América Latina se está moviendo en estos tiempos. O más que moverse: está que arde, está en estado de ebullición. En estos últimos días se dieron varios hechos que son una clara manifestación de repudio a las políticas socioeconómicas vigentes, comúnmente conocidas como neoliberalismo.
Éste, que en realidad es un brutal capitalismo sin anestesia, se viene aplicando en forma lapidaria en todo el mundo, con secuelas que muy probablemente persistan aún por un buen tiempo. Para describirlo, en pocas palabras podría decirse que consiste en un plan económico de acumulación fabulosa de riqueza por parte de un pequeño grupo de capitales con poder cada vez más creciente a nivel global, a costa del empobrecimiento inversamente proporcional de grandes masas de población, también a nivel de todo el planeta.
Dicho así, podría considerarse que se agota en un triunfo del mercado, de la lógica de la libre empresa contra la clase trabajadora y contra cualquier intento de estatización, destruyendo sin piedad también al medio ambiente, que es visto como una mercancía comercializable más. En otros términos: todo se privatiza, absolutamente todo es mercancía. Y la fuerza de trabajo, que también es una mercancía, pierde considerablemente valor ante el capital omnímodo.
Pero el neoliberalismo, en realidad, es algo mucho más complejo, más profundo. Después de los avances del campo popular en la primera mitad del siglo XX (revoluciones socialistas, organización sindical y popular, diversos procesos emancipatorios, liberación de colonias de sus metrópolis, avances sociales diversos), la reacción del sistema capitalista fue brutal. Ahí es donde surgen estas políticas, iniciadas en Chile en la década de los 70 del siglo XX de la mano de la dictadura de Augusto Pinochet (laboratorio de pruebas), extendidas luego a prácticamente todo el mundo.
Sus íconos representativos en los inicios fueron Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Los organismos crediticios internacionales: Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, brazos operativos de la gran banca mundial que maneja las finanzas globales, se constituyeron en los verdaderos mandamases planetarios. ¿Qué persiguen estos planes? No solo acumular cada vez más riqueza en un reducido grupo de poderosos capitalistas sino, además, y quizá fundamentalmente, acallar todo tipo de protesta, de disenso, de posibilidad de transformación de lo ya establecido. La idea final es desarticular las luchas populares, empobrecer, hacer retroceder todas las conquistas ganadas en décadas de lucha. En otros términos: desaparecer las esperanzas de cambio.
La palabra «comunismo» pasó a ser la peor blasfemia, impronunciable, anatematizada por siempre.
Toda esta detención de las luchas se ha logrado parcialmente de momento. Con la desintegración de la Unión Soviética y la desaparición del campo socialista europeo, el capital se sintió vencedor. «La historia ha terminado», pudo gritar exultante uno de sus conspicuos voceros, el ideólogo Francis Fukuyama. El golpe recibido por la clase trabajadora internacional fue tremendo. Las iniciativas impuestas por los organismos crediticos de Bretton Woods fueron las directivas que marcaron –y siguen marcando– el rumbo de las sociedades, en lo económico y en lo político. Los capitales globales, estadounidenses en mayor medida, marcan el paso. Solo Rusia y China escapan a esa lógica; por lo demás, todo el mundo se alineó con los ajustes anti-estatales, con la precarización laboral y con un discurso pro empresarial (ya no hay «trabajadores» sino «colaboradores»).
La política del dolor y la reacción progresista
A partir de esas políticas, que a su turno mansamente fueron cumpliendo todos los gobiernos, los Estados nacionales se debilitaron a un máximo, privatizándose cuanta iniciativa pública hubiera. Temas medulares como salud, educación, infraestructura, servicios básicos, quedaron totalmente en manos de la iniciativa privada, en muchos casos dada por capitales transnacionales. Todo eso, como no podía ser de otro modo, provocó enormes cambios en las dinámicas sociales. Las políticas neoliberales influyeron en todo el globo; en América Latina, por supuesto, vienen definiendo la historia de una manera grotesca desde la primera experiencia chilena a partir de 1973, donde las tesis de la Escuela de Chicago, lideradas por el economista Milton Friedman, se implantaron como experiencia piloto.
A partir de estos planes de ajuste neoliberal, riqueza y pobreza se acrecentaron de modo exponencial. La teoría del derrame, donde supuestamente el crecimiento macroeconómico de un país terminaría beneficiando a todos los sectores por igual, derramándose desde las clases privilegiadas a las subordinadas, se mostró en absoluto falsa. Los capitales crecieron devorando todo a expensas de las clases trabajadoras y los pueblos en general, destruyendo también sin piedad la naturaleza. Por supuesto, hubo reacciones ante todo esto, muchas y variadas.
La más importante, quizá, fue el Caracazo, en Venezuela, en 1989, a partir del cual algún tiempo después aparece la Revolución Bolivariana, con Hugo Chávez a la cabeza. Ello motivó posteriormente un ciclo de gobiernos progresistas en varios países (el Partido de los Trabajadores en Brasil, matrimonio Kirchner en Argentina, Revolución Ciudadana liderada por Rafael Correa en Ecuador, Frente Amplio en Uruguay, Fernando Lugo en Paraguay), beneficiados en su momento (comienzos del siglo XXI) por los altos precios de productos primarios, base de sus economías: petróleo, gas, minerales, carnes, cereales. Ese movimiento hizo renacer las esperanzas de cambios sociales, y así aparecieron intentos integracionistas con una filosofía distinta a la crudamente mercantil: la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos -ALBA-TCP-, Petrocaribe, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños -CELAC-, la Unión de Naciones Suramericanas -UNASUR-, Telesur, Radio del Sur, impulsados en buena medida por la Revolución Bolivariana de Venezuela y su enriquecida cuenta petrolera.
La situación actual
Pero más allá de estos gobiernos progresistas, de «centro-izquierda», como se les dio en llamar, que sin dudas trajeron mejoras a sus poblaciones, los daños causados por las políticas neoliberales no desaparecieron. Se siguieron pagando las deudas externas, las condiciones generales de trabajo no mejoraron, los Estados siguieron empobrecidos y las privatizaciones no se revirtieron. Ninguno de estos gobiernos, con excepción de Bolivia y en alguna medida Venezuela en los inicios de la Revolución Bolivariana, pudo batir las políticas neoliberales, dado que estas constituyen un entramado destinado a hacer retroceder la organización popular y los proyectos de revolución socialista por largo tiempo, quizá para siempre en la cabeza de los ideólogos que las pergeñaron, meta que parece seguir cumpliéndose. México, con Manuel López Obrador, se sumó posteriormente al grupo de países con administraciones progresistas, pero las políticas neoliberales no pueden ser modificadas. El único caso donde se palpan evidentes los logros de un proyecto alternativo es en Bolivia, con la dirección del Movimiento al Socialismo, liderado por el indígena aymará Evo Morales, donde efectivamente el crecimiento económico (la tasa más alta de todo el continente americano en el 2019, casi el 5% de aumento interanual del PBI) se convierte en planes sociales de alto impacto (salud, educación, vivienda, microcréditos populares).
Con distintas características y tiempos en cada país, después de aproximadamente una década de progresismo, la derecha más reaccionaria volvió a tomar la iniciativa (Bolsonaro en Brasil, Macri en Argentina, Lenín Moreno en Ecuador, Piñera en Chile, Duque en Colombia). Así, asistimos hoy a gobiernos de ultra derecha en buena parte de América Latina, todos mansamente alineados con Washington, con un lenguaje absolutamente antipopular y programas que benefician solo a la banca internacional y a las oligarquías locales. Con el agregado que todos, de igual modo, participan de una recalcitrante posición de derecha anti Venezuela y anti Cuba, siguiendo las directivas impuestas por la Casa Blanca.
Motivos de esperanza
Pero no todo está perdido. Los pueblos, además del legendario Caracazo, siempre han seguido reaccionando. Las protestas populares se sucedieron interminables en estos años: movimientos indígenas y campesinos reivindicando territorios ancestrales despojados por la industria extractivista (mineras, hidroeléctricas, petroleras, cultivos extensivos para exportación), pobres urbanos desocupados, familias en crisis abrumadas por las deudas, jóvenes sin futuro, población en general golpeada por las políticas en curso, alzaron la voz, quizá sin una dirección política clara, sin proyecto transformador, pero como reacción espontánea a un estado de pauperización creciente y sin salida a la vista.
De Argentina a Haití
En Argentina, sin proyecto transformador, pero hastiada de las políticas privatistas, al grito de ¡Que se vayan todos!, la población quitó a cinco presidentes en el lapso de quince días, en Ecuador, un movimiento indígena abrumado por esas mismas políticas y eternamente discriminado por un racismo irracional, hizo renunciar a tres presidentes, en Bolivia una población básicamente indígena harta de explotación, miseria y racismo, llevó al poder -y recientemente volvió a darle un voto de confianza- a una propuesta socialista con la presidencia de Evo Morales.
Estos años se sucedieron las protestas, marchas, cacerolazos y demostraciones de repudio a los planes de capitalismo criminal y despiadado, pero nada de eso logró conmocionar en su médula al sistema vigente, hasta que en este último tiempo la reacción tomó forma de rebelión espontánea con acciones contundentes. Ecuador, con poderosos movimientos indígenas y populares enfrentándose al traidor Lenín Moreno (supuestamente de izquierda en los Gobiernos anteriores), actual «perro faldero» del FMI, Chile con un formidable movimiento popular que se tomó las calles superando a los carabineros y desafiando las medidas reaccionarias del presidente Sebastián Piñera, Haití con una poderosa protesta popular espontánea que pide la renuncia del corrupto y neoliberal mandatario Jovenel Moïse, Honduras y una aguerrida resistencia ya largamente reprimida que se opone al ilegítimo presidente Juan Orlando Hernández, mantenido a sangre y fuego por Estados Unidos, todo eso constituye un claro ejemplo del cansancio de la gente y de su reacción espontánea contra líneas que la desfavorecen muy grandemente.
El caso chileno
Por su parte Chile, exhibido desde hace años por la prensa comercial de todo el mundo como ícono del neoliberalismo triunfador («primer mundo», según esa engañosa propagada), presenta una desigualdad monstruosa (octavo país del mundo en asimetrías socioeconómicas, igual que Ruanda en el África), y es quien ha escenificado las protestas más grandes. La población, hastiada de las medidas de privatización, falta de acceso a los beneficios reales de un supuesto desarrollo, patéticamente endeudada con los bancos, reaccionó visceralmente ante el alza del pasaje de metro, lo que motivó por parte del Ejecutivo (siguiendo la sugerencia de asesores estadounidenses) la declaración de estado de sitio y toque de queda.
Sin dudas, la población del país trasandino es la que más fuertemente ha alzado la voz, lo cual llevó a un brutal endurecimiento del gobierno, con casi 20 muertos y cientos de heridos producto de la represión, con el ejército controlando las calles. «América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet», pudo decir sin la más mínima vergüenza Mike Pompeo, secretario de Estado de Estados Unidos, en una Comisión de Urgencia de la Cámara de Representantes, ante «la preocupante situación de Chile». Ello deja ver que América Latina sigue siendo, tristemente, el patio trasero de la potencia del Norte, y lo que en esta zona sucede se decide en Washington.
Las recientes elecciones de Argentina, donde ganó el peronista Alberto Fernández con un electorado que dijo rotundamente «no» a los planes de más achicamiento y más empobrecimiento levantados por Mauricio Macri (con el apoyo del FMI y el Banco Mundial) muestran que las poblaciones ya no aguantan más.
¿Qué podemos esperar?
¿Por qué esta serie de explosiones populares que parecen dinamizar la actualidad en América Latina al día de hoy? Porque la pobreza que causó el neoliberalismo, donde no hubo el preconizado «derrame», ya es insoportable. El subcontinente, terriblemente rico en recursos naturales (tierras fértiles, abundante agua dulce, petróleo, gas, innumerables recursos minerales, enormes litorales oceánicos) presenta índices de desigualdad socioeconómica realmente alarmantes. Con economías prósperas en términos macro (crecimiento del PBI, inflación bajo control, paridad cambiaria estable), ocho de los diez países más desiguales del planeta están en esta región: Haití, Honduras, Colombia, Brasil, Panamá, Chile, Costa Rica y México. Los problemas sociales se multiplican en forma continua, con desempleo, falta de perspectivas, violencia callejera, salarios de hambre, un agro tradicional que se empobrece y desertifica producto de la explotación inmisericorde de las grandes propiedades y su uso de pesticidas, poblaciones originarias reprimidas y olvidadas, jóvenes sin futuro y, junto a ello, gobiernos corruptos que se ríen en la cara de tanta desgracia, todo ello constituye una poderosa bomba de tiempo. Si no estalló masivamente antes, es porque la represión y el miedo histórico de las décadas pasadas (guerras sucias que ensangrentaron todos los países, con 400.000 muertos, 80,000 desaparecidos y un millón de presos políticos, más cantidades monumentales de exiliados) siguen obrando como una fuerte “pedagogía del terror”.
¿Qué sigue ahora? No puede decirse que el neoliberalismo esté muerto, porque sigue direccionando las políticas impuestas por los grandes poderes (capitales globales que manejan el mundo), políticas que, definitivamente, no han cambiado. De todos modos, estos capitales no son ciegos, y ven que Latinoamérica arde. Ahí están las declaraciones de Mike Pompeo, un operador político de esos capitales, y su precaución ante lo que puede venir: «Hay que tener siempre a la mano un líder militar».
Cantar victoria y decir que el campo popular triunfó, que el neoliberalismo está fracasado y se firmó su acta de defunción, es un exitismo quizá peligroso. De momento los planes del capitalismo global no han cambiado. Ver lo que sucede en Cuba, donde persiste el cruel bloqueo que intenta asfixiar la triunfante revolución socialista, o en Bolivia, donde la derecha internacional intenta por todos los medios cerrar el paso a un nuevo mandato electoral del socialista Evo Morales, o las avanzadas contra Venezuela, donde se sigue bloqueando inhumanamente la economía del país con las acusaciones de narco-dictadura a la presidencia de Nicolás Maduro y la posibilidad siempre abierta de una intervención militar, muestra que quienes mandan en este patio trasero no están en retirada.
Los capitales globales (estadounidenses en su mayoría, pero también europeos y asiáticos, todos fundidos en esta oligarquía planetaria que opera desde paraísos fiscales) ¿están derrotados?
¿Seguirá o aumentará la represión contra los pueblos en protesta? En Chile fueron asesores militares de Estados Unidos, viendo que la policía estaba sobrepasada, quienes recomendaron el uso de la fuerza bruta del Ejército (violaciones, desapariciones, crear terror en la población, toque de queda) para calmar los ánimos. Qué hará el capitalismo rapaz (léase Estados Unidos y sus secuaces: Unión Europea y Gobiernos de derecha instalados por doquier): ¿negociará y dará algunas válvulas de escape?
Cuidado: ¡no debemos confundirnos! Los gobiernos de centro-izquierda que pasaron años atrás no lograron cambiar el curso de las iniciativas neoliberales surgidas de Bretton Woods. O más precisamente: surgidas de los bancos privados (Rockefeller, Morgan, Rothschild, Lehmann, Merry Lynch) quienes le fijan las líneas al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional. Los planes redistributivos que se dieron estos años no cambiaron de raíz la propiedad privada de los medios de producción; fueron importantes paños de agua fría para poblaciones históricamente olvidadas, pero no constituyeron alternativas de cambio sostenibles. Todo indica que dentro de las democracias representativas no hay posibilidad de cambios profundos reales. Además, sin caer en exitismos: Piñera sigue gobernando en Chile y Lenín Moreno en Ecuador. El binomio Fernández- Fernández en Argentina, que asumirá la presidencia el próximo 10 de diciembre, ¿es una alternativa socialista? No olvidar que Cristina Fernández propone un «capitalismo serio». Serio o no serio… capitalismo al fin. (Si no es «serio», ¿cómo sería?)
Con estas explosiones populares espontáneas con que está ardiendo ahora América Latina, ¿vamos hacia la revolución socialista? No pareciera, porque no hay dirección revolucionaria, no hay proyecto de transformación que en este momento esté a la altura de los acontecimientos y pueda dirigir hacia una nueva sociedad. Como se dijo más arriba, la idea de comunismo sigue profundamente anatematizada, vilipendiada.
Por eso en las pasadas elecciones pudieron ganar personajes como Bolsonaro, o Macri, o Piñera, o Giammattei en Guatemala, o Bukele en El Salvador. Quizá es útil recordar una pintada callejera anónima aparecida durante la Guerra Civil Española:
Los pueblos no son revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios.
Los acontecimientos actuales abren preguntas (similares a las que abrieron los chalecos amarillos meses atrás en Francia): ¿dónde llevan estas puebladas?, ¿por qué la izquierda con un planteo de transformación radical no puede conducir estas luchas?, ¿el enemigo a vencer es el neoliberalismo o se puede ir más allá?
Como sea, el actual es un momento de intensidad sociopolítica que puede deparar sorpresas. Vale la pena estar metido en esta dinámica.