Es estúpido hablar de uno mismo, aunque difícil no hacerlo desde uno mismo (que siempre es otro). El Primer Manifiesto Araraísta, redactado hace tantos años que da vértigo simplemente contarlos, no solo fue fértil a la hora de definir eso que la pedantería al uso denominaría práctica poética — queriendo referir una máquina de escribir poemas asombrosa y que desde entonces nunca nos ha abandonado —, sino que a la postre resultó ser nuestra particular Carta del vidente, cuando Izambard no existía y Arará era un ronroneo.
Pocas cosas nos dejaron nunca tan satisfechos. Aquel manifiesto nos colocó, a los 20 años, a la altura de los más grandes. Nunca volvimos a sentir verdadera necesidad de volver a hablar: todo lo que hubiera de venir a partir de entonces llegaría como la primavera, la vejez o el fisco, sin aviso, pero inevitablemente. Se trata de un texto tan maravilloso que periódicamente lo olvidamos, como forzosamente se olvida todo lo bueno para poder vivir, buscando y dejándose atrapar por esa malicia que es también necesaria para el equilibrio de fuerzas, como se deja de buscar príncipes Myshkins y Nastasyas Filippovnas en la peluquería y el supermercado, como conviene poner a un lado cada tanto el dolor del propio corazón robado. Pero el Manifiesto está ahí, al alcance de cualquiera, es nuestro regalo para todo joven poeta, para aquel que quiera crear algo, para cualquier idiota. Tras releerlo recientemente, sentimos el pálpito y hasta el delirio de comprobar una vez más que sí, todo poeta es un profeta, lo es a su pesar y sin querer, lo es al modo de Casandra. Porque está todo ahí, todo lo que sucede y lo que no sucede en estos días está ya en el Primer Manifiesto Araraísta.
«Todo lo que sucede y lo que no sucede en estos días...». La clave está en saber si vivimos días epidémicos o apodémicos, si decimos adiós a una decrépita potencia divina o nos preparamos para la llegada de nuevos númenes tan joviales como los olímpicos. Si no se trata simplemente de entonar
cantos laudatorios en honor del dios que se acerca, sino poemas trágicos a la divinidad que se retira, tan adecuados para ese momento de la soledad ante el espejo.
(Primer Manifiesto Araraísta)
Es cierto: algún filósofo entrevió antes que nosotros la relación entre la epidemia y la catástrofe, pero permaneciendo ciego y sordo ante la apodemia. Si hay una teoría hermosa, esa es la teoría de la catástrofe, que hace de la discontinuidad y la ruptura el secreto de todo cuanto existe. La teoría es obra del francés René Thom y la fecundidad de sus posibles aplicaciones es casi tan asombrosa como nuestro Primer Manifiesto, pues no hay campo o saber que se resista a una interpretación catastrófica de prolíficas consecuencias. La teoría es de Thom, es cierto, pero la máquina catastrófica la inventa otro matemático, Christopher Zeeman, un británico nacido en Japón de padre danés.
Sorprende mucho que a estas alturas ninguno de esos nombres ilustres que intentan ganar unas perras con el coronavirus, desde Žižek a Giordano, se hayan servido de la teoría de Thom y de la máquina de Zeeman para comprender este acontecimiento, resulta inverosímil que todavía nadie las haya simplemente mencionado. Se han repetido hasta la saciedad los nombres de Camus, Foucault, Butler, Defoe, Boccaccio, incluso los de García Márquez, Chaves Nogales y tantísimos más. Pero nadie se acuerda de René Thom ni de Christopher Zeeman.
La máquina de Zeeman, la máquina catastrófica, es una máquina de guerra, por decirlo à la Deleuze. Pero la máquina de guerra no es el quinto jinete del Apocalipsis, no es el enemigo de la vida o a lo sumo solo se opone a la vida como concepto abstracto, bursátil, administrativo, eclesiástico. La máquina de guerra es el gran enemigo del aparato de Estado, pero ay cuando se deja atrapar en las redes y subterfugios del Estado. Entonces sí, la máquina de guerra se convierte en una máquina para la muerte.
Esto hay que recordarlo ahora, en pleno acontecimiento, en plena catástrofe, en pleno tiempo de la diferencia. Si las fuerzas reactivas del aparato de Estado consiguen controlar la catástrofe y revertir la epidemia a costa de sellar la grieta, si logran transformarla en una pieza más de su engranaje, la destrucción o el amor perderá su carga copulativa (la disyunción inclusiva que refleja el sive latino) y se convertirá en una disyuntiva excluyente, en un atroz aut aut y ya nunca más volverá a ser posible que la inestabilidad se produzca a partir de la propia estabilidad, ni convertir lo cuantitativo en cualitativo, ni absorber «causalidad y finalidad en una pura continuidad topológica», como expresa Thom, pura y hermosa topología que disuelve las bárbaras antinomias entre cuerpo y alma que nos amamantan desde hace milenios, como ya hiciera Spinoza.
Lo que sigue es básicamente un texto de encargo. Se trata de una versión ligeramente modificada del prólogo que hemos escrito para la reciente obra de Fernando Araya, Una ilusión perversa. Muy gentilmente, Araya nos invitó a redactarlo en diciembre de 2019. Aunque entonces hicimos un esbozo, lo cierto es que fue poco más que una imagen mental hasta que, en los últimos días de marzo, emprendimos su plasmación en el papel. Esa demora entre el momento de la amable invitación para su redacción (finales de 2019) y la efectiva realización (última semana de marzo de 2020) se reveló finalmente poco menos que como una bendición.
De haber llegado a redactar y entregar algo en diciembre de 2019, ese texto habría visto la luz no ya póstumo, ni mucho menos intempestivo (ilustre rasgo con el que vienen al mundo solo los escritos elegidos, aquellos cuya génesis se produce a martillazos o a 6.000 pies por encima del bien y del mal), sino caducado, ajado y marchito en el mismo momento de nacer. Habría sido acaso un bello prólogo, pero a la manera de una naturaleza muerta y, por supuesto, carente del mínimo interés no solo para el lector de mañana, sino probablemente también para el de hoy mismo. Pues el mundo, como se repite desde hace semanas sin cesar, ha cambiado y entre diciembre de 2019 y marzo de 2020 hay un abismo, una otredad tan grande como la que se verificaría en la misma llanura de un día para otro tras el impacto de un meteorito como el que, se dice, acabó con los dinosaurios. Al cabo, cuánta razón tiene Benjamin cuando afirma que cada segundo es una pequeña puerta por donde puede entrar el Mesías. Solo que habría que apostillar: quien dice Mesías dice también el Anticristo o los cuatro jinetes del Apocalipsis o, más propiamente, Covid-19 (coronavirus para los amigos y simplemente corona para los íntimos).
El mundo de ayer
El mundo ha cambiado, el mundo es otro y nadie, al parecer, lo vio venir. Ninguno de esos futurólogos que tanto abundan a posteriori habría apostado medio dólar a que 2020 pasaría a los anales como el nuevo año de la peste. Los temas eran otros y las problemáticas, diversas. Las previsiones de los Gobiernos, los cálculos de las instituciones, las preocupaciones sociales tenían lugar en un marco completamente distinto. A grandes rasgos, se seguía avanzando en la incierta senda de los últimos años, con sociedades cada vez más interesadas en lo suyo y solo en lo suyo, con Estados reclamando soberanía y únicamente soberanía, como si fuera posible volver a Hobbes y recuperar una figura de soberano más próxima al alborear de la Edad Moderna que al siglo XXI. En aquel mes de Navidad de 2019 que parece hoy, poco más de 100 días después, tan lejano e irreal, las antenas de las grandes capitales captaban las señales de una nueva Guerra Fría que principiaba, aunque quizá se venía desarrollando desde hacía mucho más tiempo del imaginado, una Guerra Fría comercial y tecnológica entre la única superpotencia existente desde la implosión soviética y la nueva superpotencia emergente, con la implementación de la red 5G como telón de fondo y con Europa, la vieja Europa, atrapada y sorprendida entre dos fuegos como en una tragicomedia de enredo o, a lo sumo, discutiendo si son galgos o podencos y extrañamente ensimismada, deleitándose en la pretendida superioridad moral de su actual nadería política y sus agudas respuestas cervantinas (¡Metafísicos estamos! ¡Es que no comemos!) en medio de la batalla.
A nivel regional, cada Estado-nación lidiaba con las complejidades del día a día a su manera, defendiendo con uñas y dientes los placeres y dolores de su propio egoísmo, los efectos de su propio poder, los desvaríos totalitarios de su propia impotencia. Pese a los reiterados anuncios de un enfriamiento de la economía, la locomotora estadounidense llegaba al duodécimo mes quemando más combustible que nunca y a velocidad de crucero, después de cuatro años de crecimiento sostenido y repartiendo dividendos. La euforia de los mercados y los beneficios del capital en Estados Unidos marcaban máximos históricos. La ocupación laboral técnicamente rozaba el pleno empleo. Por supuesto, no era oro todo lo que relucía y cualquier ojo mínimamente crítico podía advertir que debajo de aquellas cifras se ocultaban muchos trabajos precarios, con mínima protección social y sin cobertura sanitaria, pero esa es otra historia, el bucle eterno del que nunca saldrán los asalariados y trabajadoras de Estados Unidos. Lo cierto y verdad era que Trump, cuya llegada fue juzgada en un primer momento como el paréntesis imprevisto, el accidente tan molesto como breve que traducía cierto rechazo popular contra las élites (paradojas veredes) del bipartidismo estadounidense, tenía asegurada su victoria y reelección en las presidenciales de noviembre — una victoria cimentada asimismo en el peculiar sistema de elección norteamericano, todo hay que decirlo: tal y como estaba la situación entonces, la apuesta más segura era la de que, ganando la elección, perdería de nuevo en votos populares — gracias a una disparatada fidelidad de voto rayana en lo mesiánico. Así pues, nada de anecdótico hay en esa figura que ejemplifica tan bien el mundo que vivimos durante los últimos cuatro años: a finales de 2019, nadie podía engañarse acerca de la evidencia de que estábamos instalados en una Aetas trumpi que inevitablemente se prolongaría al menos otro lustro más.
Del otro lado del Atlántico, todavía se estaban dirimiendo las consecuencias del brexit — hay que decir que, por un momento, más de uno temió que aquello no fuese sino la nueva versión de Esperando a Godot y que no hubiese ni brexit ni no brexit, sino todo lo contrario —, con la Unión Europa en el rincón de pensar decidiendo qué quería ser de mayor o, mejor aún, si quería ser mayor. Por desgracia, hace mucho tiempo que ya no se lee filosofía en los despachos de las cancillerías europeas, ni siquiera aquellos textos que quienes aspiran a regir los destinos del continente deberían llevar en su mochila, como todo soldado de la Grande Armée portaba en su macuto un invisible bastón de mariscal. La culpable minoría de edad de la UE, por expresarlo en los términos de Kant, no tiene solución. Alemania no quiso, Francia no pudo, esta frase resume, pero solo superficialmente, lo acontecido en las dos últimas década en la Unión Europea. Y mientras el barco se iba hundiendo, pequeños reyezuelos con ínfulas de un Napoleón en modo 18 de brumario fueron medrando a lo largo y ancho de lo que otrora pudo ser considerado muy exageradamente el más noble proyecto de construcción política de la historia reciente y pasada.
En lo que son ya los limes del cada vez más menguado imperio de los mercaderes y del mercado único, lo más sorprendente resultaba contemplar el espectáculo, más inglés que británico, que se ofrecía desde las islas, en tránsito evidente desde un narcisismo primario más o menos llevadero hacia lo que Freud llamaba un delirio megalomaníaco o directamente una neurosis narcisista, en la que ya no hay relación transferencial, incapaz la libido del yo de investir objeto alguno, sobre todo en caso de proceder del pedazo de tierra que se vislumbra desde Dover. La Union Jack será una de las víctimas colaterales de todo esto, pero no hay mal que por bien no venga y las cruces que se deje en la gatera podrán ser restituidas por elegantes plasmaciones artísticas de la nueva mascota nacional, el avestruz, que tanto sirve para imaginarse rumiando en la oscuridad de un agujero húmedo y cálido las pasadas glorias como para sentirse a salvo de maliciosos virus respiratorios. La Rusia de Putin, desde la otra esquina del tablero continental y bien aprovisionada de palomitas, ha disfrutado enormemente todo este tiempo con la chusca charlotada emitida gratuitamente desde los proyectores europeos.
Volviendo a cruzar el Atlántico nuestro, un océano al que se le está quedando, por cierto, cara de Mediterráneo, un poco más al sur, la otra América cerraba 2019 envuelta en grandes dudas, viejos miedos y alguna esperanza. El gran asunto del continente, invisible o invisibilizado durante tanto tiempo, había estallado en prácticamente todos los países de la región, adoptando tonos localmente diferentes, pero comunes en lo esencial. Nos referimos, por supuesto, a la desigualdad ramplante que imposibilita de iure y de facto la asunción y desarrollo del contrato social. El año de las revueltas había puesto sobre la mesa el estado deficiente de los procedimientos deliberativos y representacionales existentes en las estructuras jurídicas y políticas de la región para encauzar y dar respuesta a las demandas de la ciudadanía, así como la naturaleza esencialmente no democrática de buena parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad de varios países, empezando por ese modelo a exportar y copiar, según algunos panfletistas de Milton Friedman, que sería Chile y donde el despertar de la ciudadanía dejó un reguero de víctimas, desaparecidos, fallecidos, tuertos, múltiples denuncias de violaciones de los derechos humanos y una imagen realmente preocupante de los modos y maneras en los que el aparato policial del Estado hacía frente a las reivindicaciones de la sociedad. Dejando ahora de lado los casos singulares de Venezuela y Nicaragua, la chispa del descontento, en realidad, había surgido en Haití y Paraguay a principios de año, luego pasó a Argentina y Ecuador y después de Chile prendió en Perú, Honduras, República Dominicana y Colombia. En paralelo, los viejos fantasmas de injerencias monroeanas y golpes de Estado kissinguerianos parecieron invocarse en Bolivia, donde la responsabilidad de la OEA en el derrocamiento de Evo Morales, más allá de los errores cometidos por el mandatario, y la rápida legitimación de quienes entraron en el palacio presidencial Biblia en mano, debería ser objeto de una investigación rigurosa, autocrítica más bien, que, sin embargo, difícilmente vaya a producirse. Actores que se mueven siguiendo la pauta marcada por los intereses de grupos de presión con sede en Washington y promueven el derrocamiento de Gobiernos sudamericanos elegidos democráticamente en pleno siglo XXI… Si ya lo decía decía Mark Twain: la historia no se repite, pero rima.
El malestar de la Aetas trumpi
Más allá de las peculiaridades regionales, de la euforia bursátil estadounidense, de las dudas hamletianas de la Unión Europea, de la cómica ensoñación churchilliana de los brexiters ingleses, del nuevo protagonismo en sectores de importancia estratégica que hasta ayer mismo resultaban inalcanzables para una China que ya no se conforma con ser la fábrica del mundo, o del regreso de Rusia a la escena internacional de la mano de su todavía notable músculo militar y aprovechando el repliegue de unos y la impotencia de otros, si hay una palabra que condensa el estado de ánimo mundial que imperaba tanto hace tres años como hace tres meses, esa es malestar. Un malestar de fondo, subterráneo, que se fue haciendo visible en cada cita con las urnas desde antes incluso de la llegada de Trump, y que en un visto y no visto dejó una colección de líderes, a cada cual más exótico, imprevistos e imprevisibles al frente de algunos de los países más importantes del mundo.
No se trataba solo Trump, eran y son los Bolsonaro, Salvini, Farage, Johnson, Orbán y otros muchos, incluyendo líderes mortíferos como Netanyahu, es decir, aquellos que saben adaptarse a la partitura que se interpreta en cada momento a fin de sobrevivir lo que haga falta y a lo que haga falta. Un malestar de fondo, decimos, que provocaba algo de vértigo a finales de 2019, como la resaca causada por la marejada sin fin que nos zarandeaba desde 2008, o quizá antes. Un malestar que se vivenciaba como un pesimismo en lo económico, un escepticismo en lo político, un egoísmo en lo social, un cansancio en lo estético, un desamparo infinito en el pensamiento.
En la Aetas trumpi, aquí reside lo más chocante, la desconfianza hacia la democracia representativa liberal, como forma de gobierno del Estado de derecho, así como los ataques a la globalización, tanto en lo que tiene de narrativa hermenéutica como en cuanto sistema de producción y consumo, no se ha canalizado tanto a través de las tradiciones críticas con el capitalismo como sistema explotador cuanto mediante la retórica dizque políticamente incorrecta de los propios explotadores. Esto es, de quienes supieron siempre aprovechar en beneficio exclusivo esta arquitectura política, jurídica, económica y social que se delinea a partir de finales de los años setenta (cuando se entierra a Keynes sin honores y se declara que «no hay alternativa»), moviéndose entre sus puntos ciegos y zonas de sombra para maximizar beneficios a costa del erario público y de los recursos pertenecientes en teoría a todos los ciudadanos. Son los mismos que piden el fin de las regulaciones cuando el viento sopla de cola y exigen el rescate de sus activos cuando las cosas se tuercen. Los que sacan réditos de su influencia y optan a toda clase de subvenciones estatales, mientras crean las más sutiles ingenierías fiscales para no tener que pagar un euro de impuestos. Son los primeros en quejarse si los poderes públicos intentan ordenar el caos, los desequilibrios y las injusticias que genera el mercado, pero al mismo tiempo callan, permiten o directamente alientan las corruptelas y corrupciones de funcionarios y estimulan el contubernio poco transparente entre esfera pública y privada. Nada nuevo bajo el sol de este capitalismo de amiguetes, tan dado a privatizar beneficios y socializar las pérdidas que conocemos demasiado bien.
Que Trump pueda erigirse en príncipe de los antisistema ante el electorado es una de las rarezas de nuestro tiempo. Como lo es que aquellos que más coadyuvaron, a fuer de incompetentes, irresponsables o simplemente en virtud de un inveterado cretinismo neoliberal, en la quiebra del contrato social, estén al frente de los Gobiernos y, con todos los resortes del poder (político, económico, judicial, policial, militar) a su disposición, pasen su tiempo alimentando en redes sociales teorías de la conspiración y por ello se les aclame como liberadores, represaliados, justicieros, moralistas, inadaptados, auténticos Robin Hood del siglo XXI que luchan por la justicia social batallando contra los poderosos en favor de los más desfavorecidos. Parece una broma de mal gusto, una nueva versión de la oveja carnívora, el verdugo asumiendo el papel de la víctima, el explotador ensalzado por los explotados. Parece, sí, una distorsión atroz de la realidad, pero quizá siempre han funcionado así las cosas y el tirano necesita al esclavo tanto como este necesita de aquel. Uno no se entiende sin el otro y quizá no baste la pedagogía y la crítica, como creyeron tantos socialistas utópicos, se hayan autodenominado así o no, para liberar a los pueblos.
Lo viejo, lo nuevo y lo monstruoso
Este mundo de las sociedades de control pasado por el tamiz de la cibernética farmacopornográfica seguía siendo el mundo de finales de 2019, un mundo que aparentemente volvía a repetir los errores del pasado, donde, parafraseando a Gramsci, lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir. Y en ese claroscuro surgen los monstruos. Aunque: ¿qué era lo viejo y qué era lo nuevo en 2019? ¿La repetición de mentiras para conseguir una apariencia de verdad y el imperio de las fake news era lo nuevo? Las sociedades cerradas, la expulsión de inmigrantes, la retórica belicista, el insulto ramplón, ¿acaso hay algo ahí que no hayamos visto aparecer una y otra vez en los últimos dos mil años, especialmente en el último siglo? ¿Y qué era lo viejo? ¿La tolerancia, el respeto a las diferencias, la solidaridad entre los pueblos? El mundo del último lustro tenía más de senil que de bisoño y los únicos trazos de cierta vitalidad que se detectaban estaban relacionados con ese movimiento de movimientos, auténtica koiné en el ámbito académico, que representa el feminismo, concepto vasto y amplio y hasta contradictorio consigo mismo que, en todo caso, actúa como galvanizador de intereses emancipatorios, pero también con la causa del planeta que, al igual que el feminismo, nos concierne a todos y se erige en dique de contención de ciertas tendencias totalitarias.
La lucha de las mujeres y la lucha del planeta son los únicos vectores que recogen con cierto vigor el impulso crítico de la Ilustración. Claro que, inevitablemente, al mismo heredan sus contradicciones. Además, en ocasiones ambas luchas se dejan cegar por los intereses dominantes, que nada tienen que ver con emancipación alguna, mostrándose o bien como dóciles etiquetas que el sistema utiliza en su propia legitimación, o bien como marcas de una impotencia para pasar de la queja indignada a la acción creadora.
Pero que nadie se confunda: lo mejor de la Ilustración, sea el estado en que se encuentre — viva, herida, muerta o suicidada —, en pocos lugares podrá descubrirse sino ahí, por más que el aparente triunfo mediático de dichos movimientos acabe perjudicando y distorsionando la lucidez de su mensaje, algo inevitable en la sociedad del espectáculo.
El acontecimiento y la inversión del platonismo
«Este mundo de las sociedades de control pasado por el tamiz de la cibernética farmacopornográfica seguía siendo el mundo de finales de 2019...», se acaba de escribir. Pero entonces pasó lo que pasó y, de repente, el mundo ya no era el mismo, hasta el punto de que cualquier consideración previa caducó al instante y quedó sin efecto. La vida de millones de personas en ambos hemisferios cambió radicalmente. Nunca se había vivido nada similar al menos desde 1939. Se produjo, al fin, el acontecimiento, el novum irrumpió penetrando en lo más profundo de nuestra cotidianidad, que es también lo más superficial, lo que sucede en el hogar. Se produjo finalmente el acontecimiento, sí, pero el acontecimiento de nuestra generación, que es también el de las generaciones de nuestros padres, abuelos e hijos, era esto. Y esto nunca es lo que uno pudiera haber imaginado como acontecimiento. Nada de sóviets que desaparecen tan repentinamente como habían nacido, nada de caída de muros que se pensaban eternos, nada de aviones derribando torres entre proclamas de terror. El acontecimiento tenía que venir así, envuelto en papel de coronavirus, aunque el acontecimiento no es tanto el coronavirus como la cuarentena.
Una cuarentena planetaria que, por insistir en la metáfora, cayó del cielo como un meteorito no avistado hasta el último momento. El acontecimiento es siempre esa difícil conjunción de poesía e historia, el acontecimiento se produce en esos extraños momentos de un tiempo fuera del tiempo, cuando la poesía irrumpe en la historia, cuando el devenir inyecta dosis infinitas de novum en la realidad hasta encarnar el ser, cuando el devenir, es decir, la poesía se convierte en lo real. El acontecimiento es lo real, lo real sin mediación. Lo real del devenir convertido en la realidad. El centelleo del ser. Más que utópico, es un instante ucrónico. Es un instante sin Cronos, el tiempo del devenir. Es otro tiempo. El tiempo de la cuarentena. El tiempo del acontecimiento. El tiempo fuera del tiempo, la ucronía, que, en realidad, siguiendo la analogía utopía-distopía, cabe denominar con mejor criterio discronía. Hete aquí que los filósofos estructuralistas tenían razón: la diferencia es real y el tiempo del acontecimiento, Aion, es el tiempo de la diferencia. ¿Quedan entre nosotros filósofos de la diferencia en condiciones de crear conceptos para esta irrupción inesperada de un tiempo nuevo, del tiempo de la diferencia, del tiempo de lo real, del tiempo la diferencia real? Se avecinan días y meses importantes para la filosofía, quién sabe si gracias a la pandemia de coronavirus abandonará su letargo, su postración, su ignominia, su humillación. Pero quién sabe si no se trata más bien de su canto de cisne, el boche final a una historia de 2.500 años que se habría iniciado con la supresión auroral de la diferencia ontológica en la filosofía de Platón para cerrarse ahora de una forma tan extraña en la convergencia y emergencia final de los distintos sentidos del nihilismo: nihilismo negativo, nihilismo reactivo, nihilismo pasivo y nihilismo activo. Aquella bella imagen de Nietzsche, la de los últimos hombres hundiéndose en su ocaso, redibujada en los términos de una cuarentena. Volverán acaso los poetas y serán los filósofos los expulsados de la nueva ciudad. En eso consiste la más pulcra, sutil y exacta inversión del platonismo.
La edad del confinamiento
Se vislumbran días interesantes para el pensamiento, advertimos, pero no solo. La cuarentena planetaria que vive la humanidad por vez primera en su historia nos ofrece estampas que nunca olvidaremos. El panorama de calles y plazas de grandes metrópolis, que habitualmente muestran el ajetreo de una colmena frenética, absolutamente desiertas causa una sensación entre asombrosa y aterradora. Si alguna vez tuvo sentido el uso del oxímoron en la descripción de la realidad, es en ocasiones como esta: uno se asoma al balcón y lo que percibe es un silencio atronador. En paralelo, nunca llegaron tantos sonidos de los vecinos con los que comparte inmueble. Niños poco acostumbrados a estar tantas horas en casa, grupos familiares que se verán confrontados al difícil reto de atravesar todos juntos esta extraña situación (y cuántas familias parecen haber organizado — por pura voluntad de supervivencia — su vida cotidiana de tal manera que muy pocas veces coinciden todos en un mismo espacio al mismo tiempo), personas que viven solas y que, para no desesperar, deciden sacar del armario aquella guitarra recibida en algún lejano cumpleaños por algún amigo despistado y que desde entonces duerme olvidada el sueño de los justos esperando la becqueriana mano de nieve que sepa arrancarla (podría ser también, para desgracia de los residentes, que el amigo hubiese optado por regalar una trompeta o una gaita gallega): las comunidades, los bloques de edificios, los vecindarios, los pisos de cada inmueble convertidos en una bulliciosa y no siempre bien afinada sinfonía. Sin duda, el confinamiento a gran escala será uno de los grandes experimentos sociales que jamás tuvieron lugar.
Así pues, el acontecimiento era esto, algo más parecido, por una parte, a un apocalipsis zombi que a una revolución de los claveles y las lágrimas altas, pero cuya cotidianidad presenta también, por la otra, perfiles más similares a una experiencia sesentayochista que a la Guerra de los Mundos.
Seguramente se nos irán desvelando infinidad de secretos — secretos que pudieron permanecer durante largo tiempo ocultos en el velo que arrastra de suyo el vivir cotidiano entre los múltiples quehaceres, tareas y desplazamientos de cada día —, de aquellos con quienes compartimos el hogar sin saber realmente quiénes eran, pero sobre todo se nos revelará, o quizás no, la verdad (y la mentira) que representamos nosotros mismos. Muchos, seguramente, hubieran pagado un alto precio para no tener que pasar por esto, para no tener que saber quiénes son en realidad.
La cuádruple crisis
En estos momentos, desde los últimos días de marzo, mientras las calles disfrutan de una placidez desconocida, los hospitales ofrecen un aspecto de campaña. En un número creciente de países los sistemas sanitarios están al borde del colapso. La cantidad de médicos y enfermeros fallecidos es preocupante y el número de sanitarios infectados en todo el mundo, exorbitante. Diariamente los profesionales de la salud son honrados por la ciudadanía que aplaude desde los balcones a una hora determinada. Así sucede en ciudades de Italia, Francia, España, Alemania, Reino Unido, China, Estados Unidos, Argentina… Los recortes de la última década mermaron recursos y dejaron temblando los sistemas sanitarios de todo el mundo, incluido allí donde representaban la joya de la corona del Estado de Bienestar, como en España o Francia. Las autoridades políticas y sanitarias lo sabían. El pánico al virus nunca estuvo causado por una letalidad demasiado alta, sino por su capacidad de colapsar el sistema, especialmente las unidades de cuidados intensivos. Y aunque no es momento de reproches, o tal vez sí, provoca un poco de sonrojo ver como aquellos que tuvieron responsabilidades directas en el desmantelamiento del sistema público de salud se suman al merecido homenaje del personal médico. Aplaudir a los héroes que resuelven el desaguisado al que uno mismo coadyuvó tiene un punto de esperpéntica frivolidad.
Dejando de lado las repercusiones filosóficas de la cuarentena, es evidente que vivimos una crisis multidimensional que es a la vez sanitaria, económica, social y política.
La primera es la crisis sanitaria, directamente causada por la propagación del virus, pero indirectamente derivada del modelo de recortes y privatizaciones al que fueron sometidas las sociedades de muchos de aquellos países que, paradójicamente, más sufrieron la Gran Recesión de 2008.
La segunda es la crisis económica, ocasionada por el confinamiento general y la paralización de toda actividad productiva no esencial (generación y distribución de alimentos, logística sanitaria, suministros básicos, etc.). La caída de la actividad económica forzada por los poderes públicos para garantizar el cumplimiento de la cuarentena en lo que llaman la lucha contra el virus no tendrá parangón con ningún otro momento histórico. Los gráficos mostrarán un descenso del PIB demencial en las principales naciones industrializadas. Millones de personas perderán sus trabajos. La crisis económica que encaramos hará palidecer lo sucedido en 2008.
La tercera es la crisis social, provocada por dicha hibernación de la economía, abocando a la liquidación de empresas, despido de trabajadores y cierre definitivo de negocios. Se enfadarán los actores sociales, empresarios y trabajadores, se multiplicarán las críticas, se disparará el descontento social y puede que en ciertos países se produzcan disturbios.
La cuarta es la crisis política, motivada por ese malestar creciente del cuerpo social. Las sociedades occidentales, algunas de las cuales no solo no se habían recuperado plenamente de la anterior recesión, sino que más bien la habían cronificado en su seno, van a soportar de nuevo un estrés máximo que pondrá a prueba la capacidad de resistencia de las familias, ya sin los distensores, colchones y redes que en Estados como los del sur de Europa evitaron que todo saltase por los aires, esto es, el recurso a los padres y los abuelos, quienes con sus ahorros y pensiones impidieron la catástrofe.
La salida de la crisis: dos alternativas
Se constata que las causas se entrelazan entre sí y, como fichas de dominó, el estallido de una provoca el de la siguiente. Si bien, habría que matizar que no existe unidireccionalidad, sino más bien un círculo vicioso. La crisis política, por ejemplo, es la última, pero también la primera. Fueron políticas de rapiña y políticos mediocres los que dejaron tiritando el sistema público de sanidad, incapaz de afrontar una catástrofe imprevista como el coronavirus. De aquellos polvos, surgieron los lodos de los nuevos nacional-populismos.
Cansada de comprobar cuán poco parecían atender los partidos tradicionales sus demandas, empobrecida y cachifollada, la ciudadanía decidió que le salía más a cuenta dejarse embaucar por los cantos de sirena de outsiders de la política (aunque en absoluto ajenos al poder), que competían entre sí por decir la barbaridad más grande, prometiendo el goce de la mies gozosa y colmada sin apenas esfuerzo, el disfrute de un solaz donde la riqueza se generaría por sí misma, el regreso de una Edad de Oro que nunca existió más que en la imaginación de los poetas. La ciudadanía no es tan tonta para creerse las patrañas del primer vendedor de crecepelo que llega a la ciudad, por más melifluas que resulten sus mentiras. Sin embargo, los votantes necesitaban agarrarse a algo y agradecieron aquella novedad grotesca de que en público la caterva de nuevos políticos hablasen como en la barra del bar. ¿Qué podía salir mal? La gestión inicial de la catástrofe nos lo muestra en toda su crudeza: el donde dije digo, digo Diego del premier inglés, quien finalmente arriesgó algo más que la reelección, los exabruptos trumpianos contra el virus «chino» y su insistencia en despreciar el riesgo, o el campeón de la calamidad, que en esta crisis corresponde sin duda a un Bolsonaro que todavía hoy insiste en abrazarse con sus seguidores en actos públicos, amenazar a la prensa y atacar a los gobernadores brasileños que, sin hacerle caso, ordenaron el confinamiento (y lo más reciente: la destitución del ministro de Salud, defensor de la cuarentena). Con todo, la crisis no deja en buen lugar a casi nadie y muy pocos serán los dirigentes que salgan fortalecidos de esta crisis de crisis. Porque salir de la crisis habrá que salir, aunque lo fundamental es decidir cómo y se distinguen en lontananza dos alternativas, dos mundos radicalmente distintos en los que nos tocará vivir se vaya por uno u otro camino.
En síntesis, podemos apostar decidida y definitivamente por la sanidad pública, invirtiendo en investigación y desarrollo, construyendo hospitales, creando más plazas de profesionales, cambiando el atroz modelo que hemos confeccionado para nuestros mayores. Esta es la alternativa de profundizar y apuntalar el Estado social de Derecho, un Estado no centrado en tareas de policía y represión, un Estado respetuoso con la moral privada que no trata a sus ciudadanos como menores de edad, un Estado que potencia y defiende la riqueza y la diversidad de las sociedades o pueblos que tal vez coexistan en su seno, un Estado fiel a los valores del federalismo y del republicanismo laico, un Estado tolerante y respetuoso con las creencias individuales y la fe de cada uno, un Estado que no deja a nadie en la estacada, un Estado que asume la historia universal en sentido cosmopolita y busca integraciones con sus vecinos y si tiene que declarar alguna vez una guerra, que sea a la misma noción de guerra (pero ni eso: cuánto daño hace la repetición y diseminación de una retórica hueca, aunque en absoluto inocente o gratuita: la guerra contra las drogas, la guerra contra el terror, la guerra contra el virus, siempre la guerra, instalados ahora y siempre en un estado de guerra permanente).
Pero pudiera ser que lo que salga reforzado sean las tendencias del último lustro. Lo acabamos de ver en Hungría, con un Parlamento aplaudiendo la concesión de plenos poderes a su primer ministro y el establecimiento de un estado de excepción indefinido. Lo acaba de apuntar el inquilino de la Casa Blanca, al afirmar que esta crisis muestra «lo importante que son las fronteras». Después de casi un mes corriendo como un pollo sin cabeza, de decir una cosa y su contraria, de reírse de la opinión de los expertos, de negar la realidad, de menospreciar la pandemia por ser «extranjera», los asesores de Trump han captado el momento y dibujan la estrategia a seguir. La globalización presentada al votante como deslocalización de empresas, desmantelamiento del sistema productivo, despido en masa de trabajadores. Y, ahora también, como escenario propicio para la proliferación de pandemias que proceden del exterior, sea de China, Europa o la nebulosa de Orión. Es fácilmente predecible lo que intentarán los aprendices de brujo de todo el planeta, siguiendo el ejemplo del Nerón estadounidense: predicar los beneficios de las sociedades cerradas, sellar la pluralidad, liquidar la discrepancia, cerrar la puerta a los vecinos, negar la mano amiga a quien precisa de ayuda, pero al mismo tiempo no se dudará en imponer y alterar regímenes allí donde sea necesario para los intereses nacionales considerados estratégicos en el mantenimiento del imperio.
En definitiva, de nuevo estaremos obligados a elegir entre la república de los hermanos Witt, un régimen lo menos mezquino posible concebido como un medio indispensable para la convivencia en libertad, y la ramplonería absolutista de la casa de Orange. Nada más y nada menos que eso es lo que está en juego en estos inciertos momentos en los que, como diría Neruda, andan días iguales persiguiéndose. El mundo de mañana será el de los Bolsonaros de turno o el de los lectores críticos de Kant. Todo está por decidir. Mañana pediremos cadenas a nuestros gobernantes mientras nos garanticen el wifi o seguiremos subiendo a la montaña para leer el Zaratustra, celosos de nuestra libertad. Nada es inevitable aún y todos podemos poner algo de nuestra parte. No vivimos una distopía, vivimos una discronía. La tentación es que esta realidad que quizá por vez primera experimentamos, este acontecimiento, esta extraña poesía de silencios y quietudes y palabras en voz baja, aplausos al caer la noche, miedo y esperanza, sea finalmente utilizada para disciplinarnos todavía más, como un terrorífico experimento social mediante el cual comprobar cuán dóciles somos, cuánta resistencia podemos todavía ofrecer, cuál es el nivel de nuestra cooperación y en qué número.
La pregunta de Spinoza
Hay que volver de nuevo a la pregunta, planteada ya por Spinoza en el siglo XVII, que recorre, como un condenado dolor de muelas, toda reflexión sobre filosofía política desde entonces y cuya vigencia se mantiene tristemente intacta:
¿Por qué los hombres luchan por su esclavitud como si se tratase de su libertad?
La cuestión sigue siendo la misma de hace cuatro siglos: ¿cómo crear una sociedad de hombres libres? ¿Cómo se puede obedecer sin menoscabo de la propia libertad?¿Cómo darnos entre todos unas leyes generales que establezcan un ordenamiento social al tiempo que se respete la singularidad de cada cual?
Cuando analiza cuerpos y almas, Spinoza destierra el lenguaje de la metafísica, no los analiza como sustancias y sujetos, sino como modos. Lejos de concebir abstractamente cada persona como un extraño constructo metafísico donde res cogitans y res extensa cohabitan de manera tan misteriosa como inexplicable, Spinoza los contempla como individualidades, como hecceidades que no levitan en el vacío, sino que están determinadas por una serie de relaciones complejas. He ahí la clave: concebir la vida no como una forma, sino como una relación. No podemos definir un varón, una mujer, a partir de una forma o eidos, sino desde los afectos que suscita y es capaz de generar y diseminar. Desterrar el odio de la vida de las personas, esa es la tarea.
Como dijimos, la vigencia de la pregunta de Spinoza es absoluta, como siguen de actualidad las perplejidades de Deleuze y Guattari cuando la encaran desde su esquizoanálisis:
Como dice Reich, lo sorprendente no es que la gente robe, o que haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. ¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no solo para los demás, sino también para sí mismos?
Nunca Reich fue mejor pensador que cuando rehúsa invocar un desconocimiento o una ilusión de las masas para explicar el fascismo, y cuando pide una explicación a partir del deseo, en términos de deseo: no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación.
(«El Antiedipo», p.36).
Más que nunca son necesarios esfuerzos por desenmascarar el odio y sus mentiras, denunciar allí donde medren las ideas inadecuadas y las pasiones tristes, atacar aquellos sistemas que solo saben organizar la servidumbre y crear un sistema de la muerte. Tal ha sido siempre la estrategia del tirano.
De Kant a Foucault: la Ilustración revisitada
Los buenos encuentros proceden de la mano de Spinoza, pero también de Kant, nombre que nos ha acompañado a lo largo de este ya largo texto de forma más o menos explícita. El Kant que nos conmina a abandonar nuestra minoría de edad, aprovechando nuestras capacidades para valernos de nosotros mismos. El Kant que nos exhorta a dudar de cualquier medida decretada por una instancia que se reviste de autoridad sin que nosotros le hayamos concedido dicha autorización. El Kant de la Aufklärung, sin duda, pero también el Kant del entusiasmo. Respecto del primero, se debe recordar que, en sus últimos años, Foucault nos ofreció una maravillosa lectura del famoso artículo de Kant (Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración?), señalando que:
El trabajo crítico implica aún la fe en la Ilustración; por mi parte, pienso que necesita, siempre, el trabajo sobre nuestros límites, es decir, una paciente labor que dé forma a la impaciencia por la libertad.
Según Foucault, la tradición crítica que nace en la Ilustración se bifurca en dos grandes corrientes o actitudes:
Una analítica de la verdad, que se entiende más como una fundamentación del método adecuado para el acceso a las condiciones de posibilidad del conocimiento verdadero que como una fundamentación de las propias condiciones de posibilidad de dicho conocimiento verdadero.
Una reflexión crítica que parte de un compromiso con la actualidad, a la que se le da el nombre de ontología del presente y que Foucault descubre en el propio texto kantiano sobre la Ilustración.
Foucault aprovechó su vasto conocimiento de los textos de la Antigüedad, una intimidad propiciada por algunos de sus proyectos inconclusos o cerrados de forma aparentemente precipitada, como la Historia de la Sexualidad, para conectar originalmente a los griegos con la Aufklärung a través de una forma de entender la práctica de la filosofía y su relación con lo podríamos llamar muy vagamente una «estética del self» que es a su vez deudora de un determinado ethos. Se trata de un empeño que cabe calificar de estético, en el sentido griego de esta palabra, pero también, por eso mismo, de ético. La subjetividad deja de ser valorada desde el ámbito de la sospecha, la coerción o la impotencia y se entiende en términos positivos de posibilidad, autonomía y creación. Es un cambio significativo en ciertos postulados foucaultianos, por el que nociones como libertad, crítica y hasta reflexión cobran un significado inesperado e incluso contradictorio con algunas de las tesis aparentemente defendidas en el pasado. Parece como si en los últimos años de su vida, el autor de Las palabras y las cosas se dejase llevar él mismo por la alegría spinozista y el entusiasmo kantiano y quisiese participar de esta empresa que define la sociedad de los hombres libres.
De la esperanza al entusiasmo, de la epidemia a la apodemia
Resultaba fundamental recordar esa lectura foucaultiana de Kant, porque abandonar el paradigma del odio y el fanatismo, como hemos visto, no es tarea sencilla. Cederemos nuevamente a la fatuidad de la autocita, recordando que la gramática crea al Yo a través de las pasiones tristes. Para salir de ese circuito del energumenismo triunfante y la oveja carnívora, se necesita un nuevo lenguaje, una nueva subjetividad, una nueva vitalidad. Todo eso está en el último Foucault, como está en Deleuze, como está en Nietzsche, como está en Spinoza. Creadores todos ellos, con sus múltiples diferencias, de una obra alegre que, sin embargo, también recoge y amplifica en cada caso esa cólera hacia la propia época que resulta imprescindible para seguir vivo. Se trata de una cólera que no deja de estar relacionada con aquella vergüenza de ser hombre a la que se refería Primo Levi. No se trata de entenderla en los términos de culpa, ni mala conciencia, sino como una forma estética de la dignidad, de no ser indignos de lo que nos sucede. También como el último recurso para introducir sin mistificaciones la esperanza en nuestras vidas. Porque la vergüenza de ser hombre está unida a la imperiosa necesidad de que finalmente el verdugo no triunfe sobre la víctima, pero también y sobre todo de que la víctima no se convertirá en verdugo, ni aplaudirá al tirano, ni se pondrá voluntariamente sus cadenas, ni luchará denodadamente por su esclavitud tal que si estuviese combatiendo por su libertad.
Esperanza es una palabra hermosa, demasiado hermosa, frente a la cual nos hemos mantenido constantemente en guardia, por el embeleso que provocó siempre en nuestros oídos, así como por la triste historia de connivencia, conformismo y servidumbre que revela en ella el trabajo crítico de la genealogía. Por eso siempre preferimos el entusiasmo, vocablo donde resuena el griego poderosamente, y por eso nos admiramos tantísimo la primera vez que descubrimos ese pasaje en Kant en el que el egregio rigorista, el formalista, el creador del imperativo categórico, descubre en el entusiasmo social por la Revolución francesa un signo del progreso moral de la humanidad. Pum. Toda la crítica de la razón pura práctica salta por los aires. Así se quiebra toda la arquitectónica de la razón forjada tan trabajosamente por el propio Kant con un simple gesto sublime. Sublime, sí, categoría que nadie supo valorar, por lo demás, mejor que filósofo de Königsberg.
Por último, y volviendo a la esperanza, es posible asignarle un lugar en la tarea actual de la reflexión crítica de la ontología del presente. Más en estos tiempos de la peste. Pero tiene que ser una esperanza terrenal, una esperanza absolutamente liberada de la escatología, una esperanza, en cualquier caso, que tiene que avanzar, como sabía Bloch, portando crespones negros. De Bloch, el profeta laico de la esperanza, es también una de las frases más demoledoras que nadie pronunció jamás, especialmente adecuada para este tiempo en el que muchos vuelven a trazar fronteras en los mapas preguntándose cuál es su verdadera patria: «La patria del hombre es haberse ido». Una verdad que siempre nos causó terror y temblor, pero ante la cual, ahora, viendo cómo la naturaleza, inesperadamente liberada de la presión tóxica de la humanidad, recupera su bello rostro, los cielos amanecen limpios, la noche deja ver el espectáculo sublime de las estrellas, los animales recuperan el espacio perdido, los árboles se cubren de hojas brillante y hasta parecen bailar algunas tardes al compás de un viento cómplice, indiferente el universo a las tribulaciones de su especie más salvaje, no podemos sino mostrarnos complacidos con ella. Pues la verdadera patria del hombre será la de haberse ido, pero tal vez solo habrá patria para los animales cuando el hombre, en efecto, se haya ido. Al menos mientras las personas no abandonen el paradigma del odio y destrucción en el que demasiadas veces viven instalados.
Se insistirá una última vez en que la tarea de la filosofía no es otra que la de atreverse a pensar su propio tiempo en conceptos. Pero como era asimismo evidente para Nietzsche, la sociedad no puede tener la última palabra, no puede ser la última instancia. Eso corresponde al arte, a la creación, a la poesía. Existe algo similar a una intuición intelectual, genética, productiva, creadora, una sensibilidad que no es mero receptáculo pasivo subordinado al resto de facultades de la razón (entendimiento, razón, juicio). Existe, sí, una intuición que es capaz de crear su objeto más allá del fantasma y que no se confunde con los delirios impotentes de la imaginación. El fantasma, como el zombi, no crea nada, simplemente reproduce. Una intuición creadora semejante está al alcance de nuestra mano en la experiencia del arte, la literatura, la música, el cine, las artes. Pero necesitamos una literatura y un arte nuevos, los que esta época de cuarentenas, catástrofes y acontecimientos precisan. Una poesía apodémica, una música catastrófica que no sellen la grieta, ni que tampoco nos arrastren hasta su abismo, sino que nos mantengan frágilmente en la posibilidad de la abertura. Volver también a la literatura epidémica de Ion de Quíos. O, por expresarlo en los términos del Primer Manifiesto Araraísta:
Creemos, por lo tanto, que entre las epidemias y las apodemias, entre los sacrificios que son de la presencia y aquellos que son de la partida, en la hora temprana del balbuceo, se situaría, a la vez, el orto y el ocaso del Poema.