Escribir es una ocupación que siempre solícita, requiere o exige «hacerse un tiempo»: abrir un paréntesis en el tiempo cotidiano, para emplearlo en «el insensato juego de escribir», según ha dicho Mallarmé y ha recordado el inolvidable Martín Cerda.
El cronista comenzó a publicar a los veintisiete años de edad. Su primer texto público fue un breve artículo donde reseñaba el filme La guerra ha terminado, de Alain Resnais, con Yves Montand e Ingrid Tulin, estrenada en 1967. Película que se abre en su título con las palabras del escueto telegrama que envía Francisco Franco Bahamonde, el tirano español (gallego), redactado el 1 de abril de 1939, cuando cae el último baluarte republicano de la guerra incivil, Valencia. El conflicto, en su ámbito militar, había concluido, aunque el horror de la dictadura militar- clerical iba a extenderse por casi cuatro décadas.
El cronista no era un experto en cine, sino apenas un aficionado; tampoco escritor conocido, pero ensayó el breve texto, enviándolo a la revista Punto Final, donde fue publicado. Iba a ser el inicio de más de medio siglo de escritura, cumpliéndose a cabalidad –esto ya lo consagra la memoria de la senectud-, el aserto de Martín Cerda, con quien el cronista compartió momentos luminosos: «Este tiempo que se hace el escritor no es, sin embargo, el tiempo real de la vida, ni tampoco el tiempo ficticio que instaura su obra. Es solo el tiempo de una operación, de un trabajo, si se quiere, de una diversión: la escritura».
Al cronista no le parece acertado eso de «diversión», pero, si hubiese conocido, en sus comienzos escriturales, este juicio de nuestro mejor ensayista chileno, quizá habría escogido otros rumbos, pero esto le parece también una fallida ilusión, porque no es posible luchar contra la compulsión ni con la servidumbre del oficio de escribir cuando te atenaza y enciende el amor por la palabra. Así es que no apelará al inútil sentimiento de culpa, menos cuando está escribiendo aquí su crónica mil doscientos cinco (1.205).
Nadie le pagó al cronista por ese artículo incipiente. No se estilaba pagar por colaboraciones «espontáneas» (tampoco hoy), ni en revistas, ni en diarios, donde al promediar la década de los 60 del pasado siglo, publicaban «firmas» conocidas, como Alone, Edwards Bello, Santiván y otros prestigiosos escribas y críticos, a quienes se les retribuía con estipendios más o menos decorosos. Hoy en día, los escasos nichos de opinión en papel impreso están ocupados por escritores surgidos de la academia y por veteranos como Edwards, concesionarios vitalicios de una habitación de columnas cedida por sus parientes plutócratas.
El cronista llegó a soñar que, con el tiempo y la andadura, iría a recibir una paga por su afición incontrolable. En los inicios de la década de los 70, conoció al novelista Guillermo Atías, que por entonces fundaba la revista PLAN (Política Latinoamericana Nueva), una interesante publicación mensual que contenía también amplio material literario.
Guillermo Atías, expresidente de la Sociedad de Escritores de Chile (1963-1964), autor de la novela Y corría el billete, le encomendó algunas reseñas de libros recién editados en Chile, algunos de ellos por la Editorial Quimantú. El avezado narrador le dio la pauta general para estructurar los breves textos; la escritura se hacía parte del quehacer del cronista, que ya oficiaba de contador o contable, para esa extraña esclavitud que llamamos «ganarse la vida».
A inicios de los 80, el cronista se incorporó a la Sociedad de Escritores de Chile; la Casa del Escritor llegó a ser su segunda morada (en ocasiones que no es del caso recordar ahora, fue su primera casa, con todas las de la ley). Allí conoció a Luis Sánchez Latorre, Filebo, maestro y amigo. Recuerda el cronista que Sánchez Latorre era por entonces presidente del gremio de los escribas y director cultural del periódico Las Últimas Noticias, tabloide propiedad de la cadena mediática de los Edwards, la misma que patrocina hoy a los siniestros Kast y Cía.
En este diario, Filebo escribía sus propias crónicas y daba cabida, en las dos páginas dedicadas a «Cultura», a muchos escritores desconocidos que le hacían llegar sus breves colaboraciones (una carilla era el tope de palabras articuladas). Filebo mantenía sobre su mesa de trabajo un montón de folios escritos en la clásica tipografía de la Underwood, de estos colaboradores voluntarios, textos que iba seleccionando según su fino olfato, para publicarlos día a día. El espacio era pequeño, muy acotado, y de continuo había más escritos que columnas donde insertarlos. Cada martes, antes o después de la sesión de directorio, Filebo era acosado por aquellos pacientes de grafomanía.
— Luis, hace un mes que le entregué mi artículo y aún no sale publicado. Es un tema contingente y de importancia literaria, es un libelo contra el IVA a los libros, pidiendo la derogación del impuesto, lo que redundaría en un aumento progresivo de la lectura, ¿no le parece?
Filebo escabullía el bulto, pedía paciencia a los requirentes, mientras la ruma sobre su escritorio aumentaba, semana a semana, sin poder satisfacer la ansiosa demanda.
— No depende de mí, hay un consejo editorial que define lo que se publica o no. Discúlpeme usted, haré lo posible…
No existía tal consejo o rasero, porque Sánchez Latorre decidía, pero era imposible aquella empresa de agradar a tanto pendolista ilusionado por ver sus palabras en letra impresa, circulando a través de un diario. Por supuesto que ninguno de ellos aspiraba a una retribución económica por quemarse las pestañas, luchando con la semántica y la retórica.
Los tiempos han cambiado, reflexiona el cronista (no es muy original su reflexión, claro), y hoy en día existe un gran abanico de medios de expresión virtuales donde se puede dar a conocer las producciones de casi tantos escritores como usuarios hay en las redes... Así como en las calles de la populosa ciudad que habitamos, transformada en un gigantesco y aun creciente zoco de menesterosos mercaderes -no del templo, sino de la rúa transformada en campo de batalla para hacerse de esquivos clientes-, podemos apreciar más individuos vendiendo que comprando, advertimos, en el laberinto de Internet, más escribidores que lectores, sea cual fuere su capacidad lingüística o su potencia comunicadora.
Muchos quieren y pugnan por escribir, dando la impresión de que no practican el hábito complementario e imprescindible de leer. «Todos escriben aquí y nadie lee», sentenció hace poco, en el diario El País, una joven periodista española.
En esa magna crónica conocida como La Novela de un Literato, Rafael Cansinos Assens (1882-1964), su ilustrado y sagaz autor sevillano describe, de manera descarnada e irónica, la vida del mundo literario y artístico en el Madrid cosmopolita del primer tercio del siglo XX. Da cuenta de los avatares y padecimientos de los poetas y escribas que pululan en los cafés, en las redacciones de los periódicos, en las tertulias de damas encopetadas, en las distintas y abundantes editoriales, por encontrar un espacio para dar a conocer su incipiente obra, para ser «reconocidos» cuando ni siquiera les conocen.
El cronista, que admira a Cansinos Assens, quizá algo menos que a su gran amigo epistolar, Jorge Luis Borges, considera que entre esos seres sobresalen algunos personajes conservados en los frascos de formol de la memoria, ya sea por sus anecdotarios vitales o, lo que resulta más difícil, por su obra perdurable. Entre ellos, espiga la figura legendaria de Ramón del Valle-Inclán, quien comenzara su notable carrera de escritor como periodista, cuando este oficio no poseía grado académico, aunque sí mejor ortografía. Don Ramón, que emigró a temprana edad de su Galicia natal, pasó la mayor parte de su existencia literaria en Madrid, ejerciendo como ocasional crítico literario en periódicos y semanarios de la capital de España, donde entregaba asiduamente sus cuartillas, escritas a mano, a cambio de modestos pagos que le permitían subsistir, junto a su mujer, la actriz de teatro Josefina Blanco y a su prole, «a salto de mata», como solía decirse. Y aunque Valle-Inclán opinaba que «el periodismo avillana el estilo», necesitaba imperiosamente esa vía semanal o cotidiana en vías de «parar la olla».
Nada parvo era don Ramón para cobrar por sus artículos, a su modo caballeresco y de suyo atrabiliario. En una oportunidad, se apersonó en la redacción del semanario “Madrid Cómico” para requerir el pago de media docena de artículos ya publicados. El secretario de redacción le respondió que el director aún no había firmado los correspondientes egresos. Valle-Inclán exigió hablar con él; se le respondió que no era posible, pues se encontraba en una reunión de directorio (esto sigue teniendo hoy el valor de un impedimento religioso y aun sacramental).
Don Ramón cruzó el pasillo y empujó la puerta de la sala con su bastón de puño nacarado, como un gerifalte de las guerras carlistas. Los circunstantes le miraron, asombrados. El director le saludó, confundido:
— Don Ramón, usted aquí, ¿en qué puedo servirle?
— Servirme a mí, en nada, don Egidio. Vengo a cobrarme de mis crónicas, es decir a trocar oro por calderilla…
Es la expresión que acuña Cansinos Assens y que se hizo célebre en la España intelectual de comienzos del siglo XX, «cambiar oro por calderilla»; o sea, entregar el valor áureo de las palabras a cambio de unas humildes monedas que, juntas, hacen la calderilla, o el chaucheo como se decía en el Chile de hace un siglo.
Al cronista, incapaz de hacer valer su trabajo de medio siglo en las «letras nacionales», se le hace casi normal emularse –con modestia, sí- a su admiradísimo Valle-Inclán, en esto del metal precioso y las viles monedas, aunque no le calce eso de irrumpir en una asamblea directiva para exigir retribuciones. Su amigo Oscar, ingeniero, le hace ver que existe para todo un mercado, sea en los ámbitos de la educación, la salud, los negocios, la industria, la cultura… ¿Por qué habría de ser distinto en el mundo literario? Le recuerda que en el Chile de hoy prevalece el criterio o la «política cultural» de Evópoli, pequeño y poderoso partido político de la ultra derecha que considera mejor la actitud flamígera de un Millán Astray que la reflexiva de don Miguel de Unamuno.
El cronista, claro, reprueba el anatema muera la inteligencia, viva la muerte, y aunque no se pueda «matar a la muerte», sí propone hacer vivir la inteligencia, hasta donde se pueda, sobre todo en las eras vulneradas de la cultura, hoy invadidas por iracundas milicias de un sector minoritario, pero asaz poderoso, que la considera un simple «bien estético» y de consumo elitista, ajeno al pueblo que la crea desde sus entrañas, como nos enseñaran Gabriela Mistral y Violeta Parra.
El cronista piensa, en la mañana de este domingo que ya vislumbra los idus desbocados de marzo, que bien le vendría escuchar el sonido de la calderilla sobre el escritorio donde pergeña sus crónicas semanales.