El silencio es un amigo que jamás traiciona.
(Kung Fu Tse)
Concebir a la naturaleza, al universo, como una totalidad debe permitirnos entender que no hay distancia alguna entre el ocaso vespertino y el gallo que anuncia la mañana; que el águila es también su sombra arrastrándose junto a la serpiente y que la flor que muere encadenada a su tallo volará en sus abejas y colibríes. El mundo es una gran metáfora de sí mismo y los poetas que lo han descubierto han realizado una de las más grandes proezas al regalarnos la buena nueva de un mundo indiviso que no necesita de nuestra frágil inteligencia para ser todo y juntar lo más disparatado en una sola realidad, labor de la que participa la poesía.
Lo primero que vemos en el poeta es su soledad, porque si bien el arte es un hecho comunicacional per se, la creación artística no lo es. La creación poética no comunica, simplemente no lo hace porque el poeta está navegando en la totalidad y en la totalidad no hay partes que dialoguen entre sí.
El universo no dialoga, lo es todo; el poeta creando tampoco dialoga, divaga en la totalidad oceánica y, naturalmente, no tiene con quién hablar, lo rodea un abismo de silencio, no está presente ni él mismo, carece de entidad para el otro: no comunica, crea.
En su autobiografía El portador del fuego, el astronauta Michael Collins —quien se quedó en la cápsula de comando de la Apolo 11 y no alunizó— relata el momento en el que, ya solo, se internaba en el espacio sobre la cara oculta de nuestro satélite y experimentaba la soledad física extrema por primera vez en la historia: «Desde los tiempos de Adán que nadie estuvo tan solo». Collins no veía la Tierra y, debido al sol, tampoco veía las estrellas como referentes; en el todo no hay un dónde para un yo. Durante esos minutos ni él sabía de ningún ser humano ni ningún ser humano sabía de él; se suponía que estaba, pero no se lo sabía. Esto es un convertirse en el «Ello», es a lo que echa de ver el poeta cuando está creando: está de cara a la vastedad de lo absoluto y ya no hay un yo.
En la poesía, lo absoluto toma el control, ni el existir tiene sentido porque no hay nadie para quien se exista. No se es para otro, se es para el todo. El poeta crea silencio y es allí donde están las palabras de su poema. El silencio que rodea a la palabra no es, sin embargo, una negación o un no-ser. El silencio es el origen, la dirección y el destino de esa palabra, así como la energía que le da vida al conjunto. Sin el silencio, una palabra humana es solo ceniza al viento de la boca; los dioses crean con la palabra, el Hombre todavía no.
El silencio pertenece a una instancia lógica más abstracta que la palabra. Entre palabra y palabra no hay silencio, ni silencio ni nada, ni siquiera hay un cero. En el espacio digital entre palabras no hay comunicación. Es como lo que hay entre el 1 y el 2, no hay ningún número, ni siquiera el cero. El silencio, en cambio, es analógico: pertenece al absoluto, al ser pleno.
La palabra nace de la autoconsciencia como primer paso de la digitalización que inicia a su vez al yo: separado, abismado respecto del «entorno». No hubo «yo» en el astronauta sin referencias: solo el Ello. Desde que se forma el yo en nuestra psique, tratamos de recomponer esa «hiancia» fundacional de lo humano, esa herida respecto de lo total que es nuestro apetito inagotable de ser lo que fuimos: el todo; la religiosidad, el arte y el misticismo ayudan en tal sentido.
No existe, por lo tanto, «rivalidad» entre silencio y palabra, sino niveles diferentes de abstracción. Esto remite a Gregory Bateson: «el genoma humano no codifica cinco dedos sino que codifica cuatro espacios interdigitales»; dicho de otra forma: el genoma «vive» en el continuo analógico del universo. Así, el silencio es el genoma de la palabra.
Cuando dijimos en otro artículo que, para el hinduismo, la acción perfecta no generaba karma, decíamos que la acción perfecta no topa con nada, sino que acompaña al todo y por eso no tiene consecuencias. Es decir que no choca contra nada y entonces no hace ruido; de ese modo, el pétalo, por ejemplo, que cae desde una rosa, en rigor no cae de ningún lado ni va a ningún otro porque está en el todo. El movimiento es fruto de nuestra «incompletitud», porque rosa, pétalo, gravedad, movimiento y todo lo demás pierden sus identidades en el todo. Los que, por la función consciente, nos segregamos del todo creamos las cadenas causales de pétalos, caídas y demás. El poeta debe darse cuenta de que en ese movimiento que percibe —la caída del pétalo en el silencio de la casa— no hay desplazamiento alguno. Un científico contaría centímetros y diría «hubo movimiento», pero un poeta no cuenta (acción digital) sino que mide (acción analógica); de modo que, para él, la rosa, el pétalo, la caída y la quietud de la casa, todos forman parte de un algo mayor e integrado en armonía.
La consecuencia de coincidir con el todo termina siendo la imposibilidad de comunicar... es decir, el silencio. El poeta como creador no puede comunicar «el pétalo ha caído desde la rosa» porque nada de eso ocurre dialógicamente, ya que la creación es un hecho completo en sí mismo, virtud que comparte el propio artista al crear significado. La consecuencia del significado perfecto será, entonces, el silencio. El poema tiene que traducir en elementos aprehensibles por la consciencia —las palabras—, algo que es inasible para la consciencia. En lo perfecto no hay distancia entre las cosas porque no hay cosas.
Hablamos de perfección, ¿existe el poema perfecto? No tiene sentido la pregunta: una eventual perfección deviene no de lo que conocemos, sino del conocer y no de la obra, sino del crearla. Así, la perfección reside en lo total de donde abreva el poeta. Ese puñado de agua que escurre de sus dedos y que no alcanza a colmar su sed, es lo que llamamos poema y poesía, el vano intento de quitarse la sed de totalidad que acosa al alma del poeta, por ese método tan poco efectivo de juntar agua con los dedos el artista pretende capturar lo analógico con los dedos (los dígitos).
En el silencio poético lo está todo. Está el «Ello» del astronauta que no sabemos si reaparecerá del otro lado de la luna. En esa atmósfera asfixiante por vacía, que rodea al poeta que escribe y al astronauta solitario, no hay cosas de referencia acerca de las cuales escribir. Una buena metáfora de esa totalidad que no es nada, que lo tiene todo y que no dice, es el propio papel en blanco esperando la primera palabra. En el papel en blanco están todos los poemas escritos y los por escribir, de estos últimos, el poeta habrá de buscar y rebuscar los que le pertenecen.
Esa totalidad blanca (o negra, si se es astronauta) llama al que escribe: Abyssus abyssum invocat, el abismo invoca al abismo; en la imposibilidad de serlo todo, de ser solo ese trozo de nada —de vida— que se le escurre de los dedos, es donde reside la angustia del creador. El saber que hay algo que siempre quedará sin poder ser dicho: se es el Ello detrás de la luna, pero todavía no se es Dios. Se es silencio. Esa imposibilidad es el eco del silencio que subyace en el poema, es el perfume a silencio que le queda al poeta tras la obra creada.
La ciencia, por su parte, se va acercando a esta idea de totalidad. Escribe David Bohm:
Así la idea clásica de la separabilidad del mundo en partes diferentes pero interactuantes ya no es válida [...] Antes bien, debemos considerar el universo como una totalidad no dividida ni fragmentada. Su división en partículas y campos sólo es una tosca abstracción y aproximación a un orden que es radicalmente diferente del de Galileo y Newton: el orden de la totalidad no dividida.
Sentencia Werner Heisemberg:
El mundo aparece entonces como un complicado tejido de acontecimientos, en el que distintas conexiones alternan o se superponen o se combinan, determinando la textura del conjunto.
Cierra Fritjof Capra:
En última instancia —como la física cuántica demostró tan espectacularmente— no hay partes en absoluto. Lo que denominamos parte, es meramente un patrón dentro de una inseparable red de relaciones.
El hombre, en su ciencia y en su arte ha visto lo negro del espacio y lo blanco del papel y se ha asombrado, ha salido de las sombras y ha descubierto la luz del silencio. Ese silencio que no lo traiciona y donde la poesía vuelve sagrado al mundo.