Milán Kundera narra en un pasaje de La insoportable levedad del ser que una persona va dotando a las palabras de significado a lo largo de su vida y que es posible amar, siempre que ese diccionario no haya sido completado, pues da una oportunidad para diseñar tu lenguaje del mundo con otra persona. Un ejemplo es lo que significan sitios como las iglesias para ambos personajes y nos deja ver la importancia de mirar el mundo a través de las palabras y los significados que cargan. No obstante, ¿qué pasa cuando dos personas tienen significados de culturas distintas?
Esta mañana miraba en Netflix un documental titulado Sexo y amor en todo el mundo, donde, ciudad por ciudad, se explican las peculiaridades que estos dos ámbitos tienen en sus habitantes. Desbarata un poco del contexto de cada sitio y desbarata cómo la gente se adhiere a este para interactuar con los otros o decidir no interactuar en absoluto. Es curioso porque, algo tan universal como es el amor, no sucede en Tokio o en Berlín de la misma forma; la cultura nos pone unos estándares, unos lentes a través de los cuales no solo visualizamos el mundo, sino que lo sentimos.
Pero no me sorprende. Soy mexicana y, actualmente, vivo en Barcelona con compañeras de piso uruguayas. En teoría uno piensa que si uno habla un idioma puede comunicarse de forma efectiva con todo el que lo hable, ¿no es así? Pues no.
Durante este año y poco más que me he enfrentado a la peculiaridad de cada español, me he dado cuenta de lo mucho que influye dónde creciste para darle a las palabras tal o cual denominación. Así, en casa aprendí a no decir «concha». Aunque en México es un pan dulce, en Argentina y Uruguay se usa para nombrar a la vagina. Una que otra vez he convencido a mis «compis» de dejarme usar diminutivos como «lechita» sin que enloquezcan.
Pero nada me ha sorprendido más que enamorarme en inglés de alguien no angloparlante. Poner una lengua común entre nosotros y dotarla de significado en pareja fue una experiencia que me convenció de que uno articula la lengua y de que existen decenas de dialectos en un mismo idioma. No solo me remito a cómo Taylor Swift lo menciona en su último álbum diciendo: «you showed me a secret language I can’t speak with anyone else», sino que, en mi recuerdo, cada vez que aprendía una nueva palabra en inglés o en checo —el idioma de mi ex— expandía mis conocimientos del idioma y, además, dotaba de un nuevo significado a un significante.
A significant other se refiere a una persona con la que tienes una relación romántica o sexual; no cabe duda de que uno va hinchando de significado a las cosas que vive con ese significante. Así, cada vez que repito una palabra que aprendí en el contexto de mi relación, es como si me vinculara por un par de segundos con ese pasado, con esas largas búsquedas en el traductor, mientras sosteníamos una discusión respecto al correcto uso, la pronunciación o la traducción de una palabra. Aprendimos a vincularnos en terreno extranjero y nos permitimos adentrarnos en los terrenos propios, enseñándonos las peculiaridades de hablar como hablábamos y desde donde hablábamos. Por supuesto, nos permitimos hablar en los momentos de vulnerabilidad como el enojo, el llanto o el sexo, en nuestra respectiva lengua, desvincularnos del terreno neutral y ponernos en nuestro territorio por un rato para permitirnos retraducirnos, resignificarnos y empezar una vez más el trato de aprender a vincularlos.
A lo que voy es que Milán Kundera y tantos otros que hablan de amor tenían razón: cuando se aprende el mundo con alguien, siempre, siempre, quedará marca en nuestras palabras, incluso cuando esa persona se ha marchado.