Cualquier extranjero queda sorprendido al visitar México el Día de los Muertos, festividad ritual y multicultural que se realiza los primeros días de noviembre en todo el país. Un evento social donde participan familias, niños, jóvenes, adultos y ancianos. La sorpresa aumenta al ver la infinidad de calaveras de azúcar, chocolate, camote o amaranto con el nombre de un amigo o familiar fallecido. También se pueden degustar los huesos de la «pelona» (muerte), bañados en chocolate espeso y pan de muertos. Este ritual es la manifestación del sincretismo cultural y religioso prehispánico con el católico que dramatiza sucesos importantes de la vida y muerte de los mexicanos, cualquiera sea su condición social.

Los aztecas y los mayas forjaron su sabiduría cincelándola en pirámides sagradas, emperadores eruditos y artesanos ilustrados que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en juguetes de los niños. Los españoles se demoraron cien años para acomodar un enclave colonial con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. Pero no todos los mandatos ultramarinos se cumplieron al pie de la letra. Muchas costumbres quedaron grabadas en la conciencia colectiva y en sus prácticas actuales con apariciones, espectros y calaveras que intervienen en el imaginario del pueblo en una abundancia de tradiciones, ritos, conductas y estados de ánimo. Se le teme y respeta con humor, no importa si es a través de chistes, plegarias, refranes, ofrendas o creaciones literarias. Tampoco es casual que la muerte tenga en el país más de cien nombres para distinguirla.

Las apariciones fantasmagóricas están siempre presente en el arte mexicano y en torno a ellas se han cimentado imágenes fantásticas que prolongan su significado en la literatura. Después que Gabriel García Márquez descubrió al escritor mexicano Juan Rulfo, declaró que «Cien años de Soledad no existiría si no hubiese leído Pedro Páramo y El llano en llamas». En la obra de Rulfo, los espíritus son algo natural y en el pueblo de Comala — donde se sitúa la novela — sólo habitan almas en pena y personajes que dialogan con los difuntos con una serenidad escalofriante. En la obra de Carlos Fuentes, la vida diaria está impregnada de cadáveres que relatan las crueldades realizadas cuando estaban vivos. Sus personajes fantásticos, fantasmas de otro mundo, son al mismo tiempo los que le dan forma a la vida.

La vinculación de la cultura con el más allá dice mucho de su relación con la vida. Una sociedad que tiene presente su final, al mismo tiempo reverencia su vida. «El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que la niega, acaba por rechazar la vida», decía Octavio Paz, premio Nobel de Literatura y en su obra Laberinto de la Soledad, interpretó a su pueblo exactamente como es hoy a casi setenta años de su publicación: «El mexicano frecuenta a la muerte, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor permanente». En el subconsciente colectivo se mantiene viva hasta hoy la creencia en lo sobrenatural y el sueño eterno es un viaje que no es visto como el final de algo, sino como una transición, un trayecto hacia otro reino.

En México se conserva una sociedad que ha vivido desde siempre en el Realismo Mágico, con situaciones que van más allá de lo imaginable en una cultura de la superstición. Para muestra algunos ejemplos: el dictador Porfirio Díaz (1830-1915), presidente de México en siete ocasiones y 30 años de gobierno, adelantó la fecha de la Independencia del país para ajustarla con el día de su cumpleaños y así quedó hasta nuestros días. Y en usos y costumbres sincretistas, tropezamos con una pequeña iglesia en San Juan Chamula, Chiapas, donde la gente se sienta en el piso cubierto por hojas de pino y en lugar de cura, hay chamanes tzotziles que atienden a sus pacientes y degüellan gallinas; la imagen de Cristo está relegada a segundo plano porque el centro de adoración está San Juan Bautista frente al altar rodeado de velas, santos, flores y una canasta de huevos y botellas de Coca-Cola. Tampoco es raro ver en los cementerios de Campeche, familias que desentierran sus muertos, limpian los huesos para luego sentarse conversar con ellos en torno a una botella de mezcal. El escritor mexicano Benito Taibo afirma sin reservas que «el realismo mágico en México funciona todos días» y la muerte es una de las mejores concubinas del Realismo Mágico.

El Día de los muertos

El Día de los Muertos es una de las tradiciones más características de México junto a muchas otras que hacen de este país un tesoro de tradiciones, leyendas, mitos y relatos, joyas invaluables de esta sociedad mística.

Los días 1° y 2° de noviembre de cada año desfilan calaveras por las calles; se disponen altares en los hogares y cementerios; se prueban los excelentes platos de la cocina mexicana y se saborean los mejores tequilas y mezcales. Esta fecha es celebrada con mayor grandilocuencia que la Navidad o la conmemoración de la Independencia y no es casual que, en el 2003, la UNESCO haya proclamado esta fiesta como Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad. La fecha de su celebración es el resultado de un compromiso que se realizó durante la conquista entre nativos y la jerarquía eclesiástica, para hacerla coincidir con las fechas católicas. Sin embargo, hoy se enredan con las fechas católicas de Todos Los Santos y Halloween, esta última tiene sus orígenes en la cultura celta, en un antiguo festival conocido como Samhain. Ese día era especial por el término de la cosecha y porque la línea que separaba a los vivos y a los muertos era «más débil» y los espíritus podían deslizarse entre los vivos.

Cuando se impuso la religión católica durante la conquista y colonialismo en México, la iglesia tuvo que negociar las fechas y el significado que le daban unos y otros a este día, fenómeno que se ha denominado sincretismo cultural. Pero el Día de los Muertos tiene su origen en la cultura prehispánica, con rituales para celebrar la vida de los ancestros hace tres mil años, cuando todavía no existía la iglesia católica y se realizaba durante el noveno mes del calendario solar mexicano, incluyendo un mes de celebraciones. En la época colonial, si bien se perdieron muchas de las tradiciones de los antiguos pueblos, la evangelización cristiana también encontró una fuerte resistencia por parte de los indígenas. Quitarles sus tradiciones era saquearles su identidad y su inmortalidad, algo que los indígenas no estaban dispuestos a negociar.

Salvajes sin alma

En la primavera del año 1519, veintisiete años después de la llegada de Colón a Las Antillas, Hernán Cortés desembarcó en la hermosa isla de Kosom, de las golondrinas, ahora Cozumel (frente a la actual Playa del Carmen en la Riviera Maya), quedó perplejo al presenciar un sacrificio humano para provocar la lluvia. El ritual consistía en sacarle el corazón al elegido para ofrecerlo al Dios de la Luz. Su desconcierto se transformó en espanto cuando despertó al día siguiente con truenos y bajo un aguacero torrencial. Se hincó y rezó padrenuestros y avemarías hasta el atardecer para no infectarse con la herejía milagrosa de los salvajes sin alma.

Los pueblos aztecas se percibían como soldados del Sol y sus ritos ayudaban a vigorizar al Sol-Tonatiuh en su batalla divina contra las estrellas, símbolos del mal y la oscuridad. Ofrecían sacrificios a sus dioses para que ellos derramaran sobre la naturaleza la luz, el día y la lluvia que permitieran hacer crecer la vida. Y como la vida y la muerte constituyen una unidad, su culto fue- y sigue siendo- uno de los elementos religiosos básicos de los mexicanos, junto a la Virgen de Guadalupe. No es el fin de la existencia, es un camino de mutación hacia algo mejor en el camino al Mictlán, lugar de los muertos, que esperan llegar a su destino: los paraísos del Tlalocan, situados en la región oriental del Universo, gobernados por Tláloc, dios del rayo, de la lluvia y los terremotos, es el lugar de donde emana el agua necesaria para la vida. Por eso los muertos eran enterrados con toda clase de objetos que pudieran servirles en su viaje al Mictlan.

Los mayas, a su vez, imaginaban un 'corazón sagrado' que al morir se dividía en varias partes y una de ellas se reintegraba en las entidades vivas. Creían en la vida después de la muerte, pues la vida era un tiempo sin fin. «Para los mayas la vida y la muerte son complementos indispensables», afirma la doctora Vera Tiesler, investigadora de la Universidad Autónoma de Yucatán. La muerte para los mayas no era un destino final, sino que «tienen la noción del devenir constante, por ello, hay fases de destrucción y fases de creación». Para ellos, cada persona tenía un corazón sagrado formado por una serie de componentes anímicos que transitaban por los espacios del cosmos, dice la especialista en cultura maya y antropología esquelética.

Roberto Romero Sandoval, investigador de estudios mesoamericanos de la UNAM, explica que para los mayas, «la muerte no significa la aniquilación. En la cultura maya el hombre se concibe con un naturaleza dual, es decir, la unión del cuerpo y la identidad anímica, que se separan en el momento de la muerte para habitar en los sitios del cosmos, entre ellos el inframundo, llamado Xibalbá, el lugar donde se desvanecen», indica Sandoval.

Los ciclos de la vida maya, existen en un espacio cósmico sostenido por las ramas, tronco y raíces de una gigantesca ceiba o árbol sagrado, considerado el eje del mundo y puente entre tres niveles de existencia: cielo, tierra e inframundo.

«Para los mayas, los huesos simbolizan firmeza, fuerza y origen», dice Romero Sandoval, «por ello, los antiguos mayas realizaron diversos rituales en torno a la muerte». Uno de estos rituales, que todavía se realizar en algunas poblaciones, como Pomuch, en Campeche, es exhumar el cadáver, limpiar los huesos de sus antepasados y colocarles polvo de cinabrio. El cinabrio es un mineral hallado en la tierra que los mayas utilizan como colorante rojo. Este color representa el renacimiento, ya que se le relaciona con el Este, el lugar por donde nace el sol. Este ritual representa «la vida en el más allá, o sea, la inmortalidad», señala el experto.

Esta visión original se ha transformado en una conciencia colectiva para los mexicanos: la muerte es una compañera de la vida y no una enemiga que no supone la extinción de un ser, sino un proceso de transformación. Es así como el suicidio y la eutanasia en la época prehispánica tiene una connotación diferente a la católica. No son censurables y no sólo eran permitidos, sino representaban una práctica sagrada que nadie se atrevía a cuestionar.

Las memorables Catrinas

En la mitología azteca, las festividades de Muertos eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl, conocida como la «Dama de la Muerte», personaje que posteriormente inspiraría la creación de la famosa Catrina. Pero su imagen no viene del período prehispánico sino de la mano del grabador e ilustrador mexicano José Guadalupe Posada (1852-1913), precursor del movimiento nacionalista de las artes, quien no alcanzó a ver sus diseños convertidos en celebridades. Murió pobre y abandonado, enterrado en una fosa común. Sólo 20 años después de su muerte fue descubierto y divulgado por el pintor francés Jean Charlot, sin embargo, fue el famoso muralista Diego Rivera (1886-1957) quien llevó a la fama y bautizó a La Calavera Catrina en su mural de 1947, Sueño de una Tarde Dominical en la Alameda Central.

Elementos que no pueden faltar en un altar de muertos

Los altares más habituales son aquellos de dos niveles, que representan el cielo y la tierra; en cambio, los altares de tres niveles añaden a esta visión el concepto del purgatorio. A su vez, en un altar de siete niveles se simbolizan los pasos necesarios para llegar al cielo y así poder descansar en paz. Por eso, en el altar de muertos no deben faltar la imagen del difunto, situado en la parte más alta del altar; una cruz de sal o ceniza al lado del difunto; imágenes de ánimas en el purgatorio, para que el espíritu del muerto salga más rápido si se encuentra en ese territorio; copal o incienso para purificar; Un arco en la cima del altar que representa la entrada al mundo de los muertos; velas y cirios que son la luz que guía el camino; agua para pureza del alma y jabón con toalla para que los difuntos se puedan lavar.

El colorido lo dan las flores de cempasúchil (clavel chino o clavelón de la India) muy aromática y de color amarillo y naranja; calaveras para recordar que la muerte está siempre presente; pucheros para que el difunto disfrute las comidas que le gustaron en vida; el pan nunca falta como eucaristía; bebidas alcohólicas para el deleite de las almas y objetos personales para que recuerden momentos de su vida.

De la muerte, se han derivado varios oficios que se remontan a periodos anteriores a la colonia. Una de ellas son las Plañideras, mujeres que cobraban por llorar en los funerales para favorecer los festejos del difunto. En el mundo cristiano medieval estaba prohibido el uso de las lamentatrices ya que representaba una oposición al dogma de la resurrección y la vida eterna.

La Llorona es el potente mito femenino de la «expresión del dolor del más allá» y mensajera de la muerte. Es una mujer delgada de cabello negro, vestida de blanco que se presenta cada vez que alguien sucumbe y que tan sólo puede ser vista por personas con sensibilidad paranormal. El camino que recorre la Llorona es el mismo que debe transitar el fallecido para encaminarse al más allá y llora en nombre de todos los familiares del difunto para mitigar su pena. También se dice que visita a los enfermos para anunciarles que van a morir. Estas son las versiones románticas del personaje, hay otras que tienen un lado más tenebroso: que roba hijos ajenos para aminorar su desgracia y vengarse de la muerte de sus cercanos y que, además, hipnotiza a los hombres para tener relaciones sexuales.

El mercado de la muerte fue modificado por James Bond y Coco

El Día de Muertos se celebraba primordialmente en los sectores rurales, clase media baja y pobres de México. El ritual consistía en tranquilas reuniones familiares alrededor de las tumbas de sus seres queridos. La clase media alta y el segmento alto, por su cercanía con Estados Unidos, celebraban principalmente Halloween, hasta el día que se estrenó la película Spectre (2015) de James Bond, con monumental despliegue ornamental utilizado en escenas del Día de Muertos por el agente 007. Esta escenografía se quedó en el país y en la actualidad se utiliza para se usa para decorar el gran desfile en Ciudad de México.

Dos años más tarde, en 2017, los norteamericanos estrenan la película animada Coco, inspirada en la festividad mexicana, que relata la historia de un niño de 12 años que se transporta a la Tierra de Los Muertos, donde encuentra a su bisabuelo, músico fallecido, para devolverlo a su familia. La distribución del film fue realizado por Walt Disney Pictures, garantizando su presencia en los cines del mundo.

El mercado siempre se adecúa y hoy es una celebración que cruza los grupos socioeconómicos mexicanos con productos comerciales que no a todos llega por igual. Por mencionar algunos: la legendaria Barbie, creada por la empresa Mattel hace 60 años, hoy se viste de Catrina, con diseños inspirados en Frida Kahlo y Lorena Ochoa. El valor de la muñeca es de 90 dólares en supermercados. En la ciudad de Guadalajara se construyó el primer parque temático de los Muertos, Calaverandia, que opera desde el 25 de octubre al 18 de noviembre y la entrada para niños es de 13 dólares americanos, 26 para adultos. En la Riviera Maya está el conocido Parque Acuático de Xcaret, con 20 millones de visitas anuales, realiza una fenomenal fiesta para el día de Muertos. La entrada a este parque es de 130 dólares.

El triunfo de la cultura tradicional mexicana que convirtió en evento en mundial el Día de los Muertos, no se tradujo en un acceso masivo a ella. En un país donde el salario mínimo mensual es de alrededor de 100 dólares americanos es evidente que no se trata de eventos populares sino de festividades dirigidas a grupos de ingresos altos del país y visitantes norteamericanos, que representan el 80% del turismo mexicano.

La economía de la muerte y el turismo

Las cifras son bastante provechosas para el país que ocupa el sexto lugar en la recepción mundial de turistas internacionales. El sector de viajes y turismo en México creció 2,4% en el 2018, monto ligeramente superior al comportamiento del Producto Interno Bruto (PIB) mexicano que fue de 2%. Este año, México recibirá cerca de 45 millones de turistas que gastan alrededor de 22.000 millones de dólares, representado un 8,7% del PIB del país y un 5,9% del total de empleos. Los servicios de hotelería, transportes, restaurantes, bares, etc., constituyen el 89,4% y la producción de bienes, el 10,6% restante. Es interesante notar que los mexicanos, dentro del consumo turístico, contribuyen con un 82,3% y los visitantes extranjeros con un 17,7%.

El Día de Muertos espera 7,5 millones de visitas extranjeras y una entrada de 210 millones de dólares. Los estados con mayor demanda son Ciudad de México, Michoacán, Puebla, Guanajuato, Aguas Calientes y la Riviera Maya, los cuales aumentan su ocupación hotelera en un 76% durante las festividades de la Muerte. Los países más interesados son Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Colombia y Francia, y los cinco destinos mexicanos más consultados por turistas internacionales son Cancún, Ciudad de México, San José del Cabo, Puerto Vallarta y Guadalajara.

Cifras que si bien son provechosas para la economía nacional, podrían ser más robustas si no existiera el fantasma de la violencia generada por el narcotráfico y el sargazo. Este último debido al cambio climático, ha traído a las maravillosas playas de la Riviera Maya, pestilentes algas grisáceas que invaden la costa y cancelan reservas hoteleras y aéreas.

Pueblos mágicos para vivir el Día de los Muertos

Alternativas para «vivir» la dicotomía de los «muertos» es, justamente, alcanzar su morada. Antiguas tradiciones que se respetan y que las nuevas generaciones les van dando su valor equilibrado, en donde las ofrendas se llevan a los panteones para esperar el retorno de las almas y seguir sus pasos al Mictlán, el mundo de los difuntos.

Innumerable festejos hacen casi imposible describir las sensaciones de admiración, de respeto, de miedo y de fiesta en un sólo instante. Y aunque tal vez no baste el tiempo y el espacio, estos son algunos ejemplos: Pátzcuaro, pueblo mágico de Michoacán, en donde la festividad de Día de Muertos se siente en todos los rincones. El panteón está cubierto de ofrendas, en la Basílica se presentan piezas alusivas a la muerte y desde los embarcaderos parten numerosas lanchas a la isla de Janitzio, cada uno con flores alusivas y portando velas que contrastan con la oscuridad del lago. La fiesta más importante se realiza el primero de noviembre. Y apenas a unos kilómetros, en Tzintzuntzan, hay obras de teatro al aire libre, instalación de ofrendas y una presentación de juegos prehispánicos de pelota encendida (uarhukua). Además en esta comunidad indígena tiene lugar una de las ceremonias más representativas y rimbombantes de la noche de muertos en dos de sus cementerios cercanos con espectaculares ofrendas de elaborados diseños, algunas de tamaño monumental.

En Puebla, en la Sierra Norte, Chignahuapan, con las bellezas de un pueblo mágico, muy mexicano, con su kiosco, sus pozas termales y paisajes únicos y la feria de las esferas, es el Festival de la Luz y la Vida que se celebra cada primero de noviembre es su mítica laguna ubicada en el centro del poblado. Con luces fluorescentes, actores, balsas, una pirámide flotante custodiada por calaveras y fuegos artificiales se encarga de narrar al público la travesía de los muertos al Micltán. En la capilla de la resurrección se monta la Ofrenda de las Mil Luces y los visitantes pueden participar en una procesión rumbo al lago acompañados de antorchas, caminando sobre un tapete gigante de aserrín que pavimenta la calle.

Igual sucede en las comunidades poblanas de Huaquechula y Chignahuapan, ubicadas también en la sierra. Se distinguen sus blancos y monumentales altares en una mezcla de tradiciones prehispánicas y católicas; son dedicados principalmente a personas fallecidas recientemente. Todo empieza con las campanadas del templo a las 2 de la tarde del 1 de noviembre. El camino de los muertos es guiado con pétalos de flor de cempasúchil previamente bañados en agua bendita mientras en las casas se encuentran los altares que llevan cabo pequeñas ceremonias con incienso y copal para recibir a los muertos. El 2 de noviembre las familias van a visitar el cementerio, limpian y adornan las tumbas con flores y velas, donde no falta la música, las lágrimas, risas y recuerdos en un ambiente solemne.

Y Oaxaca no es la excepción, (en realidad, ningún rincón de México se escapa del retorno de las almas). En Huautla de Jiménez la festividad de los Muertos se destacan los danzantes, llamados Huehuentones, los vivos que facilitan sus cuerpos para realizar esta danza ritual con máscaras y atuendos acompañados de su llamativo sombrero con forma de cesto llamado en mazateco nisinel, el cual es tejido con mimbre y raíces aéreas de hiedra con su diseño en forma puntiaguda. La fiesta se celebra del 27 de octubre al 5 de noviembre. En las casas se coloca el arco tradicional de flores de cempasúchil y el altar con las ofrendas para recibir a las ánimas. Durante estos días, las cuadrillas de Huehuentones recorren el pueblo, van de casa en casa llevando la alegría de su música y sus bailes que son la personificación de los antepasados y el vínculo entre el mundo de los vivos y de los muertos.

Ciudad de México

Casi toda la ciudad se ve adornada de flores y colores; cada barrio celebra con sus propias formas de adoración. Uno de los puntos de mayor atracción en la capital es la escena en el embarcadero de Cuemanco sobre una de las leyendas más populares en México: La Llorona, la cual va preparando a todos para el festejo. Una vez llegados los días 1 y 2 de noviembre, el poblado se llena de luz y colores, realizando paseos nocturnos en trajinera (embarcación de fondo plano, llamada en México chapopote).

Guanajuato

En San Miguel de Allende, la celebración del día de los muertos se remonta también a la época precolombina. Participan por igual locales y turistas que se disfrazan de calaveras y catrinas para repartir dulces en su recorrido a todos los niños. No deben faltar los cuatro elementos básicos de la naturaleza: Tierra, haciendo caminos para la fácil llegada de las ánimas y representada también en los frutos que ésta nos da. Aire, representado en el movimiento, se usa papel de china, llamado «papel picado» en color morado y naranja. Agua, para que el ser querido calme su sed después de tan largo viaje. Fuego, representado por velas que señalarán el camino al altar. También se utilizan otros elementos en el altar como el copal y sal para la purificación y flores de cempoaxochitl para facilitar la llegada y el camino de estas ánimas.

México es un baúl de fantasías y tesoros no localizados debajo de las ciudades y la selva, sólo protegidos por el susurro de aves y la amabilidad de su gente.

Nota: Agradezco al historiador y académico Hugo Gómez y a la académica y empresaria Carmen Bauche por sus valiosos aportes y conocimiento de la cultura mexicana.