En el proceso creativo de la literatura suponemos la existencia de dos entes fundamentales: el escritor y el lector, aun cuando haya creadores —sobre todo, poetas— que pretendan escribir para sí mismos, prescindiendo de esa «audiencia visual» necesaria para dar a conocer el fruto de sus palabras.
El libro, tal como lo conocemos, es un instrumento de difusión lingüística relativamente nuevo en la cultura universal. Se vuelve masivo a mediados del siglo XVIII, a partir del gran impulso de la Ilustración, fenómeno y proceso en donde llevaron la voz cantante los iluminados franceses.
Siempre ha sido difícil y costoso, para los autores, editar. Conocemos las plañideras y aun serviles cartas que Miguel de Cervantes dirige a sus posibles mecenas, para poder financiar la publicación de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, libro que será, después de la Biblia (supongamos que aquí el auspiciador infuso fue Jehová), el libro más editado en la historia de la literatura de todos los tiempos.
Acceder a la industria editorial, a las grandes casas editoras, es como ganar la lotería, bien lo sabemos. El rasero con que se criban los textos postulantes es mayormente comercial; la calidad estética estará subordinada a su potencial de ventas, salvo honrosas excepciones, como fuera, en nuestro país, la Editorial Nascimento, cuyo mentor, Carlos George Nascimento, ejercía una suerte de filtro de excelencia literaria, mediante lo que podríamos llamar «olfato lector». Este gran editor nuestro, de origen portugués, se dio maña para publicar a nuestros escritores, comprometiendo, muchas veces, su propio peculio o capital de empresario, puesto que en ocasiones las ventas de los libros no cubrían siquiera los gastos fijos de la imprenta.
Don Carlos era un enamorado de su oficio y mantenía estrecho contacto con los escritores chilenos. Así, su librería en la zona céntrica era punto de encuentro y lugar de tertulia entre creadores y el asiduo público lector, proporcionalmente más numeroso y alerta que el actual. Editó a Pablo Neruda, por primera vez. Nuestro genio de la poesía era muy acucioso en la revisión y edición de sus propios textos, pues sentía verdadero horror ante los gazapos gráficos, quizá más habituales y aun inevitables en aquellos tiempos de la complicada y lenta linotipia.
Cuando se preparaba en Nascimento la edición de Estravagario, Pablo pidió a su amigo Carlos que le enviase las galeradas recién impresas, para efectuar él mismo su revisión.
Así lo hizo, percatándose, muy complacido, de que no había errores gráficos; las pruebas estaban impecables. Entonces, telefoneó a Carlos, pidiéndole que incluyera, en portadilla, la siguiente frase de agradecimiento: «Felicito y congratulo a todos quienes trabajaron en esta edición, porque, felizmente, no contiene ninguna errata». El editor accedió de buen grado y, quince días después, Pablo recibió los primeros ejemplares. Buscó en portadilla el texto del beneplácito, y leyó: «Felicito y congratulo a todos quienes trabajaron en esta edición, porque, felizmente, no contiene ninguna erata». Sí, escribieron «erata» en lugar de «errata». Por algo se decía entre los impresores que «la cola del Maligno se encargaba de borronear la buena letra».
En la década más oscura de la literatura chilena, entre 1975 y 1985, larga «noche de piedra» bajo la dictadura, las publicaciones se tornaron aún más difíciles. Los escribas debíamos recurrir a costosas autoediciones, una vez sorteadas las vallas y cortapisas de la censura previa. Por otra parte, los escasos periódicos y revistas estaban vedados a la mayoría de los escritores nacionales, porque no había interés en publicar crónicas o notas literarias y porque la sospecha ideológica era el principal obstáculo.
No obstante, recurríamos a los pocos espacios disponibles para intentar la publicación de nuestras esforzadas cuartillas. El maestro Luis Sánchez Latorre, «Filebo», a la sazón Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, avezado y brillante periodista de cultura, mantuvo su ocupación en el diario Las Últimas Noticias, en cuyas páginas, una vez a la semana, editaba una «sección cultural» de ocho columnas, que acogía a los escritores, en su mayoría socios de la SECH, quienes le entregaban breves artículos —no más de cuartilla y media— para que los diera a conocer en esa estrecha y escasa ventana para lectores de la prensa. Por supuesto, la demanda superaba con creces a la mezquina oferta, y, sobre el escritorio de Filebo, había una ruma de folios esperando la dorada oportunidad. Cuando el maestro Sánchez Latorre llegaba a la Casa del Escritor, para presidir la reunión de los martes, era asediado por los escribas demandantes: «Luis, ¿cuándo aparecerá publicado mi texto?»… etcétera.
Hoy en día, merced a la revolución cibernética, se han abierto infinidad de espacios de publicación en las redes de Internet. Muchos escritores cuentan con su propio blog, a través del cual dan a conocer sus producciones; otros recurren a Facebook, para escribir allí a diario. También existen innumerables revistas y periódicos virtuales a los que acudir en busca de lectores.
El problema, ahora, se ha revertido; hay más oferta que demanda y los lectores escasean. Incluso, me atrevería a decir que estos han disminuido en calidad (ser un buen lector es arduo ejercicio), en cuanto a las exigencias estéticas, por lo que suelen saltarse los escritos largos o eludir los más enjundiosos, debido a las crecientes limitaciones del lenguaje cotidiano, fenómeno que alcanza, con su garra indigente, a críticos literarios y a jurados de concursos públicos, que desestiman todo texto cuyo léxico les supere, aduciendo simplezas tales como: «hiper adjetivación», «lenguaje barroco», «narración críptica». Si dudan de mi aserto, lean las conclusiones vertidas en la atribución o rechazo de los postulantes a los Fondos del Libro.
Después de sesenta años de escribir notas, artículos, crónicas y ensayos, ciertos editores de revistas virtuales de «buen pelo», amplia difusión y fina edición gráfica, en donde publicas como colaborador gratuito (nadie pensaría en pagarte un céntimo por tu trabajo), de pronto te advierten que, para seguir publicando en sus plataformas, tus textos deben ser exclusivos, es decir, inéditos, con prohibición expresa de ser compartidos en otros medios similares. O sea, entregas tu talento, conocimientos y labor constante de manera gratuita y, además, el «mandante» pretende imponerte condiciones virginales…
Como diría un cercano ancestro gallego: Manda carallo!, cuya traducción es aquí innecesaria.
Si la oferta de lectores apropiados disminuye, incluyendo a los editores de especies varias, es posible que los escritores terminemos leyendo en las plazas, a viva voz, nuestros escritos…
Sí, hombre, sí, como los predicadores evangélicos, aunque pocas veces tengamos alguna «buena nueva» por anunciar.