A lo largo de las historia, filósofos, psicólogos y más recientemente desde la coyuntura de la ponerología (del griego poneros, «el mal») han tratado de entender la base de la maldad. Nuestros antiguos entendían el mal como un castigo de los dioses en las manifestaciones de la naturaleza, principalmente en el enfurecimiento de esta, en las erupciones volcánicas, los eclipses, las sequías y en los vientos destructores se encontraban los entes malignos que castigaban sus iniquidades. Durante diez siglos, en la Edad Media, la figura del mal se construyó a partir de un ente abstracto; Roma junto al poder feudal habían diseñado la base del mal y construido los cánones morales que aún rigen la mayoría de las sociedades modernas. El diablo, Lucifer, El Maligno, cargó con todo el peso del mal, y cuando este se manifestaba en los hombres, había sido obra de Satanás y no de estos; esto permitía reducir el mal, pero además, lo alejaba, como si se tratase de una anormalidad de nuestra naturaleza.
Durante el siglo pasado se llegó a un consenso general, y el diablo pasó a segundo plano: el mal habita en ciertas personas, y ellas nacen con la capacidad de provocarlo y reproducirlo en su entorno, es decir, un fenómeno sui generis si se quiere; de esa forma los jóvenes turcos perpetraron el genocidio armenio; Hitler y los nazis exterminaron 6 millones de judíos, miles de gitanos y homosexuales; los hutus asesinaron a 900.000 tutsis, la mayoría a machetazos; Stalin mató de hambre a 5 millones de ucranianos en las conocidas hambrunas de Holodomor; y Charles Manson dirigió una secta llamada La Familia que cometió crímenes atroces. Fueron personas que nacieron con una marca en su frente que les condenaba a ser monstruos capaces de cometer y dirigir crímenes terribles; el mal se reducía a casos específicos, y aunque la percepción del Medioevo cambió, la tendencia seguía siendo la misma: el mal es ajeno a la naturaleza humana. Lo contrario simplemente era ignorado, ninguneado y hasta perseguido, la sociedad moderna no podía con la idea de encontrar un vínculo estrecho entre ellos y la maldad. Pero, ¿y si la maldad es parte de nuestra naturaleza? Resultaría escandaloso pensar que seríamos capaces de llegar a límites y niveles que los mayores genocidas han llegado.
Hacia finales del «siglo de los genocidios» — término acuñado por el historiador francés Bernad Bruneteau —, estudiosos trataron de entender el mal como un elemento natural e inalienable de los seres humanos, el precio de esto fue el ninguneo y el ostracismo, entre ellos destaca Hannah Arendt. La filósofa fue enviada a Jerusalén por The New Yorker a cubrir el juicio de uno de los hombres encargados de ejecutar la Solución Final al Problema Judío; Arendt quedó estupefacta cuando escuchó a Eichmann negar una y otra vez su participación en el Holocausto y alegar desconocimiento de que sus acciones provocaron la muerte de millones de seres humanos, reduciendo su culpa al cumplimiento de órdenes y trámites burocráticos, lo llamó la banalidad del mal, haciendo referencia a la participación de personas comunes y corrientes, amantes de la paz y de sus familias al servicio de una ideología que pretendía extirpar todo aquello que no fuera ario.
Mas recientemente, desde el campo de la neurología se han llevado a cabo investigaciones a través de experimentos neuronales en situaciones extremas; se ha observado como el cerebro se comporta de manera distinta cuando tiene que resolver dilemas morales, las regiones cerebrales que participan en la emoción y la empatía quedan básicamente anuladas, mientras que las que participan en la solución de problemas de lógica matemática se activan, esto quiere decir que cuando el mal actúa en el hombre esto deja de ser un problema emocional y se convierte en un problema práctico que hay que resolver.
El neurocirujano Itzhak Fried encontró un patrón en el comportamiento humano cuando se observan sucesos violentos, lo llamó el síndrome E. Se caracteriza por una «reacción emocional amortiguada» que permite actos reiterados de violencia en las personas, una sensación de euforia al cometer estos actos y un contagio de grupo que se esparce como un virus. Se da, como lo llama Fried, «una compartimentación»: una persona es capaz de cuidar a su familia, al tiempo que se comporta de manera violenta con otra familia. Desde el punto de vista del neurocirujano, se da «una desconexión moral». Pero Rousseau había resuelto este dilema siglos atrás cuando dijo «el hombre es bueno por naturaleza, pero es la sociedad quien lo corrompe».
Durante la Segunda Guerra Mundial la política de exterminio se había extendido por toda Europa, nazis y ciudadanos participaban de buena gana en los crímenes contra judíos, gitanos, testigos de Jehová y homosexuales. Pero un remanente decidió no participar y tender la mano a quien lo necesitara aunque esto significara su muerte, el mundo los conoce como los Justos entre las Naciones, he aquí la prueba madre de que somos capaces de hacer el mal absoluto, pero también el bien absoluto.