Chile tiene varios problemas irresueltos que dividen el país a distintos niveles y modos: económico, social, ideológico, en relación a las expectativas, la vida de todos los días y la percepción misma de la realidad y de los problemas. Estas divisiones impiden todo tipo de comunicación y consenso. Por esto el país está infinitamente fragmentado, sin un lenguaje común y siendo así ha dejado de ser una comunidad, porque no hay intereses ni perspectivas comunes. Los esfuerzos no son los de crear puentes y encontrar soluciones, sino los de exacerbar las divisiones entre ricos y pobres, jóvenes y viejos, integrados y marginados, como también los conflictos entre presente, pasado y futuro. Este cuadro trágico es el resultado de una historia llena de heridas, exclusión, egoísmo y oportunismo. Cualquier conflicto, que en otros lugares sería una banalidad afrontarlo y resolverlo, en Chile abre heridas que nunca han cicatrizado, superando incontables veces con virulencia la entidad y naturaleza misma del problema. Todo percance explota y toda razón u oportunidad hace surgir una cadena de descontento que en la confrontación se vuelve autodestructiva.
El 10% más rico de la población en Chile gana 39,1 veces más que el 10% más pobre. Este dato pone al país entre los más desiguales en el mundo. Los fondos de pensión (AFP), privatizaciones indiscriminadas, corrupción, aseguración para la salud, aumento de precios y el costo de la vida en general han creado una situación insoportable y ahora vemos los tristes resultados. La política del Gobierno ha favorecido aún más a los adinerados, incrementando la desigualdad social y el descontento. Una de las leyes de la sociología ha sido ignorada completamente: la desigualdad, junto a una deslegitimación del sistema político, engendra violencia social y esto es lo que percibimos estos días, donde la exagerada violencia represiva del Estado ha causado los primeros muertos, negando en pocas horas un principio incontestable en las democracias: la vida. La ilusión de un país estable ha sido destruida por los mismos que autoproclamaban «el milagro chileno», que sólo existe para unos pocos y que para muchos, desgraciadamente, es un infierno.
Los niveles de violencia en contra de las protestas en Chile, con ya varios muertos confirman la atrocidad en la atrocidad. La falta de sensibilidad y la capacidad de negociación por parte del Gobierno, lo ha llevado a jugar su peor carta, la intervención militar, el estado de sitio y la represión a ultranza, como si subyugar fuese una demostración de comprensión y solución a los problemas reales, desestabilizando un país, donde en vez de instituciones y estado de derecho, solo existe egoísmo, mediocridad y fragilidad.
La ilusión de un Chile menos latinoamericano, superior a México, Colombia y Brasil. Moderno y mejor que Argentina, se ha deshecho en pocas horas y la pobreza negada, la desesperación de muchos ha inundado las calles usando el único lenguaje que les queda el vandalismo y la destrucción y que ha tenido como respuesta más violencia y destrucción bajo el nombre de seguridad, paz social, respeto de las reglas y otras frases sin sentidos que han legitimado un extremismo neoliberal, que en la figura ridícula de Piñera conoce sus últimos días sin absolución.
Para dialogar y crear consenso hay que reconocer al interlocutor o interlocutores con consideración, empatía y sin epítetos que hagan insuperables las distancias. El fracaso de la «democracia» en Chile ha sido determinado por esta deficiencia y por toda la violencia heredada por siglos de historia, donde las mayorías han sido tratadas como ciudadanos de segunda o tercera clase: rotos, indios y otros despreciativos, que mostraban y muestran una sociedad elitista, excluyente, racista y mentalmente cerrada. Lo que vivimos en esto día no es más que la última represión a un desesperado intento de justicia, que el presidente no duda en llamar guerra para justificar la muerte.
Un modelo político y económico ha sido completamente superado en Chile. Se cierra una fase histórica basada en doctrinas neoliberales y se tendrá que volver a hablar de pacto social, distribución de ingresos y justicia social. Período, donde los partidos tendrán que renovarse completamente y abandonar banderas ideológicas para poder recomenzar con un nuevo contrato e idea de desarrollo. No será una empresa fácil vista las profundas contradicciones que caracterizan Chile. Pero no existen alternativas y sólo queda el futuro.