Un nuevo fantasma recorre América Latina: una revuelta de padres, influidos por dogmatismos conceptuales y otros dicterios teológicos, que pretenden que sus hijos no sean vacunados de enfermedades altamente peligrosas como el sarampión, el papiloma humano, la polio y otras. Son los mismos que pretenden que la Biblia y otros textos imperen sobre la Constitución Política, se oponen a la teoría darwiniana en favor del creacionismo y—los más cerriles y fanáticos—defienden incluso hoy día la planitud de la tierra, en contra de Copérnico, Newton, la fotografía espacial y la ciencia moderna.
Sin embargo, jurídicamente los padres no pueden prohibir la vacunación de sus hijos. Pueden tener sus propias convicciones, desde luego, pero no imponerlas a sus hijos.
Desde la aprobación en 1998 de la Convención de los Derechos del Niño de UNICEF y la ONU (ratificada rápidamente por 195 países del mundo, incluida toda América Latina) los padres no pueden prohibir que las autoridades de salud de un Estado parte intervengan en esos casos. De acuerdo al artículo 6 y 24 de la Convención, desde su nacimiento el niño es una persona con derechos fundamentales y, justamente, su derecho a la salud—como ser humano—está por encima de las decisiones de otras personas, incluidos eventualmente sus padres o tutores. Y esta Convención, al igual que la Constitución Política, está por encima de las leyes de los países, y de las ocurrencias circunstanciales que pretendan cambiarlas. Tiene valor similar a las normas constitucionales. Una vez que un país la ratifica, sus normas son obligatorias para el Estado y todos los habitantes del país.
Los niños son seres humanos, sujetos con derechos y expectativas desde que nacen, y los padres no son dueños arbitrarios de su destino y su vida. No pueden tomar decisiones en contra de sus derechos básicos. De la misma manera que un padre o una madre no puede lesionar o infligir daños físicos a un infante (lo cual está penado, y puede dar por terminada la patria potestad y sus derechos parentales), tampoco puede impedirle estudiar o ir a la escuela. Ni tampoco vacunarse, o proteger su salud de las distintas enfermedades. Por decirlo en palabras simples: los padres no son dueños de sus hijos. Los niños se pertenecen a sí mismos y a la humanidad en su conjunto.
En los últimos meses, una serie de pintorescos profetas del «naturismo primigenio» están recorriendo varios países de America Latina, invitados por iglesias y partidos políticos confesionales en una cruzada medioeval, proponiendo una vuelta a una edénica y falaz sociedad primitiva, pre-medicina, pre-Estado y pre-civilización. Recientemente, una conferencista argentina llamada Chinda Brandolino fue invitada por una universidad privada en Costa Rica y hubo, incluso, diputados que la quisieron llevar al Parlamento. Su tesis es que las vacunas le hacen daño a la humanidad y a la personas. Su visita fue tan promocionada como de la de un cantante famoso o una celebridad cultural.
Lo grave es hay gente que les cree. Y así, estamos desandando la historia. Con ese argumento, la historia de la medicina, de los antibióticos, dela penicilina, de Fleming y su saga, de todos los grandes hallazgos científicos, debería desaparecer. Y los efectos de esos absurdos dogmáticos son letales. Por ejemplo, la viruela—que se creía erradicada del planeta—está a punto de volver, según la OMS.
Es una marcha hacia atrás, hacia el Medioevo, y quizá hacia un retroceso aún mayor. Una melange peligrosa, un retorno a la metáfora de la Costilla de Adán en el Paraíso y a la sociedad primitiva del buen salvaje rousseauniano. En fin, en pleno siglo XXI estamos ante una cruzada en contra la civilización y todos sus avances. Un discurso peligroso, campo fértil para demagogos y agitadores.