Me llama la atención que muchos españoles se manifiesten a través de las redes sociales agradeciendo a Juan Carlos I de Borbón por «los favores recibidos», atribuyéndole, después de un menos que somero análisis histórico, haber «devuelto la democracia a España», bueno, devolver sería un exceso semántico, pues España ha sido, a lo largo de su extensa historia, uno de los países menos democráticos de Europa y del mundo adelante. Junto a Portugal, recibió del papado más de la mitad de los territorios del «Nuevo Mundo», a inicios del siglo XVI, con una simple raya trazada por mano de un obispo aventajado.
Sus innumerables y vastas colonias lograron la independencia después de cruentas guerras, entre 1810 y 1830, inspiradas en los principios e ideales de la Revolución Francesa, impulsando movimientos libertarios de espíritu laico y progresista. En España, esas ideas lograron fructificar en contados individuos –intelectuales y artistas, sobre todo-, siendo combatidas, a sangre y fuego por la Iglesia, la Monarquía y la Milicia, la funesta trilogía que mantuvo a España en el atraso y la ignorancia durante siglos, en 1931, el analfabetismo superaba el 30 por ciento; sí, en la patria de Don Quijote, del Burlador de Sevilla y de Teresa de Ávila.
La Primera República duró, desde febrero de 1873 hasta diciembre de 1874, un año y diez meses de fallido intento democrático, aplastado sin piedad por la restauración borbónica. La II República, con su apoyo en intelectuales y pensadores de las Generaciones del 98 y del 27, duró cinco años, para colapsar después del golpe de Estado de Franco y de tres años de Guerra Incivil que costaron más de un millón de muertos.
A partir del 1 de abril de 1939, hasta finales de 1977, la feroz dictadura católico-castrense implanta su hierro, refuerza la cruz heráldica y desempolva el garrote vil en España. Junto a ello, una drástica censura se ejercerá sobre la libertad de pensamiento y las expresiones artísticas.
El cuello del anarquista Salvador Puig Antich fue el último que el lazo de hierro del garrote vil apretó en España, el 2 de marzo de 1974, en cumplimiento de una sentencia de muerte firmada por Franco. Quien la aplicó, Antonio López Sierra, actuó de igual manera en otras dieciséis ocasiones a lo largo de veintidós años. El último de la larga lista de «ejecutores de sentencias» españoles acabó viviendo, junto a su mujer, en una portería del barrio de Malasaña.
Puede que el nombre de Antonio López Sierra (1913-1986) diga poco o nada a la mayoría de españoles de hoy en día, pero perdurará en la historia como el del último «ejecutor de sentencias» que dio muerte en España por garrote vil. El pasado 2 de marzo se cumplieron 46 años de la ejecución del militante anarquista Salvador Puig Antich, último agarrotado en el país y último también de los diecisiete reos que ajustició en su carrera profesional un López Sierra que acabó trabajando y viviendo junto a su mujer en Malasaña, en la portería del edificio del número 11 de la calle de Monteleón.
La pena capital se abolió en España con la llegada de la democracia y López Sierra cambió lo de apretar gaznates por las labores propias de la portería. «En el barrio muchas personas sabían quién era y a qué se dedicaba en realidad, pero de eso nadie hablaba», recuerda una vecina mayor de la calle Monteleón. En el vecindario, el verdugo no era alguien popular, sino más bien un apestado social.
Franco muere el 20 de noviembre de 1975. Los chilenos recordamos bien esa fecha, porque nuestro tiranuelo indiano, Augusto Pinochet Ugarte, asistió a la ceremonia, quizá con el afán de agradecer a su maestro en las artes de la dictadura cuartelera. También nos enteramos de que Pinochet debió abandonar España a los cinco días, porque su presencia era indeseada hasta para los franquistas; ni qué decir de la gente de izquierda. Nos lo contó, en crónica certera, Francisco Umbral, pintando con sus palabras un vívido retrato del usurpador criollo.
Escribo esto como hijo de padre gallego (a mucha honra) y de madre chilena (más honrado aún), que se siente ligado a España por los vínculos de la cultura y del oficio literario, reconociendo su deuda con los paradigmas de las lenguas castellana y gallega; heredero de ese idioma que ensalzan y engrandecen Gabriela Mistral y Pablo Neruda, entre otros muchos escritores.
En este sentido, afirmo que «me duele España»; así también me duele Chile en parecidas instancias de crisis y decadencia, como nos dejó escrito uno de sus grandes poetas y maestros de la crítica, ejercida como derecho sobre lo que nos importa, Francisco de Quevedo:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.Salime al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
El 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos I de Borbón, discípulo escogido por Franco, debido a que su padre, candidato por prelación dinástica, era considerado un «díscolo liberal» –nótese el atributo democrático- fue proclamado rey ante las Cortes y el Consejo del Reino. Comenzaba una curiosa e inédita transición, sustentada en los presupuestos constitucionales e ideológicos del dictador, atenuados por el influjo de las democracias europeas que procuraban forjar la Comunidad Europea, el sueño de Ortega y Gasset y de otros europeístas españoles a los que la Iglesia Católica y su Derecha retrógrada habían vetado por «corruptores de las ideas, la moral y las buenas costumbres».
¿Qué se le ofrecía a este supuestamente desinteresado candidato? Nada más y nada menos que la restauración -¡otra más!- de la caduca dinastía de Borbón; una vida de privilegios y honores, y algunas obligaciones más bien de protocolo, porque de gobernar, poco y nada. ¿Puede semejante expectativa considerarse trivial a la luz de los hechos acaecidos luego de la muerte del funesto caudillo? Por supuesto que no, tampoco el magnánimo beneficio otorgado, utilizándolo como una pieza del tablero español donde se jugaba la definitoria partida del ajedrez.
El rey novato, como era de esperar en un alumno aventajado, confirmó su puesto al presidente del Gobierno franquista, Carlos Arias Navarro. Pronto surgieron las dificultades para efectuar reformas que trajeran los cambios necesarios para establecer las directrices de un régimen democrático. La ruptura se produjo y Arias Navarro dimitió en julio de 1976. Le sustituyó Adolfo Suárez, quien articuló contactos con los líderes de los diferentes partidos políticos de la oposición y de las fuerzas sociales, más o menos toleradas.
Adolfo Suárez se transformó, contra todo pronóstico de las fuerzas políticas que propugnaban el cambio de régimen, en la carta de la transición, convirtiéndose en el hombre que lideraría España hacia la ansiada democracia. Un político cuyo último cargo oficial de importancia había sido, precisamente, el de Jefe de Movimiento Nacional, el órgano del partido único creado por el dictador Francisco Franco. Es decir, un funcionario partidista del dictador.
Una muestra más de lo equívoco que resulta en nuestra «madre patria» lucir o atribuir los atavíos de la democracia. El adjetivo demócrata sirve a tirios y troyanos; lo pueden ostentar un monarca, un obispo o una duquesa bullanguera, y nadie parece extrañarse por ello.
Se elaboró la Ley para la Reforma Política que, después de algunas disputas y conflictos intramuros, fue finalmente aprobada por las Cortes franquistas y sometida a referéndum, el día 15 de diciembre de 1976.
La ley se promulgó el 4 de enero de 1977. Esta norma contenía la derogación del sistema político franquista y la consecuente convocatoria a elecciones democráticas.
Estas se celebraron el 15 de junio de 1977. Eran las primeras desde el inicio de la Guerra Incivil. La coalición, liderada por Adolfo Suárez, Unión de Centro Democrático (UCD) (otra vez la palabra hecha muletilla para el postor de turno) alcanzó la mayoría relativa y emprendió la tarea, siempre ardua e imprevista en España, de formar Gobierno. Comenzaba el proceso de advenimiento a la democracia y de la escritura de una nueva constitución. El 6 de diciembre de 1978 fue ratificada la Constitución española, con una mayoría abrumadora, pese a que en su gestación no hubo representantes obreros ni campesinos.
A comienzos de 1981, dimitió Adolfo Suárez debido a su distanciamiento con el monarca y a presiones internas de su partido. Durante la votación en el Congreso de los Diputados para elegir como sucesor a otro connotado derechista y dudoso demócrata, Leopoldo Calvo-Sotelo (UCD), cargado con sus fachendosos títulos de «Marqués de la Ría de Ribadeo y Grande de España», de profesión Ingeniero de Caminos, se produjo el intento de golpe de Estado dirigido por el teniente coronel Antonio Tejero, el general Alfonso Armada y el teniente general Jaime Miláns del Bosch, entre otros. El intento de golpe, conocido como 23-F, abortó. Sus propugnadores no aquilataron bien las circunstancias políticas e históricas, carecieron de un líder (caudillo) que aglutinara a un importante sector de las fuerzas armadas. Dicho en lenguaje popular, cuyos refranes y sentencias son siempre lo más democrático de España, «el horno no estaba para bollos».
El flamante rey pronunció un discurso memorable de respaldo a la ingente democracia, llamando al respeto y acatamiento de la nueva institucionalidad. Era también defender lo suyo, su estatus de monarca convenido. A juzgar por la reciente carta enviada a su hijo Felipe, en medio de su descalabro personal, aquella proclama cívica hubo de escribírsela algún asesor más preclaro en los campos de la semántica y la oratoria, probablemente el mismo Adolfo Suárez. No obstante la dudosa legitimidad de su autoría, este discurso lo esgrimen los monárquicos tradicionales, los renovados y otros entusiastas del «rey demócrata» como mérito indiscutible de su voluntad progresista y libertaria. Con decir que fue oportuno, bastaría.
España entró de golpe en la modernidad europea. Se produjo una especie de borrachera libertaria, acompañada de una suerte de exhibicionismo callejero y cachondo. Las cuatro décadas de férrea dictadura eclesiástico-militar parecieron romperse como el estallido de una represa. Se abrieron las puertas de los armarios mientras se encendían las pecaminosas luces de las discoteques.
No obstante las prevenciones de Franco para cautelar lo obrado e impuesto durante tantos años, las amarras no fueron suficientes para contener los corceles de la Historia. Es indudable que la España torera, de «charanga y pandereta» entró, a regañadientes, en los cauces de un proceso que caminaba junto al avance y consolidación del modelo liberal comunitario, con las expectativas puestas en el éxito económico que alcanzaría la nueva entente planetaria, expectativa que tuvo sus momentos de fiesta y despilfarro, incluso certificando a España como la «sexta potencia económica del mundo». Esta fue una ilusión estadística que no hubiese convencido ni a Felipe II, desmentida en sucesivas crisis, agravadas por la «cuestión catalana».
Pero había un precio que pagar por los designios autoritarios, el que deben subvenir todas las democracias «cauteladas». Los chilenos lo sabemos, pues transcurridos treinta años de la defenestración de Augusto Pinochet, aún luchamos por generar una nueva Constitución que garantice, de verdad, los derechos y deberes de una sociedad auténticamente democrática. Los españoles también lo vienen haciendo, estrellándose contra los grilletes que su tozudo dictador dejó para blindar las instituciones más retrógradas y renuentes a los cambios y transformaciones. El precio de España es su monarquía ostentosa, anacrónica y corrupta; una economía neoliberal sumida en graves crisis recurrentes, con alto índice de cesantía (paro); unas fuerzas armadas que le cuestan al país el 2,3% del presupuesto nacional (en Chile, representan el 1,4%, y lo encontramos excesivo, ¡qué va!).
De los avatares íntimos del monarca, de sus prodigalidades y desvaríos amorosos, no me pronuncio. Tal vez por aquello de «…que lance la primera piedra», o por un atisbo de cinismo postrero que me insta a decir, en silencio: «Bueno, si un rey no puede retribuir con derroche a una bella amante, ¿quién?».
Juan Carlos estará ahora meditando en algún palacete o pazo de La Española, inhalando los mismos aires caribeños que embriagaron a Colón, en medio de las ruinas de la memoria y la ceniza del desprecio. ¡No, españoles, no!, ni los reyes, ni los tiranos, ni los papas construyen democracias. Agradecerles semejante patraña sería como reverenciar al alcaide de la prisión que te hace abrir la puerta de la celda para que recuperes el aire de la calle, luego de treinta y ocho años de cautiverio…
La única democracia posible, ciudadanos, es la que forjan los pueblos.