Venezuela ha vivido muchos momentos de gran perplejidad. El presente, probablemente por ser el que le ha tocado padecer a mi generación, es el que nos mantiene en un grado de constante incertidumbre y peligrosa desesperanza. Una actitud o medio recomendable ante la ausencia de certezas es la del cronista. Atendamos a los fenómenos y después intentemos identificar las tesis explicativas de los más osados.
San Bernardino, la parroquia del Centro-Norte de Caracas nacida en medio del gran boom urbanístico de los cincuenta del siglo XX (hoy en franco deterioro), ha sido mi hogar la mayor parte de mi vida. Ella es mi punto de partida para mostrarles los días de cuarentena en Venezuela. Soy consciente de las limitaciones del método propuesto, pero los estos se compensan con su valor testimonial y un detallado conocimiento.
Antes de la cuarentena, en una de las calles cercanas a mi casa no había casi movimiento de gente. San Bernardino fue diseñada como una especie de suburbio cuya ventaja era «estar en el centro» de la ciudad. El concepto de urbanización al estilo «americano» (numerosas quintas y pocos edificios en medio de largas avenidas con plazas y bulevares) genera su soledad característica. La gente y el tráfico se concentran en pocos lugares donde hay comercios o instituciones (clínicas por lo general). Al desplazarte entre estos «focos» puedes atravesar zonas muy solitarias donde te pones en riesgo de ser víctima de la delincuencia (descrita en nuestra anterior crónica).
La calle que les digo tiene algunos comercios, la verdad poco frecuentados en el pasado, salvo una buena panadería. Si tenía que ir a ella me lo pensaba, en especial los domingos cuando ni los carros pasaban, muchas historias de atracos e, incluso, hace dos años asesinaron a un señor frente a su hija menor de edad para quitarle un celular. Entre marzo y abril, los venezolanos tendieron a salir lo menos posible. El temor inicial a la pandemia, tanto en las personas como en las autoridades, seguro fue la causa. En mayo, muy seguramente, el hambre y las carencias crecieron aún más (en la Venezuela madurista eso es hablar de algo muy grave) y la gente empezó a salir y «resolverse» vendiendo lo que fuese.
Desde julio, todo cambió radicalmente. A lo largo de la calle, aparecieron diversos vendedores informales con gran cantidad de mercancías. Modestos comercios de venta de empanadas o de escasos productos, se convirtieron en lo que ahora llaman «bodegones» (especie de pequeños abastos donde se consigue gran variedad de productos, en especial importados y costosos en la Venezuela madurista). La variedad e incluso la calidad creció y todos estos «buhoneros» se hicieron mucho más corteses y amables. ¿Zona o vía solitaria? ¡Esto ya parece el bulevar de Sabana Grande en sus buenos tiempos! Incluso he consultado a la gente sobre la delincuencia y me dicen: «por acá los malandros se fueron», mientras una señora abre la cartera donde tiene varios billetes «verdes» (dólares) de diversa denominación y paga con uno de ellos. Es inevitable preguntarse ¿dónde está la «crisis humanitaria compleja» de la cual hablan los expertos?
Un observador distraído por tonto —ignorante o perverso (elija usted)— no sería capaz de identificar los factores de esta realidad que hacen «ruido» o que no «cuadran» en un sociedad sana y próspera. Podemos ver si miramos con atención —no como la persona que pasan comprando rápido y se va— que pueden contagiarle con COVID-19. Ver que cada cierto tiempo pasan familias enteras en harapos pidiendo comida, tanto a los clientes como a los comerciantes (gracias a Dios muchos los ayudan). Aunque el comercio esté dolarizado, son pocos los que manejan (poseen) el acceso a dicha moneda y, menos aun, los que pueden comprar en grandes cantidades. Ni hablar del deterioro de los inmuebles donde se colocan los vendedores. Si diriges la vista a la parte alta y a los lados de las casas, descubres que han aparecido anexos. Es lo que llamamos la «ranchificación» (palabra políticamente incorrecta) de la ciudad. No solo por el crecimiento de la vivienda informal en las comunidades populares, sino por el deterioro y la transformación de las formales en «microbarrios» o estructuras multifamiliares. Por no hablar lo que advertimos: esta es solo una mirada a una urbanización de clase media baja de la capital.
Desde que se empezó a sentir la caída de la economía (ya superamos el 70 % acumulado desde el 2013 del derrumbe del PIB), la pobreza no ha parado de crecer y es imposible ocultarla. La reciente Encuesta de Condiciones de Vida (ENCOVI) —de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), en su consulta desde finales del 2019 a principios del 2020— muestra la gravísima cifra de que el 79.3 % de los venezolanos se encuentran en pobreza extrema y en total el 96.2% son pobres. Pasamos de ser el país más rico de América Latina en los setenta, con mayor clase media, a ser hoy el más pobre y el segundo más desigual de Iberoamérica. Ahora la comparación no es con nuestra región, sino con la siempre deprimida África. La principal explicación está en la desaparición y el fracaso del motor de esa antigua riqueza: el modelo rentista petrolero, el cual comenzó a declinar su producción desde el 2009, antes de la caída de los precios y sin la existencia de las sanciones.
La calle de mi urbanización que cambió en la cuarentena nos hace decir, al compararla con las cifras socioeconómicas: «¡esto es incomprensible!» Pero, más calmados, descubrimos que es únicamente un fenómeno aparente. No hay recuperación ni prosperidad, solo supervivencia de unos pocos que han podido invertir algo. No obstante, demuestra que, en medio de una hecatombe social, la gente se está moviendo. No se deja vencer y hay una sociabilidad (me refiero a la del mercado por ser la que examinamos) que puede ser alternativa a lo que explicamos en nuestro anterior artículo: la barbarie de la violencia criminal y la debilidad del Estado al imponer el orden. En nuestra próxima entrega seguiremos tratando el tema, pero desde la perspectiva política, hablaremos de lo relativo a las «elecciones» que realizarán los que conservan el poder.