Para el pensamiento no existe pedestal más eminente que el construido por Aristóteles. En su sistema especulativo, la Forma Pura o el Primer Motor es eterno, invariante, inmóvil, perfectamente independiente, separado de todo lo demás, incorpóreo, y sin embargo, la causa de todo cambio y generación, no en tanto que agente físico, sino en tanto que objeto de deseo. Dadas estas propiedades, el único contenido imaginable en esta divinidad es el pensamiento. No puede ser el pensamiento en tanto que proceso neurofisiológico y mental como el de los animales y el de los hombres aplicable a las cosas individuales y a los procesos y fenómenos cambiantes, sino el Pensamiento Puro. El contenido de la Forma Pura es autoconciencia, el Pensamiento Puro de sí mismo.
Ahora bien, ni el Primer Motor, ni la Forma Pura ni el Pensamiento Puro existen. Esta afirmación pertenece tanto al punto de vista del naturalismo tradicional, es decir del cientificismo que lo reduce todo a las categorías y procedimientos de la fisicoquímica, así como a mi naturalismo integral que considera que absolutamente todo lo real es natural, incluyendo lo biológico, lo psíquico y lo social. Sin embargo, antes de abandonar estas nociones aristotélicas, reconózcase que no son arbitrarias: reflejan el estado cultural de su época histórica. Para los pensadores griegos antiguos, el infinito no tenía valor explicativo, y por eso, si se va hacia el pasado, a toda serie de eventos había que encontrarle un principio absoluto. Así, para el Maestro de los que saben, la serie de movimientos nace de un primer motor inmóvil y la asimilación del pensamiento a la Forma Pura y al Primer Motor refleja, recordémoslo, la alta estima que Aristóteles tenía por el pensamiento.
No solo para el Estagirita, sino también para Kant y para una extensa lista de pensadores en casi todas las épocas, el hombre es el único ser pensante, el animal que siente y percibe sería incapaz de tal actividad psíquica. Menos noble todavía sería la situación del animal si le creyéramos a Descartes: el animal es una máquina, como el cuerpo humano. Para el iniciador del dualismo moderno del espíritu y de la extensión, la vida, lo biológico, no existe: hay solo espíritu y extensión. Y se recordará que para J.O. de La Mettrie esta vez el hombre entero es una máquina y no solo su cuerpo.
Esta historia tan desfavorable al pensamiento animal permite valorar la observación del pensador estoico Crisipo de Solos sobre el empleo animal del silogismo disyuntivo. Un perro persigue una presa y el camino se trifurca. Olfatea una salida, no hay rastro. Olfatea una segunda salida, no hay rastro tampoco. Entonces, sin detenerse a olfatear nada más y — según Crisipo — habiendo pensado racionalmente, corre inmediatamente por la tercera salida. Este argumento tiene una larga historia desde la Antigüedad hasta ahora, hecha de ideas favorables o desfavorables a Crisipo y de interés para los filósofos de la mente. Nótese que los escolásticos, con conocimiento de causa debido a las pruebas experimentales a las cuales sometían a menudo a los animales, estuvieron bien dispuestos a reconocer la inteligencia animal. Más tarde Montaigne utilizó la inteligencia del perro para recordarnos la falibilidad y fragilidad del pensamiento humano y Rorarius fue más lejos: intentó mostrar no solo que los animales son racionales sino que además razonan y emplean la razón mejor que los humanos.
Por ignorancia, algunos contemporáneos como el filósofo estadounidense D.H. Davidson, afirman que el silencio animal es prueba de una ausencia de pensamiento racional. Por su parte el biólogo J.H. Reichholf nos recuerda una serie de hechos bien conocidos hoy por los especialistas, a saber, que los chimpancés aprenden perfectamente a sacar conclusiones lógicas, a distinguir números y a utilizar correctamente conceptos como más pequeño y más grande, de misma naturaleza o de naturaleza diferente. Si no hablan, la causa no es una incapacidad cerebral sino una diferencia puramente mecánica: la estructura de la faringe y de la glotis.
Qué contraste entre el mecanismo simple y elemental de la reacción del girasol ante lo significativo e inteligible para él, y la compleja dinámica constitutiva del razonamiento animal y, a fortiori, del pensamiento humano. A veces el ser humano, al expresarse, vive la insuficiencia de los estereotipos, de los lugares comunes que aminoran el pensamiento. Eso le ocurre cuando la percepción es fina, la intuición, profunda, y la exigencia de exactitud intelectual es elevada. Es probable que de vez en cuando el animal vive, en menor medida, esencialmente la misma sensación de insatisfacción.
Pienso que la propiedad eminente de la conciencia, de este conocimiento del conocimiento, de esta luz mental, es permitir darse cuenta de la ausencia de algo. A su manera hace presente lo ausente. En este respecto hay al parecer una diferencia de grado entre el hombre y el animal. Para cambiar una bombilla que no alcanzo, conecto imaginativamente lo que veo, el lugar de la bombilla y mi cuerpo, con lo que no veo: una silla o una escalera, y la voy a buscar. En cambio los chimpancés de Wolfgang Köhler, interesados en un plátano que no alcanzan, sólo parecen captar la utilidad del cajón si lo ven al mismo tiempo que el plátano. Pero esta diferencia puede ser sólo aparente. No está excluido que observaciones más finas lleguen a mostrar que incluso en esto la diferencia de grado entre el animal y el hombre sea menor de lo que se tiende a creer.
Tanto en el animal como en el hombre el pensamiento consciente simbólico es una dinámica interna más o menos compleja que permite al organismo introducir una distancia entre el conjunto de estímulos y su acción cuyo objetivo es seguir existiendo, es decir, mantener su estabilidad. La complejidad y la distancia son medibles por una serie de factores: por el número de caracteres inteligibles y significativos a los cuales el animal y el hombre son sensibles; por el número de símbolos que son capaces de utilizar, y tratándose del hombre, por la riqueza de su lenguaje; por la amplitud del campo abarcado por su espacio y su tiempo en tanto que categorías mentales; por la profundidad y el alcance de las relaciones causales que el animal o el hombre son capaces de conocer. Este instrumento para medir la distancia entre los estímulos y la acción del organismo pone de manifiesto, en primer lugar, que la distancia introducida por el pensamiento humano es superior a aquella de la cual es capaz el animal y, en segundo lugar, permite entender que la distancia entre el yo que actúa, por una parte, y el yo que piensa y evalúa su acción, por otra, es, ella también, superior en el hombre.
La distancia entre los estímulos y las respuestas, producida por la compleja dinámica mental tanto del hombre como del animal, es la fuente del progreso del conocimiento y de la posibilidad del error. La riqueza de su lenguaje, el hecho de nombrar los objetos le permite al hombre distanciarse de las apremiantes exigencias biológicas a las cuales los animales parecen estar tan atados. La distancia que el hombre es capaz de tomar ante las exigencias de los estímulos posibilita el arte, la ciencia y la meditación filosófica. En particular la filosofía es inexistente sin la necesaria distancia con respecto al objeto del pensamiento.
De acuerdo al principio naturalista que anima esta reflexión, todos los componentes del animal y de la persona habitan en el mismo mundo. Incluso para el dualista, convencido de que existe una distinción nítida entre la materia y la mente o entre el cuerpo y el espíritu, la interacción que los une es innegable: la mente tiene una influencia causal sobre el cuerpo e inversamente. La interacción significa que en un momento dado, de manera más o menos directa, la materia fisicoquímica y la mente se tocan, y algo no puede tocar otra cosa si no comparte con ella un mismo espacio, un mismo tiempo y una misma materia metafísica, es decir una realidad más profunda que la materia fisicoquímica. Así, la actividad psíquica no es un proceso fisicoquímico exhaustivamente descriptible con los conceptos y procedimientos de la fisicoquímica actual. La razón es que el animal y la persona están constituidos por una serie de estratos: biológico, psíquico, mental y social, que emergen del estrato fisicoquímico pero que no son reductibles a él. Luego lo necesario y suficiente para considerar que el estatus ontológico del pensamiento animal y humano es inteligible, consiste en considerar que se trata de un proceso natural, espaciotemporalmente condicionado y que participa, en tanto que efecto y causa, en el determinismo causal universal.
En el estrato de los animales superiores y del hombre, el hecho de que no haya pensamiento sin la actividad físico-cerebral concomitante induce fuertemente a suponer que esta actividad es una causa del pensamiento. Es la conclusión necesaria del empleo de la concepción al menos negativa de causa: sublata causa, tollitur effectus — sin vascularización encefálica nadie piensa. Este hecho es fundamental porque uno de los factores principales del progreso en la búsqueda de explicación es el descubrimiento de leyes causales. Y como generalmente el conocimiento de la relación causal precede al conocimiento de la naturaleza íntima de las cosas causalmente relacionadas, no es raro que cada día se conozca con mayor precisión la interacción de los procesos fisicoquímicos con los procesos psíquicos sin que se sepa todavía describir convenientemente la naturaleza íntima de esos procesos. Por otra parte, toda la actividad psicosomática, evidente, prueba que el pensamiento tiene, a su vez, una influencia causal sobre el cerebro y sobre el cuerpo: una mala noticia puede matar.
Las constataciones que preceden imponen la conclusión según la cual los conceptos dualistas como la distinción nítida entre el cuerpo y el espíritu no se justifican. Tampoco se justifica el epifenomenalismo: el pensamiento consciente no es un epifenómeno, es decir, no es solo un efecto de la actividad físico-cerebral el cual, a su vez, por no ser fisicoquímico de acuerdo a lo que hoy se entiende por fisicoquímica, es incapaz de ser causa de algo. Una decisión, fruto del pensamiento, es evidentemente causa, entre otras cosas, de procesos físicos.
Una de mis observaciones principales en filosofía de la mente afirma que no tenemos los conceptos idóneos para describir, ni por lo tanto para comprender, la dinámica unitaria de los animales superiores y de las personas. No podemos describir las relaciones íntimas — y recíprocas — entre los estratos matemático, físico, químico y psíquico que forman el organismo, la emergencia de ciertos fenómenos a partir de otros. Así, desde el punto de vista de la composición y de la dinámica del cerebro-mente productor del pensamiento consciente animal y humano, el carácter enigmático de su existencia no está cerca de ser iluminado.