Cada vez que el presidente da un discurso y utiliza los «los y las» para incluir a los hombres y a las mujeres; este, que ya de por sí era tedioso, se extiende en un 20%. Tanto molesta esto que la gente ahora pregunta, antes de asistir a cualquier evento, si el orador es de la Real Academia o de las Lolas.
Para entender esta pugna por la lengua, empecemos por la Real Academia. Esta nos ha dicho que utilizar las «lolas» es redundante: «los», en estos casos, es neutro e incluyente. Los de las «lolas», por el contrario, nos dicen que esta posición ignora que el término masculino se ha usado históricamente como incluyente porque las mujeres, hasta el siglo XX, no eran consideradas ciudadanas, ni siquiera completamente humanas. El representante de ellas era el varón y por ende, lo masculino era la norma. De ahí que usar las lolas trata de borrar la discriminación histórica.
Pero las lolas no solo da pereza oírlas sino que su uso en vez de reducir la discriminación, la aumenta. La razón es sencilla: cuando un término se «mejora» y se hace más políticamente correcto, el último hereda los anteriores.
Zikek, el filósofo, nos cuenta que cuando se daba una peste en algún pueblo medieval, la primera reacción de la gente era hacerse como si no pasara. En la medida en que los habitantes empezaban a morir, los habitantes reaccionaban y llenaban el pueblo de incienso. La idea era que la pestilencia era provocada por los malos aires. Pero la gente seguía muriendo. Entonces, empezaban las procesiones, los rezos y las peregrinaciones. Se creía que por la mala conducta, Dios los estaba castigando. Como esto no paraba los fallecimientos, los europeos optaban por culpar a las minorías de envenenar las aguas: se daban las quemas de brujas y de sodomitas y también las persecuciones y matanzas de judíos.
A pesar de todos estos esfuerzos, nada paraba la epidemia. Entonces, finalmente, los habitantes hacían como que nada pasaba.
Aunque hacerse los tontos pareciera que fue la reacción inicial y la final, existe una gran diferencia. La primera era una negación de la realidad; la segunda el reconocimiento, después de todos los esfuerzos, que todos morirían.
En otras palabras, la misma conducta nunca es igual al principio que al final: la última lleva la carga de todas las anteriores.
Lo mismo podemos decir de las metáforas. Cada una lleva el legado de las antecesoras y la última aumenta al cuadrado lo bueno y lo malo de la primera.
Pensemos en los homosexuales. El término para referirnos a ellos ha evolucionado desde sodomos — playos— invertidos — enfermos sexuales — maricones — homosexuales — gais — sexo-diversos. El término para las trabajadoras del sexo ha ido desde puta — zorra — meretriz — mujer de la calle — mujer de ambiente — prostituta — trabajadora sexual. O los negros han ido desde negros — pardos — personas de color — afroamericanos.
Aunque creamos que los últimos términos son políticamente correctos, igual que en los casos de la epidemia, cada salto incluye todo el prejuicio de la anterior palabra. Al final, «gay», «trabajadora del sexo», o «afroamericano» han cuadriplicado el prejuicio.
Cuando las «Lolas» usan sus «lolas», lo que hacen es recordarnos, una y otra vez, que existe la necesidad de incluir a las mujeres y que estas necesitan una ayuda extra.