Cunde en el mundo, con encomiable premura, la preocupación relativa al qué hacer después de la pandemia. Los artículos, notas y crónicas abundan. El tono evoca los buenos propósitos de fin de año, y uno teme con alguna razón que la férrea voluntad que anima a los autores -como siempre- dure lo que «la virginidad y las flores» (Ch. de Gaulle).
Entretanto la pandemia remite en Asia, se instala con fuerza en Europa y los EEUU, y se propaga –cansina, indolente, como en cámara lenta– en América Latina.
Los EEUU y Europa parecen ser las regiones que, hasta ahora, más brutalmente sufren los efectos del coronavirus. Tanto más cuanto que en la UE, décadas de incuria, irresponsabilidad y tacañería neoliberal dañó gravemente la salud pública y su capacidad para hacerle frente a desafíos de esta naturaleza. Los EEUU, que carecen de algún sistema de protección social comparable a los que conocemos en Europa, asisten impotentes a lo que se parece malamente a una masacre, esta vez sin pistolas, ni rifles ni armas automáticas. El «mundo libre» (¿libre de qué?), ese «occidente» que se reserva el apelativo de «comunidad internacional», ante el coronavirus se parece en demasía a Primo Carnera, boxeador italiano que la mafia yanqui coronó campeón del mundo de peso pesado en 1933.
Un gigante (1,95 m, 125 kg), Carnera era lo que en la jerga del ring llaman un «paquete», o sea un boxeador nulo, cuyos rivales eran aun más «paquetones» que él, y solían ‘dormirse’ en el primer round previo acuerdo a título oneroso. Transformado en ídolo del pueblo italiano bajo el fascismo, el propio Duce –Mussolini– asistió a sus combates en Roma. Las apuestas ilegales hicieron la fortuna del hampa neoyorquina, que no tardó en descubrir que podía ganar aún más dinero apostando contra su pupilo. Entonces el pobre Primo Carnera sufrió las peores palizas que haya recibido boxeador alguno, primero ante Max Baer y luego frente el célebre Joe Louis.
Ahí están los EEUU y la Unión Europea… tambaleantes, groguis, knock-out, como si hubiesen recibido el derechazo que Mohamed Alí le ajustó a Georges Foreman en el 8º round del combate que sostuvieron la noche del 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, Zaire (actual República Democrática del Congo).
Antes de pensar en el día después, sin embargo, hay que tomar en serio la proverbial expresión de la que usan y abusan los periodistas yanquis: It gonna get worse, before it get better. Esto se va a poner crudo antes de amainar.
La «estrategia» (según nuestros gobernantes estamos «en guerra») de lucha contra el coronavirus en «occidente» le debe mucho a los trucos, artilugios, trampas y pillerías del llamado marketing, que te aconseja transformar tus debilidades –o las de tu producto– en fortalezas. Así, el chillón color amarillo pato se transforma «en un elemento que llama la atención como una poderosa señal de identidad y reconocimiento». Del mismo modo el marketing político ha logrado la hazaña de transformar –¡Oh magia!– algunos trous-du-cul en diputados, senadores, e incluso presidentes de alguna república al pedo. Si no me crees… mira los casos de Chile y EEUU.
De modo que en Francia, constatando que la Reserva Estratégica de Mascarillas había sido suprimida con el loable propósito de reducir el gasto público (orgullo supremo: la ministro de Salud era Marisol Touraine, una shilena…), el Gobierno de Macron decretó que las mascarillas eran inútiles.
Al advertir que los reactivos y otros elementos necesarios para proceder a un diagnóstico masivo de la población ya no se fabrican en la dulce Francia visto que es más barato hacerlo en China, y que las reservas eran mínimas por las mismas razones de reducción del gasto público, la «estrategia» elegida fue la de confinar a toda la población, lo que –simple detallito– va a costar mil veces más que haber conservado esa industria en Francia.
Poco a poco, no obstante, la palabra de los científicos, de los médicos y el personal sanitario se va imponiendo. A correr llaman. Ahora las mascarillas sí sirven y hay que utilizarlas masivamente. ¿Cómo hacer si China no da abasto? Ahí comienza a operar el maravilloso «sistema D», notable recurso galo conocido desde la noche de los tiempos. Démerde-toi, es la consigna. Mal traducido: Arréglatelas como puedas.
En el norte de Francia, a alguien se le ocurrió llamar a las numerosas costureras que durante la cuarentena no tienen mucho que hacer. En menos de 10 días recibió la respuesta de 18.000 costureras que comenzaron a fabricar mascarillas homologadas en su propia casa: unas 300 mascarillas al día cada una de ellas, en su máquina de coser personal. Ninguna exige remuneración: lo hacen por la patria, por la República, por sus semejantes. El tipo de la iniciativa tiene el respaldo de las autoridades locales que financian los materiales y declara, orgulloso: «En 10 días monté el más grande taller de costura del mundo». No lo hizo movido por el lucro sino por su amor de la Humanidad: las mascarillas son distribuidas gratuitamente a médicos, enfermeras, centros médicos, fuerzas del orden y público en general.
Allí donde las autoridades políticas hacen lo de siempre, chamullar, otros actúan. Ciudadanos de a pie que rehúsan dejarse atropellar por un virus cuyos efectos hubiesen sido infinitamente menores si los políticos hubiesen hecho su trabajo y asumido sus responsabilidades, si solo hubiesen pensado un poquito menos en los «negocios».
Los politólogos, economistas, filósofos, expertos y otros cantamañanas que se inquietan del día después, harían bien en considerar que solo los pueblos tienen la habilidad, la voluntad, la legitimidad, la fuerza y la inteligencia para reconstruir lo que 40 años de dogma neoliberal han destruido.
La consabida frase pronunciada por los mangantes que están en el poder, perdone la muerte del niño… no es aceptable ni como respuesta, ni como excusa.
El día después comienza hoy. Comenzó ayer. Antes de ayer. El futuro no es lo que viene. Es lo que seamos capaces de construir nosotros mismos.