Hasta llegar el momento de perder la conciencia y la vida misma, aquel hombre de pequeña estatura y ojos bondadosos de un color gris profundo, recordaría la oleada de alegría que estremeció su cuerpo, como nunca antes le había sucedido, durante los días 21 y 22 de agosto de 1909. A su lado estaba un menudo hombre de ojos rasgados, que desde Japón se había incorporado a la fundación Georg Speyer en Fráncfort, Alemania, para ayudarlo en la tenaz tarea que había iniciado muchos años atrás. Juntos ahora, habían inoculado innumerable número de gallinas, pollos y gallos, cuya sangre estaba copada por espiroquetas pálidas, responsables de la sífilis, que en el hombre provocaba tan terrible enfermedad. No hacía mucho tiempo que este agresivo agente microbiano había sido identificado por el zoólogo alemán Fritz Schaudinn. Llegaba el momento de ratificar si el compuesto que había logrado encontrar denominado 606, por ser ese el número del experimento que había resultado exitoso, tenía efecto letal sobre las espiroquetas y muy especialmente, sin causar lesiones severas al huésped.
El día 21 antes señalado, ambos escogieron un robusto conejo, que salvo dos feas úlceras sifilíticas en el escroto, producto de la inoculación de espiroquetas dos meses atrás, gozaba de buena salud. Para no dejar espacio a duda alguna, examinaron bajo el microscopio una gota de sangre, observando una constelación del terrible microbio que originaba la «enfermedad que no osaba decir su nombre». El maestro, que ya comenzaba a sentir el peso de los años, a pesar de que apenas tenía 55, más que todo, producto de la muy intensa actividad desarrollada desde muy joven, amén de un estilo de vida nada saludable (fumaba 25 habanos por día), le ordenó a su colaborador: póngale la inyección. Veremos cómo se comporta nuestra esquiva criatura, de nombre 606 por ahora.
Al día siguiente, 22 de agosto, los dos hombres acudieron presurosos y expectantes al laboratorio. Observaron de inmediato las lesiones del conejo y al ver que comenzaban a curar, la alegría se reflejaba notoriamente en ambos rostros. Al teutón le costó contenerse para dar un abrazo sentido al japonés pero le estrechó la mano efusivamente. Posteriormente examinaron una gota de sangre y ya no quedaban trazos de las espiroquetas. Se quedaron hasta bien entrada la noche en el laboratorio observando el conejo y no habían ocurrido señales de las tan temidas reacciones adversas ocurridas años atrás con también otros derivados arsenicales.
El profesor, de nombre Paul Ehrlich, dijo con euforia inocultable: parece que es inocuo, activo y repito, inocuo, hemos encontrado al fin la «bala mágica».
En efecto, respondió, Sahachiro Hato, su ayudante, de apenas 26 años de edad para ese momento, pero ya con amplia experiencia de investigación con conejos adquirida con Shibasaburo Kitasato, su famoso compatriota en el instituto para el estudio de las enfermedades infecciosas de Tokio, que precisamente lleva tal nombre, hemos dado en el blanco. Falta ahora hacer la prueba en humanos (P.de Kruif).
Sin embargo, ya en la cama, el profesor dispuesto a dormir, no cesaba de preguntarse: ¿será en verdad, realmente inocuo? Habrá que esperar un tiempo más, para comprobar si en efecto no produce daño a los pacientes.
Sus primeros años
En un pequeño pueblo de la baja Silesia, provincia de Alemania, de nombre Strehlen (actualmente perteneciente a Polonia), un 14 de marzo de 1854 nació Paul Ehrlich, de padres judíos, asentados en esa comunidad de tiempos muy atrás, y muy activos en su vida económica y social. De niño no fue un destacado estudiante y parece tampoco no haberlo sido, en las escuelas de medicina de Breaslau, Estrasburgo y Freiburgo por las que pasó antes de graduarse de médico en Leipzig. Su mayor interés en esos años de alumno estuvo centrado en la química orgánica, y muy específicamente en los colorantes. Quizás influyera en tal conducta, la acción de su primo Karl Weigert, eminente patólogo y pionero en el uso de colorantes de anilina. No extraña entonces que su tesis de graduación versara sobre el teñido de tejidos animales (M.Titford).
Al poco tiempo de graduado, fue nombrado asistente y luego médico en propiedad del hospital Charité de Berlín. Esta práctica clínica se extendió por diez años, pero no impidió que Ehrlich continuara investigando con diferentes tipos de teñidos de tejidos y profundizando sus conocimientos en química orgánica. Así pudo desarrollar diversas coloraciones para identificar leucocitos y hematíes s en sangre de pacientes con leucemia y anemia. Fue el primero además en visualizar los mastocitos. Demostró igualmente que los colorantes histológicos podían ser ácidos, base o neutros, sentando así los fundamentos de la hematología. Su aportes a esta ciencia continuaron incluso después de su salida de la Charité, siendo de tanta importancia que incluso, años después, un reconocido hematólogo, el Dr. Maxwell Wintrobe lo consideró «el padre dela hematología» (Drews Jungen). Entre sus otros aportes para esa época, figura también haber logrado una diazo reacción para detectar la bilirrubina en la orina de paciente con ictericia.
Los años más productivos
En 1882 fue uno de los asistentes a la muy famosa presentación de Robert Koch ante la Sociedad de Fisiología de Berlín en donde anunció triunfalmente que había descubierto el agente causal de la tuberculosis. Para Ehrlich, su presencia en este acto fue uno de los acontecimientos más importantes de su vida, ya que ratificó su fe y la importancia que daba a la senda de investigación que se había trazado. Fue el momento más emocionante de mi carrera científica, llegó a decir tiempo después (Kruif de Paul). De inmediato, se dio cuenta que el teñido de la bacteria realizado por Koch podía ser mejorado y sin dejar pasar el tiempo, elaboró un protocolo que al ser conocido por éste, lo alabó y adoptó inmediatamente. Este fue el inicio de la gran amistad y colaboración que tendrían ambos eminentes investigadores y que se prolongaría hasta la muerte. Además, dicho protocolo constituiría la base del teñido de Ziehl-Nielsen que se usa corrientemente en la actualidad para identificar el bacilo de Koch (Bosh F, Rosich L). Es de señalar que mucho antes ya había tenido la oportunidad de conocer al viejo sabio prusiano. Desde sus años de estudiante en la universidad de Breslaw, había leído los trabajos de Koch, así como los de otros investigadores famosos de la época. En esa oportunidad, asistió a la también famosa conferencia que dio Robert Koch sobre el ántrax (Greene J.)
En este periodo de su vida, ocurrió un episodio que pudo ser trágico pero que afortunadamente acabó sin consecuencias graves. Examinando su propia expectoración, con estupor descubrió que contenía bacilos tuberculosos. Posiblemente alguna sintomatología respiratoria lo impulsó a ello y el contagio debió producirse en su mismo laboratorio. Sin titubear, decidió dejar por un tiempo su trabajo y emprendió viaje a Egipto y el sur de Europa, en búsqueda de mejores climas. Cuando se sintió mejorado regresó a Berlín. La historia nos cuenta que el mismo Koch insistió que recibiera su tratamiento con tuberculina, que creía sinceramente curaba la tuberculosis, a lo que accedió Ehrlich, aun cuando ya para esa época se conocía su ineficacia. Lo cierto y afortunado es que Ehrlich sanó y pudo reiniciar su trabajo, esta vez aceptando la invitación que le hizo Koch a unirse con él en el nuevo instituto de enfermedades infecciosas (en la actualidad, Instituto Robert Koch).
Allí pronto colaboró con Emil Von Behring, quien meses atrás, junto con S. Kitasato habían escrito un artículo excepcional sobre las toxinas y antitoxinas bacterianas (difteria y tétanos). De esta colaboración nació un nuevo protocolo para la utilización de la toxina diftérica, siendo crucial el aporte de Ehrlich para que este gran hallazgo tuviera aplicación general, dado que garantizaba el control de calidad durante su producción. Además sugirió la utilización de grandes animales como los caballos para la fabricación de los sueros.
También demostró que la inmunidad podía trasmitirse de la madre al feto, así como por intermedio de la leche materna. Igualmente logró estandarizar los sueros de acuerdo a la concentración de anticuerpos. Como resultado de todos estos aportes, se pudo contar con preparaciones estandarizadas muy potentes y eficaces, que despertaron un gran interés en la seroterapia (Chuaire L, Cediel J F). Por todos estos importantes trabajos en el campo de la inmunología, se le concedió en el año 1908 el Premio Nobel de Medicina, el cual compartió con Eli Metschnikoff, el científico ruso que descubrió la fagocitosis. Behring fue el primer hombre en recibir dicho premio, siendo Ehrlich en esa ocasión, su contendor.
Requiriéndose de una teoría para explicar los avances que se estaban logrando en el novísimo campo de la inmunología, Ehrlich postuló la teoría de «las cadenas laterales». En ella se establece que las células tienen en su superficie moléculas específicas (cadenas laterales, que después denominó receptores) que se unen específicamente a las toxinas, para que cuando resultan en número excesivo, se rompen liberando en la sangre cuerpos inmunes (anticuerpos) que son capaces de combatir la enfermedad. Esta teoría con todo y sus inexactitudes, ha dado origen a los basamentos fundamentales de la inmunología.
En 1899 Ehrlich fue nombrado director del recién establecido Instituto Real de Terapia Experimental, trasladándose a Fráncfort con su familia. Anteriormente había dirigido el pequeño Instituto de Investigación Serológica en Berlín. Ahora con brillantes investigadores como sus colaboradores y suficiente equipo de laboratorio, reinició sus viejas ideas sobre quimioterapia basadas en la especificidad de los colorantes sobre determinados tejidos. Comenzó a usar cientos de ellos, así como otros químicos, para tratar diferentes enfermedades. Obtuvo ciertos éxitos, con la colaboración de Shiga, con el tripán rojo en el caso de conejos infestados con tripanosomas. Lamentablemente muchos de los animales de experimentación desarrollaron resistencia y murieron. Ehrlich no se desanimó y comenzó a probar con los derivados orgánicos arsenicales.
Junto a Bertheim, un reconocido químico orgánico, iniciaron su trabajo estudiando el Atoxil, que ya había sido ensayado como tratamiento de la enfermedad del sueño. Ambos determinaron su composición química y de esa manera, lograron obtener una serie de derivados, que con paciencia fueron probando con resultados infructuosos, hasta que en la prueba número 606, obtuvieron el éxito tan fieramente buscado. Habían encontrado la arsfenamina, la primera «bala mágica» que por mucho tiempo soñara Ehrlich. Por la similitud existente entre los tripanosomas y las espiroquetas, se probó en el tratamiento de la sífilis y como ya dijimos en la introducción, el éxito fue rotundo, al menos al principio, ya que comenzaron las notificaciones sobre efectos adversos. El laboratorio Hoechst, que había proporcionado la materia prima, comenzó la producción del medicamento que apareció con el inmodesto nombre Salvarsán, que significa, el «arsénico que salva». Para mejorar aspectos de su administración y evitar la hipersensibilidad, el equipo de Ehrlich desarrolló el compuesto 914 al que se le puso el nombre de Neosalvarsán.
Los últimos años
Los dedicó al estudio del cáncer en el instituto por él dirigido. Su fama se había extendido por doquier e incluso se le postuló nuevamente para otro premio Nobel. Los reconocimientos llovieron de todas partes. En vida recibió 5 doctorados, 11 países lo condecoraron, otros 5 le dieron premios de honor. Llegó a pertenecer a 80 sociedades médicas y científicas. No era para menos. Se le considera uno de los padres de la histología, la hematología, la inmunología y sobre todo, la quimioterapia. Además, dio importantes aportes a la oncología y la farmacología. Cuando cumplió 60 años le entregaron un libro que contenía más de 600 trabajos que había realizado, o bien había escrito como coautor, o pertenecientes a otros investigadores que habían trabajado bajo su guía. Cuando le preguntaron a qué atribuía su éxito, solamente respondía: a las cuatro G: Geduld (paciencia), Geschick (destreza), Glück (suerte, buena fortuna) y Geld (dinero).
En lo personal, casó con Rosa Weigert en 1883, con quien tuvo 2 hijas. Se le ha descrito como un hombre alegre, bondadoso, afable, aun en los momentos de mayor gloria, sencillo lector impenitente de revistas y libros científico. No tenía ínfulas de intelectual, solía decir que su predilección era leer novelas de detectives, en especial las de Sherlock Holmes. Era amante de los habanos y siempre se dice, tenía uno en la mano. Gustaba de invitar a sus compañeros de trabajo a tomar cerveza, después de una ardua jornada laboral. Quizás la pasión por el tabaco fue la que lo condujo a la muerte a los 61 años de edad, por un evento cerebrovascular. Fue enterrado en el cementerio judío de Fráncfort. Una calle de dicha ciudad lleva su nombre. Durante la negra noche del nazismo, los vándalos de esa corriente profanaron su tumba y quisieron borrar su nombre de entre las más grandes luminarias científicas alemanas, pero después de ese período ominoso, Alemania volvió a colocarlo en el pedestal que siempre ha merecido, por ser uno de los científicos de más alto vuelo que la humanidad ha conocido. Con razones más que suficientes, Behring cuando redactó su obituario le llamó Magister Mundi («Maestro del Mundo en las Ciencias Médicas»).