Anotaba el otro día, mientras contemplaba, con cierta emoción y nostalgia, una bucólica y cálida imagen de mis abuelos paternos, Eliberia y José María, fotos de esas que todos guardamos con cariño en cajas o cajones y que de vez en cuando nos gusta tocar, casi oler, que aquellos años fueron pobres en lo material. Hablo de los años de la posguerra, de esos años que precedieron a los setenta; años de sacrificio, de penas, pero ricos en valores y en la esencia del Ser.
En esta foto se encuentran mis dos abuelos en el corral de su casa, enjalbegado de aquella cal blanca. No había un coche de alta cilindrada, pero ahí estaba el carro; no había leche de diferentes categorías y sabores bien envasada en la nevera (que ni existía), a gusto de cada uno de la casa, pero ahí la cabra; no había parcela con árboles, césped y flores varías que cuida el jardinero al gusto, pero ahí el corral; no había camisas ni chaquetas de marca, pero ahí las alpargatas y el blusón para cuando se volvía del campo. No había Mercadona ni Corte Inglés, pero ahí la tienda de Gustavo, las gallinas para los huevos, la huerta. No había estudios, ni carreras, ni títulos -aunque para algunos, los más pudientes, los de la capital, los había-, pero ahí estaba el amor de la abuela y el abuelo para sacar adelante una familia. Y sí, de pueblo, de ese pueblo que no olvido jamás porque es mío y en cada piedra siempre un recuerdo y una lección: Minaya.
Una lección de humildad de toda aquella época, de aquella generación, que sacaron a sus familias adelante, a los que son nuestros padres, que luego, a su vez, también con esfuerzo, con penas, con sacrificio, con pocas comodidades, nos hicieron llegar a nosotros hasta aquí, a lo que somos ahora y creyéndonos más listos... pero yo creo que algo más vacíos. O mucho más vacíos.
Y sí, claro que sí, fueron años duros. De seguro lo pasaron mal. Pero lo vivían de una manera diferente porque el deseo y el ego no les habían atrapado como a las generaciones que vinieron, o hemos venido después. Ahora muchos lo pasan mal por no tener el iPhone último modelo, o el coche o la casa no sé cómo, o por no ir de vacaciones a qué sé yo qué lugares, y cuándo lo tienen, cuando lo consiguen, ya desean el siguiente modelo; vuelven a desear. Y el deseo vence al Ser. El ego nos controla y los valores se van perdiendo sin vuelta.
Debe ser la edad o, simplemente, la experiencia de la vida la que te hace analizar el camino, los muchos errores y pocos aciertos. Lo cierto es que es en esos días algo más tranquilos, a cubierto del ruido, cuando más me gusta reflexionar sobre todo esto.
Y estas reflexiones me vienen cuando me encuentro con el silencio.
Nos conocemos en soledad. En soledad nos obligamos a ese encuentro con nosotros del que siempre huimos. Cuando nos vemos obligados a la soledad, por los motivos que sea, es cuando realmente encontramos a nuestro verdadero Yo. Lo esencial de nuestro Ser. Pero no es fácil. Estamos todo el día envueltos en ruidos, pasamos las semanas de aquí para allá sin parar ni un segundo; perseguimos lo material como si fuese la mismísima esencia de la felicidad.
La única manera que conozco de valorar más a los demás, lo poco o nada que tengamos, es, en primer lugar, encontrándonos con nosotros y valorarnos como Ser esencial.
Soledad. Silencio. Eterna riqueza.
Es el silencio un lujo, la soledad un recurso a veces obligado. Cuando no se tiene se busca, cuando las circunstancias de la vida nos obligan a ella, se huye.
El silencio es un recurso para la reflexión, para el pensamiento, para el encuentro y la conversación con uno mismo.
El silencio se aprende.
Uno calla, escucha y aprende. Uno en silencio piensa, lee, crea.
Vuelvo a la filosofía, que no dejo. Me dejo acompañar por Montaigne, por Epicuro, Marco Aurelio, Descartes y mi compañero de viaje Séneca del que encuentro este texto...
¿Puede haber algo más necio que el juicio de esos hombres que alardean de prudencia? Están afanosamente atareados en poder vivir mejor. A expensas de su vida construyen su vida. Organizan sus planes para un futuro lejano. Por otra parte, el mayor despilfarro de vida es la dilación: agota cada día como si fuera el primero, arrebata el presente mientras promete el porvenir. El mayor impedimento de la vida es la expectativa, que depende del mañana, y desperdicia el día de hoy. Dispones de lo que está puesto en manos de la Fortuna, desechas lo que está en las tuyas. ¿A qué aspiras? ¿Cuál es tu meta? Todo lo que ha de venir es incierto: vive al día. He aquí lo que proclama el mayor de los vates, y, como si estuviera inspirado por una boca divina, cante este saludable canto: «Los mejores días de la vida son los primeros en huir de los desdichados mortales».
No hay que ir mucho más lejos para encontrar la verdadera sabiduría: el Ahora. No dejarse llevar por deseos materiales de futuro, acumulaciones que no garantizan la felicidad, sí la desdicha.
Algunos no saben lo que es el silencio por el mero hecho de no ser capaces de enfrentarse consigo mismo.
Aunque todo es importante, el silencio también lo ha sido siempre en mi existir. Contemplar el cielo. Contemplar tierras y campos en el anochecer rojizo. Contemplar los árboles y esos pájaros que vienen y van cantando en libertad y sin mas deseo que aquél que cubre sus necesidades más básicas.
Contemplar es silencio y contemplar forma parte de la vida.
Contemplar es sentir y penetrar el silencio.
Algunos buscamos el silencio porque estamos intoxicados de ruido, contaminados de gritos, de furia, de tecnología estruendosa.
Escuchar no más que el canto de los pájaros, ese sonido especial que utilizan para comunicarse entre ellos que lo convierten en melodía. El sonido de las hojas de los árboles cuando el viento las abraza.
En las ciudades todo el mundo grita. La gente grita simplemente porque no escucha y el que no escucha tiene miedo de que no le escuchen a él y grita. Gritamos. Nos destruimos nosotros mismos, por dentro, porque somos ruido.
Últimamente leo muchos textos sobre el silencio. Se escribe sobre el silencio porque se necesita el silencio. Los médicos, los psicólogos, están comenzando a recetar dosis de silencio. El silencio sana.
Desde la antigüedad los sabios, los maestros espirituales, los santos, buscaban con desesperación el silencio, la contemplación, la meditación como vía de paz interior, de crecimiento y sabiduría.
Ahora la mayoría de las personas parece que buscan todo lo contrario. Las televisiones se ponen a todo volumen, los chavales llevan los auriculares tan alto que escuchan los de alrededor los sonidos de sus músicas estrambóticas. El sonido de la taladradora del vecino. Los niños gritando en el parque, les enseñamos a gritar desde pequeños. Las máquinas de la obra de enfrente. Cada vez hablamos más alto. Gritamos.
El silencio cura.
Les recomiendo buscar el silencio. Les invito a estar en silencio un tiempo, cada día. Cada vez necesito más el silencio y es en Minaya, ese pequeño paraíso, ese paraje angosto, verde en primavera, seco en verano, pero suficiente, vivo.
El silencio es la mejor manera de pensar en sí mismo, no de una manera egoísta o individualista, sino como reflexión, como terapia, como desconexión.
Quédate en silencio. Para, mira a tu alrededor. Desconecta tu mente del exterior y verás todo de una manera distinta.
Decía Raimon Panikkar, que una de las enfermedades del hombre moderno es la sigefobia, justamente, el temor al silencio.
El silencio es un lujo.
Lo mejor que puedes hacer para tener una vida interior calmada, en paz, es buscar y tener
momentos de silencio. Después de un día, o una semana, de esas agotadoras, caóticas,
estresantes. Busca el silencio.
Siempre he amado el desierto. Uno se sienta en una duna de arena, no ve nada, no oye nada. Sin embargo, a través del silencio algo palpita, y brilla.
(Antoine de Saint-Exupéry)
Contemplar un anochecer en el silencio, mientras el cielo se apaga.
Comparto estas pequeñas reflexiones porque me sirve para certificar, cuando leo, mis momentos de paz.
Pon más silencio en tu vida, la llenarás de paz.
El silencio, entre otras muchas cosas, te ayuda a conectar contigo.
Siempre me ha gustado el silencio. He sentido cierta atracción por el silencio, por la
contemplación, por esa soledad voluntaria a estar en calma.
Los años me van haciendo viejo, mayor, y necesitado de silencios.