Ningún hombre es una Isla,
Entero en sí mismo; todo hombre
Es un pedazo del Continente,
Una parte de Tierra Firme; si
El Mar se llevara un Terrón,
Europa perdería un Promontorio
Como si se llevaran la Casa
De sus amigos o la tuya propia.
La Muerte de cualquier hombre me disminuye
Porque soy parte de la Humanidad; y
Por eso nunca procures saber
Por quién doblan las campanas:
Doblan por ti.John Donne (1573-1631)
Mi generación nació en los albores de la Segunda Guerra Mundial. Somos hijos de muchas hogueras y de terribles holocaustos. No obstante, aprendimos muy temprano, por boca memoriosa de los ancestros de la Galicia remota, que el espacio sagrado en donde se guarda el fuego se llama hogar, o lareira... Cuando había que conservarlo, como el mayor de los tesoros surgido de las tinieblas, las benefactoras brasas se cautelaban durante todo el año. El último día de aquel ciclo, a medianoche, se las dejaba extinguir y las cenizas eran arrojadas sobre el campo, en señal unívoca de muerte y resurrección. Y se volvía a encender la nueva lumbre, con la promesa de doce meses venturosos. Si, por alguna razón, se apagaba antes de tiempo, la desgracia caía sobre la casa-hogar, en la forma mustia de la ceniza, metáfora ancestral de la desdicha humana que conlleva toda aniquilación.
Pero el fuego ardía también en nosotros. Temprano escuchamos al poeta Kazantzakis diciéndonos: «No es el hombre lo que me maravilla, sino el fuego que devora al hombre». Queríamos aprehender esas llamas y atesorarlas en el arca del corazón. Las brisas que las avivaban eran las ideas. Había que cambiar el mundo con ellas y éramos los elegidos para esa tarea por convicción íntima, nacida de la voluntad de entregarnos a la incipiente lucha revolucionaria. Desde un modesto barrio, al sur de Santiago de Chile, comuna de La Cisterna, en las calles de una república joven que entendíamos como «ejemplar democracia», según se nos enseñaba en la clase de Historia y Educación Cívica, íbamos a derribar los odiosos poderes de la plutocracia. Era posible. Bastaba con que nos uniéramos, conjurados bajo la luz de generosos ideales, hermanos en la común batalla liberadora.
Teníamos dieciocho años en el despertar de 1959. Por la radio nos enteramos, a eso del mediodía, de la victoria de Fidel, Camilo y el Che; del desplome del tirano Batista y de su vergonzosa y consiguiente huida a Miami, donde el Gobierno del Imperio de las Estrellas le recibía como huésped dilecto, al igual que lo hiciera con otros sátrapas de nuestras repúblicas bananeras del Caribe, también con tiranos engendrados en países de más al sur, entre quienes nos jurábamos demócratas, herederos de Miranda, Lastarria, Bilbao, Martí, Rodó e Ingenieros…
Celebramos el histórico triunfo cubano, con familiares y amigos del barrio, dentro de nuestras coléricas cofradías. Íbamos a cambiar la Historia, codo a codo con aquellos sucios barbudos de la sierra y de la selva. Nada ni nadie podría detener el proceso de transformación inminente. Las añosas estructuras no podrían eludir su derrumbe.
El fuego incubaba entre nosotros su tiempo y su ira.
Éramos jóvenes llenos de ideales. Nos apasionaba la política porque veíamos en ella, más que simple estrategia de lucha por el poder, el medio posible de crear un mundo mejor. El socialismo marxista, la social democracia europea y el social-cristianismo de Maritain eran vías abiertas, caminos para encauzar las diversas corrientes de pensamiento filosófico, en detrimento del credo ramplón del libre mercado, regulador «natural» de la vida humana, que representaba el viejo capitalismo de cuatro siglos, opresor e injusto, sustentador —sobre todo en nuestro continente— de las peores tiranías, culpable de crímenes de lesa humanidad, del genocidio de los pueblos originarios y del hambre de millones de seres.
La noche del domingo 4 de septiembre de 1970, arribamos a casa, con algunos compañeros de militancia, cargados de banderas, celebrando a gritos la victoria en las urnas de Salvador Allende. Mi padre gallego, emigrante, hijo apasionado de la República Española, estaba frente a la verja, los brazos sobre el tórax y una mirada que encendía de preocupación sus ojos azules.
—¡Ganamos! —grité, palmoteándole…
—Aún no hemos ganado nada—, retrucó, —porque desde este momento las fuerzas reaccionarias se confabularán para impedir que Allende gobierne. Se avecinan días terribles.— Cerró la puerta. A través de la ventana observé su silueta. Había abierto un libro. Quizá buscaba también una respuesta que no fuera la tragedia de otro pueblo avasallado por sus opresores.
Pensé que él estaba equivocado, que en Chile no ocurriría lo de España. Mil días más tarde, Allende se despidió para siempre de las grandes alamedas y pereció, en medio del humo y la metralla, en la feroz asonada militar del 11 de septiembre de 1973 contra la República, simbolizada en su Casa de La Moneda, habitación de los presidentes democráticos de Chile, bombardeada sin piedad por criminales facciosos. Una vez más, la artera ceniza parecía ahogar todo ardor propiciatorio.
Pese a todo, continuamos acariciando los sueños del fuego liberador; los alentamos durante un cuarto de siglo, hasta que los sentimos desplomarse bajo el peso de nuestros propios errores y de la garra ávida del enemigo, con la caída del socialismo de estado y con otras decepciones íntimas en la pequeña patria. Antes, habíamos presenciado la muerte del Che —abandonado por sus antiguos camaradas—, y la desaparición de otros combatientes heroicos, en medio de la utopía del fusil justiciero y de la redención campesina.
Fidel envejeció, como los patriarcas otoñales de palacio que recrea el realismo mágico, sofocado en los estertores de su propio anhelo mesiánico. Cuba sobrevive, bajo un bloqueo de más de medio siglo, que ningún otro país nuestro hubiera podido resistir, pero es un pobre consuelo ante el esfuerzo contumaz de su pueblo digno y solidario. Hoy se espera también su definitivo derrumbe, para que el Imperio entre a saco en la isla y reponga los alegres y lujosos casinos de los 50.
Concebir un sistema social más justo y equitativo, que no se mueva según las leyes de la oferta y la demanda, que desestime la codicia como regla de oro para los móviles humanos, que condene y proscriba la avaricia, anatematizada por todas las grandes religiones, parece, en nuestros días, una intención utópica, fuera de la realidad; propósito tan descabellado e incierto como preconizar revoluciones armadas. Se colegiría, entonces, que el ser humano no puede ser mejor de lo que es y que los ilusos que porfíen lo contrario deben ser apartados del fluir imparable del progreso tecnológico, nueva panacea vertiginosa que solo permite medrar a los más astutos.
Puede que nos hayamos vuelto extemporáneos, porque cada cultura tiene sus propios dioses y cada generación sus códigos para entender el mundo, y los nuestros fueron ya borrados de los altares y proscritos de los libros de texto.
¿Qué nos queda hoy? La respuesta rotunda y totalitaria de la globalización real y virtual: la productividad a todo trance del capitalismo salvaje, hecha filosofía planetaria de vida circense y de muerte ecológica del planeta. Un solo guía, un solo sistema. El principal móvil humano parece ser la ambición devenida en avaricia; el deseo sin pausa de poseer, que la subcultura de hoy exacerba a través de los medios de información, dominados de manera casi incontrarrestable por las grandes corporaciones, adversarios sin rostro ni nacionalidad, como el señor del castillo de Kafka, amo anónimo de individuos numerados que le sirven y veneran.
Quizá, por eso, a cincuenta años de la tragedia que se abatió sobre la patria, organizada y ejecutada por quienes se mimetizan hoy bajo nuevos disfraces de hipocresía, toda esta farándula electorera nos resulte vacua, sin sentido, salvo para los prevaricadores del poder, cuyo discurso se hace único y homogéneo, como si se cumpliera el verso-arenga de Nicanor Parra: «La Izquierda y la Derecha unidas, jamás serán vencidas».
No obstante, vivimos las postrimerías de una crisis del modelo neoliberal y los albores de una nueva esperanza, a partir del próximo Plebiscito del 25 de octubre, donde decidiremos el anhelado cambio de Constitución, desechando la carta magna impuesta por la dictadura militar-empresarial, para dar paso a un ordenamiento jurídico democrático y equitativo.
Entretanto, la literatura y otras artes han seguido y seguirán siendo cálido refugio para muchos de nosotros —lo fueron ya en tantas derrotas y fracasos—, uno de los escasos reinos que pueden cobijar aún a la inmensa minoría de desterrados a la que pertenecemos, tú y yo, nunca rendidos, fieles al fuego, a la sangre y a la memoria, cobijados en esta casa reconstruida sobre «la triste ceniza que yace y duerme en el olvido».
Medio siglo ha transcurrido desde aquella proeza de la voluntad popular, simbolizada en un nombre que vuelve a convocarnos desde el balcón ciudadano para que seamos capaces de unirnos en una sola voluntad: Salvador Allende, compañero, ¡presente!