En el año 2000, la compañía Manu Aventuras Ecológicas me ofreció entrenamiento para llegar a ser guía naturalista y trabajar en el Parque. Acepté de inmediato. Mi primera capacitación fue con Max, un biólogo francés especialista en murciélagos. Reveló ser un gran profesor: le gustaba enseñar y me encantaba oír las charlas que ofrecía todas las noches, impresionado con su erudición sobre los bosques tropicales. Mi trabajo consistía en asistir a los clientes y aprender, tomaba notas de su vasto conocimiento. Una noche, capturamos un murciélago con una red especial con la que él viajaba y nos instruyó sobre su función, controlar la población de insectos nocturnos, cambiando así la concepción negativa que tenía sobre ellos. Aprendí, que existen fruteros y pescadores, y que solo hay tres variedades que se alimentan de sangre. Los vampiros Desmodus rotundus son de América del Sur, desmitificando a los vampiros del conde Drácula. Lo único negativo es que pueden transmitir la rabia.

Max tuvo que regresar a Francia, pero no olvidé sus técnicas de guiado. El segundo entrenamiento fue con un biólogo cusqueño, con el que aprendí gracias a mi perseverancia en preguntar. Él no estaba dispuesto a compartir su sapiencia; lo interpreté como una señal de inseguridad. Este biólogo sabía bastante, pero era mezquino con el conocimiento. Tuve que agudizar los oídos y aprender sin preguntar.

Después conocí al italiano Oliver, todo un personaje, el mejor tipo con quien me tocó trabajar en viajes de entrenamiento; siempre dispuesto a enseñar y a compartir sus conocimientos, como debería ser, pero no siempre sucede. Este italiano vive en la selva desde hace muchos años y ahora es un guía naturalista, pero no olvida que su primer trabajo fue de motorista: fletaba su embarcación para trasportar carga y le iba bien. Había dejado la comodidad del norte de Italia para trasladarse a la selva sur del Perú. Tras volcar el bote en un río caudaloso, tuvo la traumatizante experiencia de perder todas sus pertenencias incluyendo pasaporte y dinero. Para regresar a Italia tuvo que pedir ayuda a su embajada, le prestaron el dinero para el retorno, llegando al aeropuerto sin equipaje y con salvoconducto. Sin embargo, no se desmoralizó y regresó una vez más a la selva, y esta vez para quedarse.

Yo creo en la reencarnación y que Olivier pertenece a la foresta. Estoy convencido de que en una vida anterior fue un nativo, aunque sé que es una explicación muy simple. Contaba que, desde chiquillo en Italia, su madre lo disfrazaba de inca para el carnaval, lo que me hace creer, aún más, que es un predestinado.

Lo de volcarse en el río no era frecuente, pero lo revivió una vez más. Fue contratado para llevar cerveza a una comunidad durante una festividad. Nadie aceptó el trabajo porque el río estaba cargado, pero él se arriesgó con tan mala suerte, que se volteó, perdiendo la carga: ¡la cerveza para la fiesta! y el motor del bote, quedándose otra vez solo con su propio pellejo. Fue entonces cuando empezó a gestar su visión de trabajar como guía naturalista.

No usaba botas de jebe —necesarias por seguridad—, al contrario, caminaba descalzo, sin mirar donde pisaba, escuchando atento los sonidos del bosque. Su experiencia en el campo, buscando animales era impresionante, pero aún más su pasión por guiar. Hoy, tiene su propia compañía, denominada Manu Perú Amazon.

Después de firmar la intimidante «Renuncia de Vida», protocolo burocrático en Parques Nacionales para evitar juicios por accidente, estuve preparado para internarme un mes en Pakitza, «águila arpía» en matsiguenga1, la más grande de América. Escogí esa estación para sentirme en contacto con la naturaleza, pues se tardaba dos días en llegar vía terrestre y fluvial. Para esta aventura me interné con comidas enlatadas, menestras, arroz y fideos. El resto de equipaje: libros para identificar animales, un kit de primeros auxilios, y útiles de aseo. La estación tenía dos guardaparques nativos. Recuerdo a Terry, siempre alegre, lo acompañé dos semanas y en ese periodo me enseñó lo básico y elemental sobre el bosque lluvioso. Pescar está prohibido en el parque, ¿pero ¿cómo se lo quitas a quien lo hizo toda su vida? Ignoramos esa parte del reglamento y pescábamos usando de carnada un grillo que se entierra en la arena, conocido como «perrito de dios».

Salíamos a patrullar las trochas y Terry compartía su conocimiento sobre las plantas y animales que encontrábamos. Disfrutaba su compañía, pero no duraría mucho. Se aproximaban las fiestas navideñas y aprovecharían para dejarme a cargo del puesto. Los dos guardaparques se retiraron y tuve dos semanas en contacto frontal con la naturaleza, en soledad, pero rodeado de una intensa actividad del reino animal.

Llegaban las tropas de monos sin la disciplina de un ejército, para sumar, junto a aves y roedores, la fauna más abundante de la zona. Aprendí que los tucanes son depredadores de nidos de las demás aves, a las que atacan con su pico especializado, engullendo las crías de un solo bocado o que algunos Jacamares se especializan en mariposas y por eso estas vuelan erráticas. Cuando llegan las lluvias, los animales terrestres se alejan hacia el monte. Por instinto saben que las inundaciones no tardan en llegar. Existen hasta trece especies de monos en el área protegida, y escuchaba sus llamados sin la experiencia para identificarlos.

Pasaba los días cocinando sin dejar nada para la siguiente jornada: con el intenso calor la comida se descomponía y recibías visitas inesperadas. Mi trabajo consistía en reportar por radio tres veces al día las condiciones climáticas: el viento, nivel del río y las novedades, si alguien ingresaba o salía del parque. Me gustaba la vida en la selva y recordé lo mencionado por un guía: «La selva te acepta o te rechaza, y lo sabrás desde el comienzo». La selva me aceptaba, muy alentador para mí.

Una mañana, llegaron unos matsiguengas en un peque-peque2 y se detuvieron en la estación. En un libro de Mario Vargas Llosa, El hablador, se describe a este grupo étnico conocido como «los maestros del bosque». Ellos han convivido durante cinco mil años con la naturaleza, sin destruir su hábitat, siempre en armonía con el frágil ecosistema, y están dispersos en la gran cuenca del río Urubamba. En el Parque habitan dos reservas, y están organizadas. Solo los mejores salen a cazar y pescar y los productos se reparten entre todos, práctica que lleva al ocio de la gran mayoría…

Los matsiguengas llevaban en su pequeña embarcación una gran cantidad de cabezas de plátano, para la venta. Se me antojó comer bananos. Para hacer un intercambio fui a la despensa y retorné con arroz y azúcar, con lenguaje de manos les hacía entender quería un trueque, recibí su negación, lo intenté otra vez y volví con conservas en lata, tampoco aceptaron. Uno de ellos señaló mi polera con la imagen de un caimán. No tuve más remedio que dárselo y recibir a cambio una cabeza de plátanos.

Mi rutina diaria consistía en estudiar (en el paraíso), pues tendría que pasar un examen, caminar las trochas y enviar los reportes. Cuando calentaba el día, me bañaba en una poza, ¡nunca en el río!, por temor al caimán negro. En el trascurso de los años la dinámica de los ríos va cambiando, y tras grandes crecidas aparecen nuevos lagos. Una orilla desaparece y en la otra se acumula arena, esto va erosionando el terreno y muchos árboles caen al agua, cuando el árbol es de cedro todos celebran. En las primeras crecidas los cedros flotan hasta Boca Manu, donde se une el río Madre de Dios con el río Manu. Los pobladores esperan el reporte del río, saben que van a confluir e irán a recogerlos. Maestros carpinteros usan esa fina madera para fabricar embarcaciones. Están organizados para beneficiarse todos por igual.

Transcurrían los días sin aburrirme, yo era un intruso al que los animales no temían. Una noche desperté sobresaltado tras la caída de un rayo. Sonó tan cerca, que pensé había dado en tierra sobre el puesto de guardaparques. Fue un ruido ensordecedor que me dejó temblando el resto de la noche. Descubrí que estuvo ¡muy cerca! de mi pequeña covacha. Así trascurrió el tiempo hasta recibir la llamada radial en la que me informaron que pasarían a buscarme. El voluntariado había culminado y aprovecharían un grupo de turistas para transportarme de vuelta. El guía desconocía Pakitza, por lo que yo tendría que guiar las trochas. La llamada fue recibida a la una de la tarde, ellos llegarían al día siguiente. En afán de hacer bien las cosas, decidí retomar la trocha y marcar los tiempos. Cogí el machete y me interné en el bosque, avanzando por la angosta trocha descubrí un panal de avispas y me acerqué, demasiado. Las avispas, al sentirse amenazadas me atacaron y solo me quedó correr. Pese a los intentos, no pude hallar el camino, con el agravante que los inmensos árboles no dejan entrar luz y oscurece temprano. Así, resignado, busqué un árbol donde sentarme y me preparé a pasar la noche. Fue la noche más larga de mi vida.

En la oscuridad vi ojos rojos y no era mi intención convertirme en alimento de un predador. Pasé la noche en guardia hasta la madrugada, cuando la naturaleza me regaló un espectáculo fascinante y todo se llenó de vida nuevamente.

Bosques densos con punzantes pacas hacían imposible mi desplazamiento, y me vi forzado a dar extensos rodeos. Finalmente, encontré el angosto camino con huellas, había llegado al campamento para descansar con el alivio de haber resuelto una peligrosa situación. Quedé dormido. Me desperté al escuchar el sonido inconfundible del bote, los turistas habían llegado. Me levanté a recibirlos. Decidí no contar mi experiencia y los llevé por otra trocha, por temor a las avispas. Dimos un largo paseo mostrándoles mis hallazgos, esforzándome por lucir profesional. Salimos a pasar la noche en Erika Lodge, un lugar usado en los años cincuenta como campamento para cazar jaguares, y después para sembrar lúpulo, otras épocas. Ahora es un lugar idílico en el río Madre de Dios muy cerca al puerto de Atalaya, donde continuaríamos por carretera.

Por fin regresé al Cusco y con vergüenza no comenté que me había perdido, hasta que una noche, tomando cerveza y contando anécdotas, me animé a mencionarlo. Para mi sorpresa, un guía experimentado comentó que a él le había sucedido lo mismo, se había perdido en una de las trochas de Pakitza. Pasé el examen escrito, y empecé a trabajar.

En uno de los viajes trabajando de guía, en un río con poco caudal, mientras surcábamos árboles caídos, vimos un enorme caimán negro, de cuatro metros de largo. Esas bestias nunca dejan de crecer, existe un ejemplar disecado con el increíble tamaño de siete metros. Lo vimos coger, con sus poderosas mandíbulas, una raya de río de gran tamaño. La desigual pelea fue impresionante, permitiendo a los turistas tomar fotos, apurados y excitados.

Todos los jaguares llegan a este mundo ciegos, sordos e indefensos. De a pocos adquieren la capacidad de ver y oír. A los tres meses dejan la leche materna y empiezan a comer carne, esperando en la madriguera a que la madre regrese de cacería. A los seis meses cazan bajo supervisión materna y conforme crecen se van acostumbrando a buscar su propio alimento y regresar a la madriguera.

La primera vez que avisté un jaguar fue en el río Tambopata. Navegaba balsas de goma en un viaje a la reserva natural; iba de novato con una pareja de clientes, aprendiendo de los bosques y el arte de la navegación en balsa; en mente tenía la imagen de exuberancia descrita por el abuelo. Fue en agosto cuando recorríamos un paraje del bosque y vimos una pareja de jaguares descansando en un árbol caído, un gran avistamiento. Las cámaras disparaban disfrutando de un espectáculo que no se presenta seguido. Nos aproximamos hasta veinticinco metros, listos por si se acercaban demasiado. Por suerte nos ignoraron. Los contemplamos durante varios minutos, luego continuamos, con la satisfacción de un gran encuentro, testigos de los preliminares al apareamiento de jaguares en su hábitat natural.

Notas

1 Lengua arahuaca de la etnia matsiguenga de la selva amazónica del sureste del Perú en las regiones Cusco y Madre de Dios.
2 Nombre onomatopéyico de una larga canoa rústica con motor adaptado.