Nadie sabe dónde está, quién es o quiénes son, pero es el recurso al que corren despavoridos los políticos, analíticos u opinólogos del siglo XXI. Basta esbozar un discurso acompañado por el cliché el pueblo para que tenga el suficiente peso y credibilidad, aunque lo que se defienda sea la más descabellada de las ideas.
El análisis y la criticidad es arrojada por la borda cuando en cadena nacional, en una entrevista, en un simple estado de Facebook o en los 240 caracteres de Twitter se invoca esa figura esotérica con poderes ilimitados y moral incorruptible; de inmediato la contienda se irá ganando, y el receptor del mensaje lo aceptará sin reparo, como si del Código Hammurabi, la Pax Romana o la Constitución Política se tratara.
No importa si en una contienda los bandos enfrentados lo utilizan por igual, sea en las urnas, en una huelga nacional o en el plenario legislativo; candidatos presidenciales, profesores, transportistas, diputados, quien sea, todos usarán el primero y último de los recursos para hacerse con la razón; como si el ejercicio de razonar se redujera al uso de dos palabras en medio de una oración de domingo. Pero recurrir a formulas mágicas no es cosa de este siglo; ya en el Medioevo los sacerdotes, frente a los ojos de los campesinos embebecidos cuando convertían el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo diciendo en latín Hoc est corpus («este es el cuerpo»). En los oídos de los campesinos que no hablaban latín, Hoc est corpus se embarullaba Hocus pocus y así nació el potente hechizo capaz de convertir una rana en un príncipe; pareciera que el Hocus Pocus del siglo XXI es «el pueblo» capaz de sacarnos de una crisis financiera sin una reforma al fisco.
Acuerparse en la «sabiduría del pueblo» es, por lo general, el recurso de los tiranos y los populistas, y aunque apelar a ella en sus discursos y diatribas les da cierto respaldo, saben que el hechizo es insuficiente; no necesariamente quien grita más y habla mejor es el que cuenta con el apoyo popular, de ahí que se vuelve indispensable el agrupamiento mediante la creación de un ideario que aúne a esta masa amorfa sin rumbo aparente; por eso los partidos políticos, las organizaciones gremiales y hasta los equipos de fútbol crean banderas, símbolos, héroes, próceres y hasta himnos para agrupar su músculo social con el objetivo de invitarlos a pasar del discurso a la praxis, y mostrar que sus recurrentes llamados «al pueblo» consisten no de algo, sino, de alguien: las grandes marchas y manifestaciones que muestran -según los organizadores- la voluntad popular, voluntad que solo es compartida cuando los intereses de quien la convoca se mantienen inmutables. Vladimir Lenin fue amigo «del pueblo» para derrocar a la dinastía Romanov y hacerse con el poder hasta convocar a elecciones, pero una vez en él decidió instaurar una dictadura que, según él, contaba con el respaldo de la mayoría: la dictadura del proletariado.
Las grandes manifestaciones llevadas a cabo por lo general en lugares que refuercen la identidad del grupo son la evidencia palpable de que es la «voluntad popular» la que gime al unísono por las reformas, los cambios o la nulidad de un proyecto o bien de una ley que pretenda adoptar una nueva norma; no importa si esta es dictada desde un órgano con respaldo jurídico o internacional, si la marcha cuenta con el pueblo, eso quiere decir que es la voluntad popular la que debe de ser acatada sin importa las consecuencias negativas que esto traiga. Y como a río revuelto ganancia de pescadores, habrán quienes se aprovechen de la algarabía popular para formar otro frente contrario que luche contra el nuevo paradigma en boga; este es el escenario perfecto para la polarización y la paralización del poder legítimo, que no le quedará mas opción que rendirse y deponer ante el verdadero deseo de quienes representan a los manifestantes: el poder.
Que no se confunda el lector, las manifestaciones son necesarias en una democracia e indispensables en el ejercicio del poder; pero buena parte de ellas son utilizadas para legitimar los intereses particulares y no los que represente el bienestar de la mayoría; es más bien un llamado al discernimiento, y, por qué no, al sentido común, no siempre quien dice representar al pueblo y conocer la voluntad popular tiene una idea de lo que habla… pero sí de lo que quiere.