El libro fetiche es una especie de amuleto sigiloso que preside nuestra biblioteca: cerrado aparenta ser uno más, pero, cuando lo abrimos por cualquier página, comienza inesperadamente a enviar señales. Buscad, si no me creéis, y probad vuestro libro fetiche; observad cómo de forma espontánea comienzan a emerger sensaciones y visiones que hasta ahora creíais muertas.
Permitidme que os hable hoy de Memorias de Adriano, por haber sido este mi primer libro fetiche y también el más significativo de entre todos ellos.
Marguerite Yourcenar debió también encontrar su «señal-fetiche» en una frase de Flaubert que halló entre su correspondencia: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que el hombre estuvo solo». Debió de quedarse tan fascinada la joven escritora ante tal reflexión, que fue a partir de su lectura cuando se decidió a retratar a ese hombre solo, ante el abismo y con un único asidero al que agarrarse: su propio criterio. Así fue como emprendió Yourcenar la tarea de crear mi libro fetiche: Memorias de Adriano.
Viajó nuestra ilustre autora hasta la Villa Adriana (según ella misma relata en sus cartas y memorias, especialmente en «¿Qué? La eternidad»); estudió; especuló; comprobó; imaginó. Y esto fue lo que obtuvo: un profundo viaje al alma humana que derrama belleza, nostalgia y sabiduría desde la primera página.
El emperador Adriano, consciente de que le queda poco tiempo en esta vida, desde el pináculo (cronológico, no vital) de su existencia, contempla su pasado y escribe: la obra adopta por tanto la forma de una larga epístola dirigida al que, con el tiempo, le sucedería, el joven Marco Aurelio. Y, a lo largo de todo ese lírico y a la vez erudito discurso, el lector va descubriendo la historia de una época y, sobre todo, el alma de un hombre.
Adriano fue el primer emperador con barba. Este dato que a priori os puede parecer puramente anecdótico, realmente no lo es, pues, si en la Roma de la época se usaba el estilo lampiño, no sucedía así en Grecia, y si algo se sintió Adriano, a pesar de no serlo, fue griego: favoreció a la Hélade como ningún otro emperador, tratando de devolverle su antiguo esplendor, y esta lo acepto como a su hijo predilecto. Adriano fue viajero, poeta y guerrero, amante del arte y de la filosofía y, probablemente, como indicaba Balzac, un hombre solo.
De que su mente era abierta da buena cuenta el odio que por él sentían las mentes más fanáticas del momento, los fundamentalistas judíos: lo cual no es de extrañar, pues en su época se produjo su célebre diáspora. El emperador quiso reconstruir la Jerusalén destruida tres cuartos de siglo antes por Tito, pero no en los términos que deseaban los judíos, lo que provocó una revuelta sangrienta. Desde un punto de vista filosófico, los dos opuestos del mundo antiguo fueron el fundamentalismo judío y el libre pensamiento griego; el pensamiento de Adriano se polarizó claramente hacia este último, aunque su praxis, heredera también del posibilismo romano, siempre más práctico y con los pies en la tierra, tuvo que hacer concesiones a los intereses políticos de Roma.
Algunos consideran que la autora no logra meterse en la piel del emperador, que no lo consigue porque tratar de revivir a alguien muerto hace siglos es un imposible. Se ha escrito que el Adriano de Yourcenar parece un cortesano de Luis XIV, y yo llegué en una ocasión a escuchar a Luis Racionero, entrevistado, creo, por Sánchez Dragó, compararlo con un noble belga. Bien, pues aun admitiendo la imposibilidad de recrear la vida de un personaje del pasado al milímetro, si alguien ha podido acercarse alguna vez a este imposible, esa ha sido Marguerite Yourcenar.
La voz de Adriano suena hoy en todas las cabezas a través de los ojos y el pensamiento enamorado de la autora, que gustaba de usar la voz masculina en sus escritos —como por cierto hizo también Marie Renault—; voces de hombres que amaban a otros hombres. Porque, ante todo, Memorias de Adriano es una historia de amor que se ha convertido en el paradigma del amor griego y el sacrificio (tanto conmueve la figura de Antinoo, el hermoso esclavo bitinio que dio la vida por su dueño al que amaba, muriendo ahogado para aplacar la ira de los dioses, que no solo ha sido reproducida centenares de veces en mármol, bronce y marfil, sino que además se construyó una ciudad con su nombre e, incluso, se le llegó a adorar como dios). En fin, aunque muchos han reescrito esta historia de amor (desde Wilde, pasando por Pessoa hasta Terenci Moix), ninguno ha logrado transmitir el desgarro que resuena en las páginas de Yourcenar y que las transforma en el primero de los libros fetiches de mi biblioteca.