Hasta hace muy poco, tres razones permitían el optimismo respecto al despegue cubano. El apoyo de Venezuela, la mano tendida de Obama y el proceso interno de reformas económicas. ¿Es posible que Trump liquide las tres?
Desde la caída del Muro de Berlín en 1989, Cuba ha vivido dos oleadas de reformas liberalizadoras. La primera fue necesaria para sobrevivir al impacto que supuso la implosión de la Unión Soviética — el «desmerengamiento» de la URSS, como le llamó Fidel Castro. El ocaso repentino de aquellas relaciones privilegiadas — comerciales, financieras, tecnológicas...— llevó a una caída del PIB cubano superior al 35% y a los años críticos que se bautizaron como «período especial». Estamos a comienzos de los 90 y Fidel Castro, muy a regañadientes, permite una cierta apertura. Entre las medidas, se aprueban entonces los mercados libres campesinos (sujetos a algunas restricciones), se permite la inversión extranjera en rubros como el turismo y la minería, y también el ejercicio de algunas actividades «por cuenta propia», como la apertura de los célebres paladares — con un número de sillas limitado.
Aquellos cambios fueron insuficientes para que la isla alcanzase las tasas de crecimiento que requería para recuperarse de la crisis, pero permitieron conjurar hambrunas y mantener en límites tolerables las dificultades que atravesaba la población y su descontento; en otras palabras, sirvieron para «aguantar el tirón».
La llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela en 1999 posibilitó que Cuba gozase de nuevo de condiciones privilegiadas en sus intercambios: la isla conseguía a precios bajos un abastecimiento generoso de petróleo, 100.000 barriles diarios — que daban hasta para vender sobrantes en el mercado internacional — y cerca de dos mil millones de dólares anuales a cambio de los servicios profesionales de médicos/as, enseñantes y entrenadores deportivos: hasta 40.000 cubanos/as llegaron a estar desplazados en Venezuela. Aquello significó un gran respiro para la economía cubana aunque, también, un «parón» en el proceso reformista que ya no parecía resultar tan acuciante.
La segunda oleada de reformas se produce cuando Raúl Castro sucede a su hermano en la Presidencia del país. En 2006 ocupa el cargo de manera interina, pero ya en 2008 es nombrado presidente y un par de años después secretario general del partido. Raúl, más pragmático que Fidel -a quien nunca agradó la liberalización económica-, impulsó la ampliación de las actividades cuentapropistas, que en la actualidad ya dan empleo a más de medio millón de personas; la autorización de la compraventa de viviendas y automóviles; el permiso para viajar al exterior a cualquier cubano/a (aunque con algunas excepciones, como el personal sanitario); la cesión de tierras ociosas para su cultivo por particulares; y mayores facilidades para la inversión extranjera, incluyendo la creación de una Zona Industrial en el puerto de Mariel. A todo ello hay que añadir la posibilidad de contar con líneas de telefonía móvil y el uso de internet para la población. En 2011, el VI Congreso del PCC aprobó unos Lineamientos de política económica y social que consagraron el camino aperturista.
No era poco. Y hasta hace un par de años había gran confianza en el despegue de la economía cubana ya que, a este proceso reformista al que se sumaba el apoyo venezolano, se unió el cambio impulsado por Obama en la política norteamericana hacia la isla. Fueron momentos dulces, de esperanza y optimismo, pero basados en datos incuestionables. Por ejemplo, el turismo estadounidense se quintuplicó y se eliminaron las trabas al envío de remesas.
La llegada de Donald Trump a la presidencia de su país trastocó todas aquellas expectativas. Trump, y los halcones de los que se rodea en su política hacia América Latina — John Bolton, asesor en seguridad nacional; Marcos Rubio, senador de origen cubano…— han visto una oportunidad de asfixiar a quienes consideran sus grandes enemigos en el continente, Venezuela y Cuba, y no la han querido desaprovechar.
Sin entrar a valorar aquí la situación de Venezuela ni la política estadounidense hacia aquel país, lo que está claro es que esta nueva -y vieja- política norteamericana perjudica a Cuba por partida doble. Por un lado, porque conlleva medidas dirigidas específicamente a dañar la economía de la isla, con la aprobación de unas mayores restricciones al turismo y al envío de remesas y con la reciente puesta en vigor del Título III de la Ley Helms-Burton, que permite a particulares estadounidenses (también a los cubanos-norteamericanos) ejercer demandas ante los tribunales de EEUU contra empresas extranjeras que tengan negocios en la isla si implican bienes o activos nacionalizados después del triunfo de la revolución. Aunque la Unión Europea ha advertido a EEUU de que tomará medidas para compensar los daños causados a empresas europeas por los efectos extraterritoriales de la mencionada Ley -incluyendo la denuncia ante la Organización Mundial de Comercio (OMC) y la posibilidad de efectuar confiscaciones a empresas norteamericanas que tengan activos en Europa-, las advertencias no parecen importar mucho al actual inquilino de la Casa Blanca y el plazo para efectuar demandas se ha abierto ya.
Pero además, la política norteamericana trata de debilitar a la economía venezolana -y de hacer caer al Gobierno de Maduro-, lo que reducirá aún más la cooperación privilegiada entre Venezuela y Cuba, que ya ha sufrido severos recortes, situándose tal vez en la mitad de lo que significaba. A ello se suma el abrupto final decidido por Bolsonaro del programa Más médicos, que supuso para la isla una pérdida de más de 300 millones de dólares.
El desempeño económico cubano, con la animadversión de EEUU y la ayuda menguante venezolana, dependerá a partir de ahora, y casi en exclusiva — quizá con algún apoyo de Rusia—, de las medidas que se tomen en la isla. Así que la única salida para Cuba es continuar el proceso de reformas sin quedarse en la mitad del camino.
Ahora bien, cuando los tambores de guerra suenan en la superpotencia del Norte siempre encuentran un eco en la isla. Si alguna excusa necesitaba el sector de la dirigencia cubana más opuesto a las reformas, Trump se la está sirviendo en bandeja. Dirigentes como Machado Ventura, segundo secretario del PCC después de Raúl Castro y casi nonagenario, o Ramiro Valdés, vicepresidente del Consejo de Ministros con 87 años, ya disponen del tradicional argumento para ralentizar unas reformas que no les gustan: el empeño de Trump en «sitiar» la isla. Trump podría conseguir así, paradójicamente, no sólo debilitar la economía cubana con las medidas aprobadas para ese fin, sino también fortalecer las opciones más conservadoras dentro de la isla. Triple triunfo por tanto, y no casual: los halcones norteamericanos conocen muy bien las reacciones de La Habana a sus agresivas políticas.
¿Por qué cuesta tanto avanzar en el camino reformista?
Los «conservadores» argumentan que con la liberalización se pierde el «control» de la economía y se abre la puerta al desembarco de los cubanos de Miami y de otros norteamericanos; y por otra parte, que se produce un aumento de la desigualdad.
El primer argumento pudo tener sentido en el pasado, cuando la dirigencia histórica quería mantener todas las palancas del poder en sus manos -con independencia de los mediocres resultados económicos obtenidos- en la época de la Guerra Fría. Pero esa generación está a punto de desaparecer y los nuevos dirigentes, encabezados por Miguel Díaz Canel, necesitan ganarse la legitimidad en el ejercicio del gobierno. Para ello hay dos caminos: o someterse a unas elecciones -modelo occidental- o lograr éxitos económicos indiscutibles que permitan aumentar el bienestar del pueblo y acabar con la pobreza -modelo chino y vietnamita-. O los dos a la vez, lo que no parece prudente. Pero los éxitos económicos necesitan una nueva oleada de reformas liberalizadoras -de las que merece la pena ocuparse en otro artículo- que completen las ya tomadas. Por otra parte, la «pérdida de control» que sigue a un proceso reformista es muy relativa. En China, que ha sacado a 800 millones de personas de la pobreza en los últimos 40 años y que en 2020 duplicará el PIB per cápita de 2010, se conservan una serie de empresas de propiedad estatal que, aunque muy inferiores en número a las no estatales, mantienen un gran poder en sectores clave, como las comunicaciones, la energía o el sistema financiero.
Respecto a la desigualdad, en Cuba ya se observa entre quienes acceden y no acceden al peso convertible. Pero la actual es una desigualdad perversa, pues desincentiva el empleo en sectores esenciales, como en la enseñanza o la sanidad, y lo incentiva en otros por el mero hecho de permitir el acceso a pesos convertibles, como los relacionados con el turismo. No es infrecuente encontrarse con maestros que ejercen de camareros, con ingenieros que lo hacen de taxistas o de hosteleros y con enfermeras que cuidan a ancianos fuera del sistema sanitario. Las medidas liberalizadoras producen un mayor crecimiento y una mayor desigualdad, pero ésta se combate con políticas fiscales y tributarias de calidad, que redistribuyen recursos y oportunidades entre toda la población.
Mientras las autoridades resuelven el dilema sobre si profundizar en la opción reformista o no en esta nueva etapa de acoso norteamericano, la situación para la ciudadanía es agotadora. Salvo para quienes reciben remesas de sus familiares en el exterior, laboran en el sector turístico, sobreviven con algún trabajo por cuenta propia o cuentan con incentivos en pesos convertibles por ocuparse en lugares considerados estratégicos -como algunas empresas de las Fuerzas Armadas-, la situación es exasperante, sin que resulte posible llegar a fin de mes -si no es «distrayendo» bienes del Estado e intercambiándolos o vendiéndolos en el mercado negro-. Por no hablar de la situación calamitosa que sufren los jubilados mayores si carecen del auxilio de sus familiares. Una pensión de 400 pesos al mes alcanza para los gastos corrientes de la vivienda, como la luz o el agua, y para cubrir los comestibles subsidiados por la libreta de racionamiento, pero no permite ni de lejos costear los bienes alimenticios «por fuera de la libreta» que son necesarios para mantenerse con buena salud. Piénsese que equivalen a 20 pesos cubanos convertibles, la tarifa de un taxi desde La Habana al Aeropuerto José Martí.
Alguien de buena fe puede pensar que adoptar decididamente el camino reformista significará el fin de la revolución, pero la realidad es la contraria: el fin de la revolución se producirá si no se adoptan las medidas liberalizadoras y se consigue que Cuba crezca a tasas aceptables. Porque la revolución, ante la nueva crisis económica que se avecina por las razones apuntadas, perderá por agotamiento la mayor parte del apoyo popular que le queda. Y no es imposible que se produzcan protestas, como en Nicaragua, si la economía no despega. Si ello sucediese y el gobierno cubano se comporta como Daniel Ortega, masacrando a la población, ahí sí que la revolución cubana, ejemplo en su día de dignidad y justicia, se habrá terminado para siempre.