El peso medio de la población mundial se ha incrementado más de 6 kilos en estos últimos 30 años. La población «rural» ha sido la más afectada y esta epidemia mundial avanza sin mostrar señales de remisión. Las causas son un coctel peligroso, que combina un consumo exagerado de azúcar refinado, sal y carbohidratos fácilmente digeribles, junto a una falta de fibra y actividad física. El sobrepeso, además implica un riesgo de diabetes tipo 2, problemas cardiovasculares y respiratorios, aumentando también el riesgo de cáncer y de invalidez prematura, afectando así negativamente la salud pública y el bienestar social.
Los alimentos han sido remplazados por venenos con efecto retardado y disimulado con falsas promesas de salud y bienestar. El mercado ha sido monopolizado por pocas marcas omnipresentes que tientan en todo momento sin saciar a nadie. Un ritual que observamos cotidianamente. Ya no existe lugar ni horarios para comidas y cada vez se cocina menos en casa, donde un espacio otrora vital está siempre limpio y vacío, como si no tuviéramos tiempo disponible, ya que hemos sido absorbidos por la nada. Proponer verduras es casi un delito e invitar a comer sano es una violación de la libertad, que provoca rabia y ansias. Para no hablar del ayuno, que es una práctica simplemente desdeñada.
Lo que sucede con el peso tiene aspectos en común con los problemas ambientales y climáticos. Se habla mucho, todos somos conscientes del daño, sino de la tragedia, pero nadie hace nada para afrontarlos con la seriedad que la emergencia requiere. En síntesis, hay que cambiar estilos de vida y consumo. Dejar de lado el azúcar, reducir el consumo de sal, comer con moderación, evitar las grasas animales, caminar más y limitar el consumo de carburantes fósiles y sus derivados fatales como el plástico y reciclar todo el posible. Además, usar medios de transporte público y/o sostenible. Nos damos cuenta que estos son conceptos totalmente ajenos a la política que sólo busca un consenso inmediato, ámbito en el cual palabras como esfuerzo, trabajo y sacrificio asustan y enajenan un electorado habituado a la comodidad del sofá y a ilusiones insinuadas desde una caja animada.
Desgraciadamente para lograr cambios habría que legislar impuestos al azúcar, alcohol, bebidas azucaradas, sal, algunas carnes y aumentarlos a todos los derivados del petróleo, llegando a penalizar la producción de residuos no reciclables. Todo esto ante una opinión pública apática y drogada que no reacciona frente a los males que afectan la humanidad: obesidad, pasividad indiferente y contaminación ambiental. Si separados nos presentan un cuadro clínico autodestructivo innegable, juntos, una falta de respeto hacia la vida en sí, sea personal que general.
El desastre ecológico implicará en un periodo de dos decenios, a partir del año pasado, una pérdida de diversidad genética de un millón de especies, entre animales y vegetales, convirtiendo el planeta en un espacio casi invivible. Todo esto sucede en un contexto de rivalidad económica, religiosa, cultural e ideológica exacerbada con el consecuente peligro de guerras, migraciones masivas, desertificación y hambre, dejando a las todas generaciones, incluso la nuestra, una bomba de autoaniquilación. Todo esto, mientras la gente engulle a cada rato no falsos alimentos plenos de azúcar y de sal, o bebe litros de gaseosas, como si devorar y reventar de comida fuese un fin en sí, la actividad por encima de todas las actividades y el único, incomprensible y desolado modo de ser. Con ese afán inagotable de deglutir casi sin masticar el presente y el futuro para olvidar y aniquilar el pasado sin dejar rastro alguno de una civilización que ha hecho de la destrucción, suicidio y muerte el tema de su pasión y drama.