¿De qué está hecha nuestra alma? De todo aquello que hemos vivido. Y esa experiencia vivida no es otra cosa, en nosotros, que el relato de lo vivido: nos contamos lo que nos pasa al mismo tiempo que nos pasa -la llamada «consciencia de sí»- o tiempo después a quien quiera escucharnos y a eso lo llamamos «sociedad».
Pero nuestra existencia tampoco pasa de ser nada más que una historia: la vida será siempre literatura: cosa de poetas, y los poetas trascienden su lenguaje. Sus palabras dejan su status de palabra y son otra cosa: un significado maleable, polisémico, fantasmagórico. Del mismo modo, para un enamorado el ser amado se disuelve de sentido y se convierte en destino.
Las palabras desaparecen en el silencio del beso. Los amantes no declaman: confiesan. Las palabras dejan de ser palabras en el poema para convertirse en el evangelio de un mundo mejor.
Nuestra poesía natural -nuestra existencia como seres vivos, pensantes y dueños de un lenguaje- se trasciende en la poética moral que es la que susurra el amante y la que escriben los poetas: la que se expande hacia un ideal ético como fin de lo estético. No escribimos poesía para ser más bellos, sino para ser más buenos. Y nos enamoramos sin poder cambiar cómo nos vemos, pero sí sintiendo en nosotros mismos la belleza de la bondad... y esa bondad y esa belleza nos harán ascender hacia el ideal ético donde se encuentra la naturaleza de un dios. Amando seremos perfectos como nuestro Padre -poeta y amante- es perfecto... y así haremos real el anhelo del Hombre contemporáneo que es abandonar el lastre cultural de la modernidad: el escepticismo, la sospecha, el criticismo. El Hombre será real e indiscutible en su lenguaje y en su silencio, en su decir, en su poetizar y en su amar. Pero vive en un Universo incapaz de trascender: sabemos que cualquier cosa que le pase al Universo estará implicada en la totalidad de lo que él es. Ni siquiera es capaz de moverse ¿respecto a qué lo haría, si él lo es todo? No obstante, esta intrascendencia del todo encierra dimensiones humanas que sí pueden trascender.
El primer paso hacia esa trascendencia lo encontramos en la materia viva. En efecto: la Vida traiciona a la materia ya que mientras la materia viaja en todos los sentidos -es sol y es luna; es luz y oscuridad, es aire, agua y fuego, todo a la vez-, la Vida va en una sola dirección. De hecho, la Vida huye de la materia, la deja atrás, la abandona, la desprecia. La Vida es materia que no quiere ser materia. La Vida es materia que quiere ser Dios. Y es en el Hombre donde hallamos el definitivo paso hacia la trascendencia, ya que el Hombre tiende también -por estar vivo-a traicionar a la materia, sabiendo, de buenas fuentes, que si mira hacia atrás se convertirá en estatua de sal.
Lao Tsé; Filón el Judío; Teofrasto; Plotino; Pico della Mirandola; Agrippa de Nettesheim; Kepler; Leibniz; Newton; Nietzsche; Jung; Wolfgang Pauli; Niels Bohr... todos estos y muchos más creyeron que nuestro mundo de causalidades directas y simples -observables y medibles- encubría una realidad de lo real más abarcativa. Una realidad que se identificaba con una verdad que no se detenía ante la totalidad de lo existente, sino que utilizaba esa totalidad como inicio de un camino que no terminaba en lo total, sino que iba más allá, de la mano del poeta y del enamorado. Recordemos aquí un antiguo koan zen:
Las montañas recién se empiezan a escalar desde la cima...
Ya William Blake había visto el Universo en un grano de arena. La complejidad infinita de lo existente (porque cambia constantemente en complejas redes de complejidades cada vez más complejas) podía aparecer en toda su plenitud ante los ojos de nuestra intuición erótica, mística o artística, sin siquiera tener que apelar al esfuerzo del pensar. Es más: el pensar lo entorpecería todo. Lo complejo es la delicia de lo complejo por guardar en ella la simpleza de lo divinal. De esta forma, todo lo real es expresión de lo sagrado y lo sagrado tiende a involucrarnos en esa complejidad absoluta, deshaciéndose de lo pretendidamente objetivo y yendo más allá del objeto. El Universo es uno, sencillo y perfecto, pero migra del desorden al orden en el cálamo del poeta o en la flecha de Eros. Y eso lo sabe el poeta... y lo sabe también el amante.
Libres de todo rigor mental, de todo aparato de ideas, poetas y enamorados viven la Verdad. No la conocen: la viven. Poetas y enamorados no tienen cálculo posible de la Verdad, porque la Verdad no es un resultado.
Ni siquiera es una posibilidad. Poetas y enamorados descubren en cada poema y a cada beso que la Verdad es una pasión. Cada verso exhibe el mundo para extinguirlo, y cada beso lo oculta para generarlo. El poeta busca el ágora luminosa... el amante, el lecho oscuro. Ambos buscan la realidad, pero... ¿dónde está esa realidad? Tratar de responder esta pregunta, como preguntarse acerca de la naturaleza del alma, es renunciar intelectual y paradójicamente a la realidad. El centro de la creatividad artística y del enamoramiento es excéntrico respecto de nuestro yo consciente y por lo tanto se desenvuelve en una sintonía ajena al orden convencional que ansía el control del entorno.
Tanto artistas como enamorados no buscan el control de lo que los rodea, sino que se abandonan a él. El artista buscará alcanzar a toda la Humanidad. El amante buscará a esa persona única que será su Humanidad. En los dos casos, ambos se abstraerán del mundo. Ambos dejarán que el mundo crezca como multitud o como individuo, y tanto artista como amante serán lo otro, viviendo la libertad del Universo y habiendo quitado del medio la molestia del “yo” y sus “cosas”. Ambos, artistas y amantes, rescatan -o desnudan- la libertad del otro. Ambos descubren que el Universo es libre, que está lleno de Amor y que es Amor. Descubren que el otro -el ser humano o el ser amado- es un camino ético de unificación que lleva a ambos -artistas y amantes- a convertirse en héroes que se yerguen sobre lo más abyecto de su propia naturaleza. Trascienden, y en ellos trasciende el Universo.
Poco a poco el Hombre, como especie mental, va abandonando la máscara clásica y se perfila a sí mismo como ser dionisíaco. En este escenario, el objeto científico va desapareciendo como pieza recobrada de la totalidad cósmica destinada a la vitrina de un Museo de la Verdad, y en su lugar nos va quedando una constelación bioluminiscente de incertidumbres y probabilidades cuánticas. La luz mediterránea de lo clásico elude el misterio, mientras que la oscura claridad hiperbórea abunda en el secreto de lo mágico del Hombre.
Sólo el poder del misterio libera al alma.
Las cadenas que entre poemas y besos nos liberan, son mágicas y sus anclajes no los conocemos y nunca los conoceremos sino hasta que podamos forjarlas. Están allá, en las profundidades abismales de sus alcázares... en sus intrincados castillos de infinitos laberintos de laberintos, junto a los dioses de lo Real.
Sólo el poder del misterio liberará al Hombre: un ser literario de final abierto, impredecible, lleno de fantasías e ilusiones, lleno de ogros y dragones, lleno de poetas y de amantes. Literatura cósmica que lleva a reconocer que el Hombre no es otra cosa que un hermoso, terrible e inagotable, cuento de hadas.
Pero el misterio seguirá siendo misterio para el poeta y para el enamorado. Nada se revelará. Su epifanía más brillante seguirá el camino de la tiniebla más callada. Poetas y amantes escriben o aman pero no saben qué es lo que pasa cuando la tinta se despliega sobre el papel o cuando se despliega le petite mort entre los amantes.
Entre la pluma y el papel, como entre las tibias mariposas de un beso, arde la realidad indomesticada de una luz que se desboca... que pierde el contacto con la boca... que ya no puede decir el idioma conocido, o porque es metáfora o porque está besando. Su idioma es un secreto que le es ajeno. Es entendible, pero oculto. Esconde significados allí donde la figura poética o la caricia transforman nuestro mundo interior...
Momento indefinible, como el momento de morir. Desconocemos sobre qué eje rota el alma cuando leemos en un poema lo que nos cambia... o cuando el enamorado acaricia por primera vez.
El misterio, tanto en poesía como en el amor, es ese Silencio inabarcable del demiurgo que inaugura la magia esencial del Verbo Creador.