Haití no solo es resultado de la primera revolución independentista llevada a cabo por personas esclavizadas en toda América y el mundo, también fue la primera en abolir la esclavitud. A pesar de ello, como sugirió en una ocasión el profesor Ricardo Seitenfus, exrepresentante de la OEA en ese país, Haití ha pagado muy caro el haber tenido razón demasiado temprano. Lamentablemente esta afirmación mantiene vigencia y el precio, de haberlo, no está siendo caro, sino dramático.
Finaliza una década, América Latina convulsiona, los pueblos parecen despertar del maridaje entre el capitalismo y el sistema neoliberal, y aunque la prensa muestra al resto del mundo algunos aspectos de lo que ocurre en países como Chile, Colombia, Bolivia, y Haití, lo esencial es siempre manipulado y expuesto de una forma en que el consumidor de la noticia mastica solo aquello que conviene mostrar. Esto sucede con Haití muy especialmente. ¿Realmente la comunidad internacional conoce lo que pasa en uno de los países más pobres del mundo? Sí, lo saben, pero miran hacia otro lado.
Para quienes corresponda, comunidad internacional o personas en general, algunas situaciones, harto conocidas o no sobre Haití, deben ser expuestas, replanteadas, gritadas incluso, en pos de una solución urgente, mediana o no, así sea utópico a estas alturas, dado el poder al que nos enfrentamos. Y hablo en plural porque no puedo mencionar a Haití sin incluir a mi país. Somos vecinos, socios comerciales; nuestro pasado y presente tienen muchos puntos de convergencia, y aunque moleste a más de uno, el futuro involucra a ambas naciones.
El estallido social en Haití dura meses, al menos en su más reciente versión, pues el país lleva décadas luchando contra poderes oligárquicos, la corrupción y la escandalosa inequidad socioeconómica que no le permiten florecer ni avanzar. Como en las anteriores, las protestas actuales no solo recogen al pueblo más llano expresando descontento por los actos de corrupción cometidos por personas de poder instaladas en el gobierno. También se trata de un tejido de violencia tendido sobre sus calles convirtiendo comunidades completas en invivibles. No exagero.
Actualmente Haití cuenta nada más y nada menos con cerca de ochenta bandas de delincuentes de diversa naturaleza, financiados, y tan equipados en armamentos como la propia policía local, o incluso mejor. El tráfico de armas en esta parte de la isla no es un tema menor.
El año pasado se hizo añicos un hermoso mercado construido tras el terremoto de 2010. ¿Las razones? Un fuego inesperado en horas de la madrugada redujo a cenizas uno de los pocos lugares donde los haitianos de más escasos recursos podían comprar productos en su moneda local. Solo en el 2018 desaparecieron tres mercados a causa de incendios. Parece ser una estrategia bien montada el hacerle creer al pueblo que no hay opciones. Por suerte, Haití ha dado muestras de una gallardía digna de admirar y no pretende quedarse de brazos cruzados. Lo penoso en este punto es como diversos focos de violencia creados y alimentados por sectores podridos de dinero se mezclan en las protestas, provocando daños importantes a la propiedad pública y privada, cometiendo asesinatos y violaciones, y dejando un saldo de muerte que siempre desfavorece al más desprotegido.
La sociedad haitiana tiene una variedad de clases sociales. Los hay groseramente ricos y los que preparan galletas de arcilla para comer. Esto último salió a la luz hace poco y muchos lo asociaron a la grave situación de los meses recientes, pero resulta que no es así. Las galletas de arcilla son «cosa regular» en comunidades donde pobreza extrema es un término que cobra un nuevo significado. Entre estos límites hay un conjunto de grupos sociales a quienes se les hace cada vez más difícil permanecer en el país. Personas que no son necesariamente ricas, pero que pueden darse el lujo de pagar la colegiatura en un centro de estudio donde sus hijos aprendan inglés y francés, y utilizan el dólar como moneda para hacer sus compras. También los hay asalariados, que ven la facturación del servicio eléctrico triplicarse sin saber si podrán recibirlo medianamente a la semana siguiente, todo por el grave problema de abastecimiento de petróleo. En todo este entramado social se da la más triste realidad: se queda quien tiene tanto y es corresponsable de lo que ocurre, y aquellos que no pueden hacer otra cosas más que permanecer, contra todo pronóstico.
En las protestas de las últimas semanas de noviembre, las autoridades del orden apenas tenían control sobre algunos sectores en la capital del país, Puerto Príncipe. Muchos barrios estaban prácticamente tomados por «manifestantes» que mantenían a raya a los vecinos y apenas podían salir a abastecerse de alimentos. Muchos han estado literalmente presos en sus casas ya que las autoridades no pueden garantizar el orden fuera de ellas. Un amigo doctor, de quien sé hizo grandes esfuerzos para instalar un policlínico para su comunidad, tuvo que dejar todo, literalmente. Su familia ya había partido años atrás, pero él insistió en este propósito de servicio para sus vecinos. Finalmente tuvo que cerrar puertas e irse. Otros han hecho lo mismo. Más allá de los que pueden irse a Estados Unidos o Europa, están aquellos que se sirven del tráfico que hay en la frontera con República Dominicana, contrabando del que se lucran militares y civiles haitianos y dominicanos. Otros acuden al consulado dominicano en la capital con la esperanza de obtener visado.
El último evento del que tuve conocimiento se trató de una violación en masa cometida por cerca de trescientos reos del centro penitenciario de Gonaives contra reclusas del mismo recinto.
Situación que puso en evidencia, nuevamente, el mal uso de dineros destinados puntualmente a la reconstrucción y remodelación de cárceles en el país.
Haití, a pesar de la intervención de diversos organismos internacionales para su reconstrucción, es un país de exagerado contraste, donde el 1% de la población no solamente posee toda la riqueza en relación al resto, sino que también decide sobre su destino, además de prodigarse placeres y gustos que resultan en espectáculo de mal gusto frente a aquellos que hacen de la arcilla alimento, o bien se prostituyen para conseguirlo. Continúa siendo una nación en cruda crisis política y de gran pobreza, aun luego de haber recibido millones de dólares en ayuda humanitaria a raíz del terremoto. Y nada de esto es fruto del azar, menos es culpa del pueblo haitiano, o un castigo de los cielos, como muchos piensan. La responsabilidad de todo cuanto ocurre lleva nombres y apellidos, tanto del propio Haití como de la más salvaje selva política internacional.