos pudo llegar a los Estados Unidos.
Al atardecer, lo vimos pasar. No llovía, pero el barro tardaba en secar, dificultando el avance. Luego de un austero intercambio de palabras con él, intentamos seguirlo, pero su largo y ágil tranco evitó que lo alcanzáramos. Nos lo volvimos a encontrar mientras descansaba en una precaria plataforma de madera, después de su lacónica bienvenida, Mendel expresó a todo pulmón un apetito: ¡Cuanto me gustaría fumar un gran troncho! Al escuchar sus deseos, sin dejar de sonreír, el colombiano se puso de pie, dándonos, de su carga un generoso puñado de marihuana; en su mochila escondía veinticinco kilos de yerba. Fumamos y, en una conversación más animada, nos contó su historia: Su trabajo era llevar cada quince días marihuana hacia Panamá, para retornar con un motor fuera de borda; doble contrabando de mercancía ilícita.
El moreno alto y fornido, exhibía su musculatura. Parecía un jugador de futbol americano, con botas de militar. Durante las lluvias, el barro colorado se vuelve infernal y se necesita un biotipo para burrear marihuana en el Tapón del Darién, el traficante colombiano lo tenía, y era un trabajo como cualquier otro.
Desapareció muy temprano. Mientras, decidimos consumir la yerba en el menor tiempo que nos fuera posible. Caminábamos por playas desiertas del Caribe panameño, bajo la sombra de las palmeras, que daban a la playa una apariencia paradisíaca; oíamos las voces de las aves anunciarse; nos bañamos desnudos, para imaginar que solamente faltaban un par de bellas colombianas junto con sendas cervezas heladas. El calor, la sal, la vegetación tropical y el barro colorado se nos grabaron en la memoria al no contar con una cámara fotográfica para eternizar aquellos recuerdos.
Después de andar todo el día, tuvimos una desagradable sorpresa: habíamos caminado en círculo y regresado al punto inicial. Aquello se lo atribuimos a los efectos de andar drogados. Prometimos dejarlo atrás para concentrarnos en el camino; a la mañana siguiente, tras una pequeña ceremonia, ofrecimos la yerba al Mar Caribe como pago a la Mamacocha: los dioses desean las cosas que valoras y pensamos que la ofrenda era digna de los dioses.
Continuamos el camino. Mientras escurríamos gruesas gotas de sal y sudor, encontramos un dilema: la trocha que seguíamos se cortó; se detenía de un solo tajo. Nuestras opciones eran saltar desde unos tres metros de altura sobre unas dunas creadas por el viento o desandar el camino. El peligro de torcerse un pie era latente y, en un territorio, a todas vistas, ilegal, colocaba nuestra vida en riesgo. Dudé mucho en decidir; tiré la mochila y salté. Menos mal, era arena suave, la que amortiguó mi caída.
Mendel saltó también con éxito, ahorrando tiempo valioso.
Años después, me enteré de que en el Darién existe una reputada estación biológica llamada Barro Colorado donde conviven científicos. En aquel barro, nuestras piernas se hundían hasta la rodilla, dificultando el avance. Perdí uno de mis zapatos; el barro colorado lo atrapó: al levantar el pie, salió descalzo. A pesar de los intentos por hallar el zapato, no lo encontré. Con la cara en el barro, extendí el brazo, pero este no lo alcanzó y las risas de Mendel no me hicieron gracia alguna.
En la noche nos comían los zancudos, pero, aun así, nos lo tomamos con humor; Mendel decía que era la fuerza aérea colombiana y yo, la panameña. Todo fue muy gracioso hasta antes de descubrir que se trataban de Aedes aegypty, el mosquito vector principal del dengue.
Al día siguiente, los problemas se presentaron desde temprano: un río en crecida imposible de sortear, las lluvias habían acrecentado el cauce y solo nos quedaba esperar. Descubrimos que estábamos en medio de una isla en medio del río que nos cerraba toda ruta de escape. Alarmados, corrimos hacia una elevación para observar cómo, en pocos segundos, todo se inundaba. Esa tarde vimos llegar a tres indios kuna, un grupo étnico asentado en la zona. Conocedores del río, caminaron por un banco de arena que desplegaba una posibilidad de cruce; los seguimos y así pudimos recuperar algo de tiempo.
Nuestros alimentos ya se habían agotado. Los indios kuna compartieron sus pescados, pero no nos enseñaron a pescar. De ellos, aprendimos que la belleza física de sus mujeres está determinada por la delgadez de sus piernas; con apretados hilos multicolores, decoran sus tobillos. En la mochila, no mucho; mi ropa se había llenado de moho y la tuve que tirar. Continúe en sandalias y con algunos polos sudados.
Mendel tuvo problemas con sus botas de senderismo: se le descosieron y decidió dejarlas en el camino, pero, antes, le sacó los pasadores, pensando que podrían ser útiles. Nos pareció cómico ver, al día siguiente, a un moreno calzando las botas desechadas; había reemplazado los pasadores por lianas vegetales: lo que uno da de baja, para otros puede ser de gran utilidad.
Varios niños jugaban en el río y, al vernos llegar, salieron apresurados. Nos sorprendió esa actitud; luego nos enteramos de que habían ido a informar a las autoridades para ganarse una propina.
Llegamos a un poblado rústico con casas hechas de palmeras. El hambre era palpable. Allí saboreamos ñames, un tipo de raíz parecida a la yuca, que nos pareció una exquisitez. Antes de ello, habíamos sido fumigados contra alguna peste desconocida; recuerdo la fuerza del agua y los tóxicos productos químicos vertidos sobre nuestra desnudez. Habíamos llegado, pero no teníamos la prueba de nuestro ingreso; el control principal, lo habíamos evadido por temor a más requerimientos corruptos. Sin el sello de ingreso, no podríamos continuar hacia Costa Rica. No tuvimos más alternativa que buscar un sello para falsear el ingreso.
Arribamos a Ciudad de Panamá. Los síntomas del dengue ya se estaban manifestando: fiebres altas con delirios, atroces dolores musculares y la pérdida del apetito. Como estábamos en la ciudad, fuimos a buscar ayuda médica. Existen dos tipos de dengue: uno más común y menos peligroso, mientras que, el otro tipo, el dengue hemorrágico puede ser mortal. Generalmente, sufres el primero y, al reincidir, las posibilidades de coger el hemorrágico se acrecientan.
Los dos enfermamos con algunos días de diferencia y pudimos cuidarnos luego de conseguir medicamentos. Demacrados por la pérdida de peso, habíamos sobrevivido a una increíble aventura. Después de unos días, como recomendados en casa de unos panameños hospitalarios, nos sentimos preparados para continuar hacia el norte. «Pa lante», decían los colombianos cuando caminábamos por el Darién, y hacia allá íbamos: Para adelante.
Al llegar a San José en Costa Rica, nuestro amigo José Souza, que remaba para la compañía Ríos Tropicales, nos hospedó en su apartamento. Tras haber andado extraviados, y sin noticias durante tantos días, esa tarde nos presentamos en la compañía. Al narrar nuestra aventura, y al vernos tan delgados, nos recomendaron restablecer nuestra salud primero. La competencia había llegado antes, los guías norteamericanos se habían ganado los puestos ante nuestra larga ausencia e incomunicación. Conocimos los ríos, pero trabajamos muy poco; luego tomamos la decisión de retornar a Lima.
Fueron tres largos días viajando en buses, más un vuelo de Panamá hacia Bogotá. La escala en Cali nos tomó por sorpresa y reaccionamos muy tarde. Como era conveniente, bajamos del avión, pero fuimos subidos a la fuerza por los efectivos de seguridad quienes nos intimidaron con sus armas. Por falta de información, perdimos las siguientes doce horas, al retornar en bus. En silencio, cansados y sin interés en hablar, continuamos nuestro viaje al Perú. Necesitábamos un respiro para contrarrestar la sobreexposición tras nuestra aventura centroamericana.