Las esbeltas siluetas de una mujer y un cisne, fusionadas, conforman la figura de uno de los principales íconos dentro de la historia del ballet clásico, innovada, marcadamente, gracias a ella: la gran Anna Pávlova.
Nacida el 12 de febrero de 1881, en San Petersburgo, la famosa bailarina rusa trazó sus primeros pasos en el seno de una familia campesina con bajos recursos. Sin embargo, en medio de aquel contexto y a temprana edad, demostró su inclinación hacia la danza, al postularse, con tan solo ocho años, a la escuela del Ballet Imperial, de la cual fue rechazada, en esa oportunidad, por no ser lo suficientemente mayor.
No obstante, apenas un bienio después, la niña fue admitida y tuvo una notable presencia en uno de los complejos más antiguos e importantes de Rusia: el Teatro Mariinsky, fundado en 1860. Allá interactuó con profesionales como Eugenia Sokolova, Pável Gerdt y Christian Johansson, quienes la formaron en el arte del baile.
Seguir sin detenerse, ese es el secreto del éxito.
(Anna Pávlova)
Consecuentemente, a comienzos del siglo XX, el empresario ruso Serguéi Diáguilev reunió a los mejores integrantes del Ballet Imperial del mencionado recinto, creando los «Ballets Rusos». La célebre compañía, cuya influencia perdura hasta nuestros días, acogió a Pávlova en un recorrido por Europa durante 1909, antes de que ella instituyera su propia agrupación, uniendo sus aptitudes coreográficas y dotes actorales, y presentándose por todo el mundo.
Llegó a bailar en América Latina desde 1915 hasta 1928, viajando a Cuba, México, Perú, Chile, Uruguay, Argentina, Brasil, Panamá, Costa Rica e, incluso, a nuestra Venezuela.
Su visita por las tierras venezolanas, en 1917, es considerada como la apertura de la tradición y la cultura dancística en la nación, pues despertó interés por el ballet entre la población, incluyendo al público masculino, alejado del disfrute de esta danza en aquel período. Sin duda, influyó, sobre esto, el hecho de que sus funciones en Caracas y Puerto Cabello causaran una fuerte admiración de parte del Benemérito General Juan Vicente Gómez, presidente de la República, quien, dadas sus magníficas interpretaciones que, incluso, llegaron al solemne Teatro Municipal de la capital, le obsequió, a la célebre invitada, un cofre con el nombre de la artista hecho en morocotas, monedas de oro de la época.
Asimismo, continuando con el carácter transformador que la definía, en 1919, por una gira en México, la mujer fue una de las primeras bailarinas clásicas en ejecutar el «Jarabe Tapatío», un baile popular que es muy reconocido en la región de Jalisco y que, en ese momento, ella adaptó con zapatillas de punta.
Su número más famoso, ese con el que trascendió las fronteras de estos y otros países y que, actualmente, se mantiene como un clásico, fue La muerte del cisne, coreografiado, para ella, por el maestro ruso Michel Fokine, sobre la pieza «El Cisne» de la suite Carnaval de los animales, creada, en 1866, por el compositor romántico francés Camille Saint-Saëns. Tal danza se estrenó, en 1905, en San Petersburgo, y fue presentada en el Metropolitan Opera House de Nueva York cinco años luego.
El ideal de las bailarinas cambió en el instante cuando Anna entró en escena, ya que, previamente, se acostumbraba que las intérpretes del Teatro Mariinski tuvieran cuerpos musculosos y compactos. Pero ella tenía una apariencia delgada y etérea, características por las cuales siempre será recordada y que aunque, en esos tiempos, representaron un gran contraste respecto a lo que se consideraba común, fueron, son y, de seguro, seguirán siendo cualidades clave en las artistas de la danza clásica cuya elegancia no excluye su fuerza física y mental. Vale resaltar que la imagen y el estilo que transmitía esta danzarina la hacían perfecta para roles dentro de ballets como El lago de los cisnes, Giselle, Las sílfides y Coppélia.
El éxito depende, en gran medida, de la iniciativa individual y del esfuerzo, y no puede ser alcanzado excepto con duro trabajo.
(Anna Pávlova)
Siguiendo adelante con la lista de renovaciones que legó esta figura para la historia de su arte, es destacable la anécdota de que, a ella, mucho le debemos parte del diseño de las zapatillas de punta modernas, debido a que, como sus pies eran muy arqueados, reforzó su calzado de baile con un pedazo de cuero duro en las suelas, con la finalidad de soportar y aplanar el zapato. Esa idea, con el tiempo, evolucionó en lo que conocemos hoy por hoy, puesto que, con ese agregado, la técnica en puntas funcionó con más fluidez y menos dolor.
Es sabido que la estadounidense Ruth Saint Denis, bailarina, pedagoga, pionera de la danza moderna, y creadora de uno de los primeros departamentos de baile dentro de una universidad de Estados Unidos, aseguró que «Pávlova vivió en el umbral del cielo y de la tierra como intérprete de los caminos de Dios».
El 23 de enero de 1931, poco antes de cumplir 50 años de edad y mientras estaba de gira, Anna Pávlova falleció de pleuresía en La Haya – Países Bajos –, cerrando su inolvidable trayecto con el último y especial deseo de que la vistiesen con su traje de La muerte del cisne, complementado con sus palabras finales: «Tocad aquel último compás muy suavemente».
De acuerdo con la tradición del ballet, ella debía presentarse, en escena, un día después, con su reconocido número. Por ello, el espectáculo en cuestión fue programado con un solo proyector que iluminaba el espacio vacío donde debía estar la artista.
A partir de entonces, cada vez que una bailarina interpreta La muerte del cisne, el reflector ilumina, sobre ella, la imagen de Pávlova, para complementar su arte con la influencia y el recuerdo de este ícono mundial, que fusionaba su figura femenina con la del ave cuyo vuelo hacía visibles las melodías de Camille Saint-Saëns.