Al final de Los huecos de la memoria, la novela de la escritora española Raquel Martínez-Gómez, Fabiola, uno de los personajes, graba un mensaje: «Los objetos muertos nunca podrán rivalizar con la vida que palpita en las páginas de los libros» (p. 290),. Esta verdad deja huella en el lector, sobre todo cuando se lee desde países que han vivido los abusos del poder: una dictadura, el caudillismo, la corrupción, o incluso, como escribió García Márquez en Cien años de soledad, «las empresas delirantes».
Fabiola es un personaje «gris» que trabaja en el sótano de una editorial desechando libros no rentables. Un día, queda impactada por la narrativa de Manuela Menéndez, una autora española censurada por el franquismo. Fabiola decide escudriñar la vida de la autora: su casa, su alrededor… Entra en las entrañas y dolores de una escritora que vivió buscando su libertad y que, cuando pudo tenerla en el amor, le fue negada. Lo impidió la fuerza de un sistema derivado y retroalimentado por lo dictatorial, apoyado en lo eclesiástico, lo militar y el machismo:
... había hipotecado a un contrato social pontificado por un Estado militar y una Iglesia rancia que todavía premiaba al hombre por su condición.
Raquel Martínez-Gómez, ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea 2010 con Sombras de unicornio, nos lleva de la mano por una narración que alterna entre Manuela Menéndez, Eloy Domínguez y Fabiola, la mujer que busca encontrar respuestas a su vida por medio de la historia de los dos anteriores en medio de la dictadura de Franco. Con el uso de símiles, se manifiestan las huellas de los sistemas totalitarios: «Eloy se fijó en el perro que acompañaba a un invidente y reconoció un país. Blanco, grande, tranquilo, atento a la respiración de su amo. Ojos de otros que no ven. Entrega absoluta para la que ha sido educado» (p. 173). La autora hunde el dedo en la llaga de las heridas que deja el caudillismo, la ebriedad efímera de cualquier poder y sus seguidores, vendidos para permanecer en la zona de confort, donde por fortuna quedan los libros, el registro, lo que hace memoria. «Estaba convencido de que la peor derrota sería el olvido y de que era importante mantener el diálogo con las generaciones venideras» (p. 222).
La novela, al final, desenrolla el ovillo de cada uno de los personajes, nos muestra el peso inclemente del totalitarismo que fragmenta las vidas de los protagonistas a pesar del arte y del amor. Son como los espejos en la casa de Manuela, luces y reflejos opacos de seres humanos cuya esencia busca la libertad para encontrarse siempre con un obstáculo, sin importar que sea sólo un vidrio. «Los espejos no muestran nada de lo que somos, tan sólo un reflejo físico que muta constantemente… Encontrarse en un reflejo conlleva perderse en un punto impreciso» (p. 131). Así, Manuela se conforma con sentir que Eloy, el amante que le revive las pasiones de la piel, es libre en medio de la adaptación de ella a la vida con su marido, Cecilio, perfectamente acoplado a la derecha y el franquismo, cuya cárcel «era más oscura y profunda que la de ella» (p. 138).
Y sí, Manuela sabe que por la patria potestad de sus hijos, por el miedo a perderlos en un sistema machista —uno de ellos, Santiago, muere torturado por la dictadura—, debe quedarse al lado de su marido. Manuela se resguarda en la literatura y en la memoria que las letras rescatan: «Tu pluma te defiende del mundo salvaje, frente a la perversidad de las vanidades que hieren, de las mediocridades que castigan, de la ignorancia que mata. Y te mojas de la literatura con el tiempo y el espacio que te tocó vivir» (p. 169), le dice Eloy en los momentos de la despedida. En medio de esos vacíos que sienten los protagonistas está Amaya, la hija de Fabiola, que hace preguntas como «qué ocurre cuando se acaban los días» (p.112), o «qué significaba consolar», a lo que Fabiola responde que «echar cremita a las tristezas y al dolor de los otros» (p. 58).
La autora da la respuesta a todo en varios de los apartes de la novela: es la literatura, sí, ese fiel testigo que aporta a los huecos de la memoria. Al final buscamos respuestas al mundo, como lo hacen Amaya o Manuela, y Eloy con sus escritos de protesta al franquismo. Sí, podemos morir, pero no las letras, aunque sean un reflejo fragmentado de las realidades opresoras. Ante la represión, el arte nos da la libertad, un «echar cremita a las tristezas y al dolor de los otros». A pesar de lo duro del sistema y de cómo desgarra vidas, siempre hay una salvación, la memoria. En ocasiones son sólo fragmentos, huecos donde buscar, pero la memoria siempre está ahí, y los libros y el arte son su mejor canal.