Todo proceso de cambio social profundo lleva en sí el factor de la violencia. Es esta una suerte de regla histórica que, al parecer, carece de excepciones, porque «la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días, es la historia de la (violenta) lucha de clases».
Lo demás son apelaciones a la bondad intrínseca humana (Rousseau) o a la pretendida inocencia del «buen salvaje», porque la violencia es la manifestación de la lucha por imponer un poder sobre otro, en todos los grupos humanos, desde los días de Abel y de su hermano Caín, este último signado como el primer homicida; quizá Jehová haya sido el primer tirano que arrojó a sus creaturas al atroz exilio de un interminable vagabundaje, ejerciendo la todopoderosa violencia que algunos primer-testamentistas llaman «justicia divina».
Las manifestaciones, marchas y convocatorias multitudinarias a las que hemos asistido en esta primavera revolucionaria, desde hace un mes, como grandes movimientos de índole pacífica, ejercidos desde Arica hasta Punta Arenas, no hubiesen torcido la voluntad del actual Gobierno y de parte de los poderes fácticos, sin el componente de la violencia urbana contra la propiedad privada y otros símbolos del poder opresor, como las fuerzas policiales y militares, las grandes entidades financieras y los templos de una Iglesia que ha mucho dio la espalda a los sufrimientos del pueblo, de su propia grey, según cánones evangélicos, para acogerse a la mesa de los ricos y negociarles el óbolo remunerado para la vida eterna, es decir, el reino de este mundo y el del otro por añadidura, todo por el mismo precio.
Se alzan voces condenando la violencia. El otrora fachendoso y abusador presidente de la república, clama hoy porque todos los sectores políticos y sociales condenen de manera explícita la violencia. Es evidente que no lo hace bajo la convicción de un pacifista bienaventurado, sino movido por el terror del amo que está asistiendo a la invasión del populacho –los patipelados de la nazi sureña- a sus dominios otrora inexpugnables. Y como le han fallado todos los métodos represivos, exhorta a la paz, rasga sus vestiduras de fariseo y pretende fumar, con tirios y troyanos, la pipa sioux de la convivencia.
A él se suman políticos interesados, empresarios al borde del llanto, intelectuales a la violeta, pobres de espíritu e ingenuos de corazón, sin entender que la paz verdadera es mucho más que un brindis navideño, una mano estrechada en la misa o un abrazo de año nuevo. La paz –hasta dignatarios de la Iglesia, en momentos de inspiración lo han dicho- solo se logra por la intermediación de la justicia. Lo demás es paja molida…
— Entonces, ¿usted avala la violencia y la justifica?.
— Ni lo uno ni lo otro. La explico, a la luz de la dialéctica de la Historia.
— Quiere decir que con métodos pacíficos no se consigue nada….
— Ningún cambio social o progreso civilizado se ha obtenido con «buenas maneras» o cócteles diplomáticos. Remóntese usted a la obtención del voto femenino, a la jornada de ocho horas diarias; más atrás, a la liberación de los esclavos, etcétera. Sangre, mucha sangre, sudor y lágrimas por doquier.
— Según lo expresado, estamos a merced de los vándalos… .
— Los vándalos o bárbaros o violentistas son los que sojuzgan y expolian al prójimo en su propio beneficio; los que ofrecen a los pobres la más que dudosa panacea del paraíso, mientras estos se dejen explotar, con la sonrisa en los labios, porque heredarán la vida eterna.
— Es usted un hombre sin fe… .
— Sin fe en una voluntad superior que enderece aquí los asuntos del ser humano, porque fuimos paridos con la dote de la razón y esta debiera servirnos para arreglar los entuertos de este mundo. No olvide que los creyentes aseguran que estamos premunidos, además, con la enigmática llave del libre albedrío.
Veo la ciudad arrasada –esta Santiago del Nuevo Extremo en la que nací, hace setenta y nueve años- y me siento angustiado. Quizá la memoria de mi cuerpo recupera en sus temblores la desazón que comenzara hace cuarenta y ocho años, cuando fuerzas oscuras y exasperadas de la violenta reacción empresarial se abatieron contra el gobierno socialista de Salvador Allende.
Sí, ya sé, las circunstancias son muy diferentes; también los actores sociales y políticos, el contexto histórico y los poderes en pugna difieren. Pero el sentimiento es el mismo, quizá porque nos hemos hecho viejos y no tenemos el pulso de la nueva juventud generosa, esa que ha sido capaz de interpelar, cara a cara, a los mílites furibundos y a los policías drogados, con el costo de más de una treintena de muertos y dos centenares de cegados por balines aleves, fuera de los torturados, ultrajadas y desaparecidos.
No creo en la paz de los satisfechos que la pregonan para calmar sus propios miedos, para atrincherarse en sus posesiones y continuar viviendo en un limbo de ceguera, pues si el enemigo vive en la otra acera, solo hay que levantar más los muros y fortificar el castillo. Con gran desenfado, hablan de la tolerancia, de escuchar las opiniones de los otros, de respetar puntos de vista… Ellos, vástagos aprovechados de quienes han impuesto, por la violencia hecha coacción y servidumbre, sus dioses iracundos, su lengua y sus estrictas reglas de comportamiento social y de relaciones económicas, quieren desfilar ahora con ramas de palma y coronas de olivos, cantando «todos somos hermanos».
La supuesta hermandad fue quebrantada, hace poco menos de medio siglo. Los cantos de sirena no bastan para aplacar la violenta exasperación de estos días, a la vez aciagos y esperanzados, porque el ave de la utopía vuelve a levantar el vuelo desde las cenizas. Y si damos crédito -a fuer de agnósticos-, a lo que la escritura proclama sobre la «santa ira de Dios», es posible que veamos al mismísimo Jehová atizando el fuego purificador de las barricadas.
Para otros será Lucifer o Karl Marx o el Che. Ya estoy viejo, asmático y cansado para tales trotes, pero mi mente y mi espíritu se niegan a jubilarse todavía y mi hálito quisiera soplar de nuevo las ascuas inmortales de Prometeo.